– REL- F es relaciones familiares. Aparentemente los dos personajes que le interesan a usted son primos o algo así.
– ¿Y entonces por qué no está él puesto en la ficha de Towle?
– Esa categoría de dato debe de ser nueva, posiblemente la añadieron después de que Towle se graduase y, en lugar de remontarse hacia atrás y ponerla en todo el archivo, probablemente sólo la fueron indicando en las fichas nuevas. Lo que sí es interesante es ese BDA. Quiere decir que lo han borrado del archivo.
– ¿Y por qué han hecho eso?
– No lo sé. Y aquí no lo dice. Nunca lo diría. Probablemente por alguna falta. Con su historial familiar ha tenido que ser algo muy gordo. Algo que hizo que la escuela quisiera lavarse las manos en lo que a él se refiere. -Me miró-. Esto se está poniendo interesante, ¿no?
– Mucho.
Volvió a meter las fichas en el sobre y lo cerró en su escritorio.
– Ahora le llevaré con Van der Graaf.
22
Un ascensor que era una jaula dorada nos llevó al quinto piso de un edificio rematado por una cúpula que estaba a un extremo del campus. Abrió sus fauces y nos soltó en un silencioso vestíbulo, decorado con un zócalo de mármol y tapizado de polvo. El techo era cóncavo y en yeso, sobre el que había sido pintado un ya descolorido mural de querubines soplando trompetas: estábamos dentro de la concha de la cúpula. Las paredes eran de piedra y soltaban un olor de papel en putrefacción. Una ventana con paneles en forma de rombos separaba dos puertas de madera. Una de ellas llevaba la mención SALA DE MAPAS y parecía no haber sido abierta en generaciones. La otra no decía nada.
Margaret golpeó con los nudillos en la puerta sin letrero y, al ver que no obtenía respuesta, la abrió. La habitación que reveló era espaciosa y de techo alto, con ventanas de catedral que daban una vista del puerto. Cada centímetro posible de espacio en las paredes había sido ocupado por estantes repletos de libros raídos, puestos al azar. Aquellos libros que no habían hallado un lugar de descanso en los estantes se hallaban en montones, precariamente equilibrados, por el suelo. Había una mesa de caballetes en el centro de la habitación, que estaba llena de montones de manuscritos y aún más libros. Un globo terráqueo sobre un soporte con ruedas y un escritorio de patas con forma de garras habían sido arrinconados contra un ángulo. Encima del escritorio se veía una caja de esas de la MacDonalds de llevarse la comida a casa, y un par de servilletas de papel, arrugadas y grasientas.
– ¿Profesor? -dijo Margaret, y luego a mí-: Me pregunto a dónde habrá ido.
– ¿Jugamos al escondite? -la voz venía de algún lugar tras la mesa de caballetes.
Margaret se sobresaltó, el bolso se le cayó de las manos y su contenido se desparramó por el suelo.
Una cabeza apergaminada apareció atisbando por sobre los bordes arrugados de un montón de papel amarillento.
– Lamento haberla asustado, cariño -la cabeza estaba echada hacia atrás en una carcajada silenciosa.
– Profesor -dijo Margaret-. ¿No le da vergüenza? Se inclinó a recoger sus cosas.
Él salió de detrás de la mesa con aspecto de niño regañado. Hasta ese momento yo había creído que estaba acurrucado. Pero cuando su cabeza no subió más, me di cuenta que todo el tiempo había estado de pie.
Medía menos de un metro y medio. Su cuerpo era de un tamaño normal, pero estaba doblado por la cintura, con su columna formando una S y con su deformada espalda cargada con una joroba del tamaño de una mochila bien repleta. Su cabeza parecía demasiado grande para su figura y era como un huevo arrugado coronado por un mechón de cabello blanco y muy fino. Cuando se movía parecía un escorpión adormecido.
Tenía una expresión de falsa contricción, pero el centelleo de sus llorosos ojos azules decía más que su boca sin labios y las comisuras caídas.
– ¿Puedo ayudarte, cariño? -su voz era seca y tenía un acento muy culto.
Margaret recogió sus últimos efectos personales del suelo y los metió en el bolso.
– No, gracias profesor. Ya lo tengo todo -recobró el aliento y trató de parecer compuesta.
– Pero, ¿a pesar de todo tendremos ese picnic con pizza?
– Sólo si se porta bien.
Él junto sus manos, como rezando.
– Te lo prometo, cariño -afirmó.
– De acuerdo, profesor. Éste es Bill Roberts, el periodista del que le hablé. Bill, le presento al profesor Van der Graaf.
– Hola, profesor.
Me miró bajo párpados adormilados.
– No te pareces a Clark Kent -me dijo.
– ¿Cómo?
– ¿No se supone que los periodistas deben parecerse a Clark Kent, la identidad secreta de Superman?
– No tenía noticias de que eso estuviera regulado por la Asociación de la Prensa.
– A mí me entrevistó un periodista después de la Guerra… la grande, la Segunda. Quería saber qué lugar tendría esa guerra en la Historia. Y él se parecía a Clark Kent -se pasó una mano por su cráneo, lleno de manchas del hígado-. ¿No tienes unas gafas o algo así jovencito?
– Lo siento, pero tengo unos ojos perfectamente sanos. Me dio la espalda y fue hacia una de sus librerías.
Había una gracia rara, como reptiloide, en sus movimientos: su deforme cuerpo parecía moverse hacia un lado, cuando en realidad se estaba moviendo hacia adelante. Se subió lentamente a una escalera baja, tendió el brazo hacia arriba y tomó un volumen encuadernado en piel, bajó y regresó.
– Mira – me dijo, abriendo el libro que pude ver que era una colección de tebeos encuadernados -. Esto es lo que yo quiero decir.
Su tembloroso dedo apuntaba a un dibujo del mejor de los periodistas del Daily Planet entrando en una cabina telefónica.
– Clark Kent. Éste sí que es un periodista.
– Estoy segura de que el señor Roberts sabe quién es Clark Kent, profesor.
– Entonces que vuelva cuando se parezca más a él, y hablaremos -nos espetó el viejo.
Margaret y yo intercambiamos miradas de impotencia. Ella iba a decir algo cuando Van der Graaf echó hacia atrás su cabeza y lanzó una seca carcajada.
– ¡Inocentada! -se reía de muy buena gana de su propio ingenio, hasta que su risa se disolvió en un ataque de tos y flemas.
– ¡Oh, profesor! -le riñó Margaret.
Se enfrentaron el uno con el otro, en un torneo verbal. Comencé a sospechar que su amistad estaba bien establecida. Me quedé a un lado, sintiéndome como el asistente involuntario a uno de esos espectáculos de seres monstruosos de las ferias.
– Admítelo, cariño -él estaba diciendo -. ¡Te había engañado!
Dio pataditas al suelo, con plena satisfacción.
– ¡Te habías creído que ya estaba totalmente senil!
– No es usted más senil que yo -le contestó ella-. Simplemente es un crío malcriado.
Mis esperanzas de obtener información fiable de aquel enano jorobado estaban disminuyendo por momentos. Me aclaré la garganta.
Dejaron de hablar y me miraron. Una burbuja de saliva se había formado en la comisura de la retorcida boca de Van der Graaf. Sus manos vibraban con falso Parkinsons. Margaret se alzaba frente a él con las piernas abiertas.
– Y ahora quiero que coopere con el señor Roberts – le dijo con severidad.
Van der Graaf me lanzó una mirada aviesa.
– Oh, de acuerdo -gimió-, pero sólo si me llevas alrededor del lago en mi Doosie.
– Ya le he dicho que lo haría.
– Tengo un coche Duesenberg del treinta y siete -me explicó -. Un carruaje maravilloso. Cuatrocientos garañones relinchantes bajo una capota rubí brillante. Escapes cromados. Consume gasolina con una voracidad despreocupada. Yo ya no puedo conducirlo y Maggie es una moza robusta; siguiendo mis instrucciones podría manejarlo. Pero rehusa.
– Profesor Van der Graaf, hubo una buena razón para que yo rehusara: estaba lloviendo y no quise ponerme tras el volante de un automóvil que vale doscientos mil dólares en un tiempo peligroso.