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Puse las llaves del coche otra vez en mi bolsillo y dejé que el ejemplar del libro de McCaffrey cayese a la grava. Ño había nadie más a la vista, excepto el guardia en la garita de la entrada y su atención estaba enfocada en la dirección opuesta. Necesitaba acercarme sin ser visto. Cuidadosamente, recorrí el camino que bajaba la colina en la que se hallaba el aparcamiento, manteniéndome a la sombra de los edificios siempre que me era posible. Las formas en la distancia se estaban moviendo, pero lentamente.

Me apreté contra la pared rosa flamenco del dormitorio situado más al sur, que era lo más lejos que podía llegar sin abandonar la cobertura. El suelo estaba húmedo y reblandecido, el aire podrido con los vapores que salían de un cercano contenedor de basuras. Alguien había tratado de escribir JODER en la pintura rosa, pero el metal ondulado era una superficie hostil y sólo había admitido rasguños, como de uña de pollo. Ahora los sonidos eran más fuertes y más claros, y eran definitivamente gritos de dolor… sonidos animales, quejumbrosos y fuertes.

Pude ver tres siluetas, dos grandes y una mucho más pequeña. La pequeña parecía estar caminando en el aire.

Me acerqué más, centímetro a centímetro, atisbando por la esquina. Las tres figuras pasaron ante mí, quizá a unos diez metros de distancia, moviéndose a lo largo del borde sur de la institución. Caminaban a través del cemento que rodeaba a la piscina y llegaron bajo la iluminación de una luz amarilla antiinsectos que estaba fijada al alero de la caseta de la piscina.

Fue entonces cuando los vi claramente, como congelados en un destello de la luz limón.

La figura pequeña era Rodney y parecía suspendida porque estaba siendo llevada en el firme abrazo de Halstead, el entrenador, y de Tim Kruger. Lo aferraban por debajo de los brazos, con lo que sus pies colgaban a centímetros por encima del suelo.

Eran unos hombres fuertes, pero el chico estaba luchando con ellos. Se estremecía y pateaba como un hurón atrapado en un cepo, abría su boca y lanzaba un gemido sin palabras. Halstead apretaba una peluda mano sobre la boca, pero el chico lograba soltarse y gritaba de nuevo. Halstead lo amordazaba otra vez y siguieron así hasta que desaparecieron de mi línea de visión; los sonidos alternos de los gritos y los gruñidos apagados era como un enloquecido solo de trompeta que fue haciéndose más débil y al final se perdió en la lejanía.

Entonces sólo hubo silencio y yo estuve solo, con la espalda contra la pared, bañado en sudor, con la ropa mojada y pegada a mi cuerpo. Quería realizar algún acto heroico, romper la atontadora inercia que se había solidificado alrededor de mis tobillos como si fuera cemento de secado rápido.

Pero yo no podía salvar a nadie. Era un hombre que estaba fuera de su elemento. Si los seguía, habría una explicación racional para todo y una manada de guardias para llevarme rápidamente afuera, tomando cuidada nota de mi cara para que nunca más se abrieran las puertas de La Casa ante ella.

No me lo podía permitir, aún no.

Así que allí me quedé, pegado a la pared, enraizado en aquel silencio de ciudad fantasma, sintiéndome mal e inerme. Apreté los puños hasta que me hicieron daño y escuché el seco y urgente sonido de mi propia respiración, que era como el raspar de botas contra los tochos de callejones.

Forcé la imagen del forcejeante chico fuera de mi mente.

Cuando estuve seguro de que nadie me veía, regresé a hurtadillas a mi coche.

17

La primera vez que llamé, a las ocho de la mañana, no me contestó nadie. Media hora más tarde la Universidad de Oregón estaba ya abierta al público.

– Buenos días. Aquí Educación.

– Buenos días. Soy el doctor Gene Adler y les llamo desde Los Ángeles. Estoy con el Departamento de Psiquiatría del Centro Médico Pediátrico del Oeste de Los Ángeles. En la actualidad estamos buscando personal para trabajar como consejeros. Uno de los candidatos ha afirmado en su curriculum que obtuvo el Grado de Master en Consejería para la Educación de su Departamento. Y, como parte de nuestra comprobación rutinaria de credenciales, me pregunto si me podrían corroborar este dato.

– Le pasaré a Marianne, que está en Certificaciones. Marianne tenía una voz cálida y amistosa, pero cuando le repetí mi historia me dijo, firmemente, que sería necesario que hiciese una petición por escrito.

– Por mí no hay inconveniente -le dije -, pero eso llevará tiempo. El trabajo para el que se ha prestado esa persona se le dará a uno de los que se han presentado, competitivamente, para el mismo. Y planeamos tomar una decisión antes de veinticuatro horas. Es una simple formalidad esto de la comprobación de los curriculums, pero nuestro seguro de responsabilidad civil especifica el que debemos de hacerlo. Si lo prefiere puedo hacer que el candidato la llame para autorizarles a facilitar esa información. Al fin y al cabo es a él a quien le interesa.

– Bueno… supongo que no hay nada de malo en ello. Lo único que usted desea es saber si esa persona recibió un grado ¿no? ¿Nada más personal que eso?

– Así es.

– ¿Quién es el candidato?

– Un caballero llamado Timothy Kruger. Su curriculum dice que obtuvo un Master ahí, hace cuatro años.

– Un momento.

Se ausentó por diez minutos, y cuando regresó al teléfono parecía alterada.

– Bueno, doctor, su formalidad ha resultado ser una cosa muy útil. No tenemos datos de que se le haya concedido un grado a ninguna persona de ese nombre en los últimos diez años. Tenemos la información de que un tal Timothy Jay Kruger asistió a las clases de la escuela de graduación, hace cuatro años, durante un semestre, pero no a las de Consejería, sino a las de Enseñanza. Y se fue después de ese único semestre.

– Ya veo. Es muy preocupante. ¿Hay algún dato del motivo por el que abandonó?

– Ninguno. Pero, ¿acaso importa eso ahora?

– No, supongo que no… ¿está usted absolutamente cierta respecto a esto? No querría poner en peligro la carrera del señor Kruger…

– No hay ninguna posibilidad de duda -sonaba ofendida-. Lo he comprobado y vuelto a comprobar, doctor, y luego se lo he preguntado al Jefe del Departamento, el señor Gowdy y él se mostró muy seguro: ningún Timothy Kruger se ha graduado aquí.

– Bueno, eso zanja la cuestión, ¿no es así? Y desde luego da una nueva luz sobre este tal señor Kruger. ¿Podría usted mirarme una cosa más?

– ¿Qué es lo que quiere?

– El señor Kruger también ha indicado una especialización en sus estudios preuniversitarios, en psicología, obtenida en el Jedson College en el estado de Washington. ¿Estará incluido este tipo de información en sus archivos?

– Lo estará en su inscripción en la Escuela de Graduados. Debemos de tener una copia, pero no veo por qué necesita usted el que…

– Marianne, voy a tener que informar de esto al Comité Estatal de Examinadores sobre Ciencias del Comportamiento, porque en este asunto anda por medio un permiso de trabajo estatal. Y quiero tener todos los datos.

– Ya veo. Déjeme mirar. Esta vez regresó al momento.

– Tengo aquí una copia del informe de Jedson, doctor. Sí que le dieron un diploma de especialización, pero no fue en psicología.

– Entonces, ¿en qué fue? Ella se echó a reír.

– En Artes Dramáticas. En actuación.

Llamé a la escuela en la que enseñaba Raquel Ochoa e hice que la sacaran de clase. A pesar de ello, pareció contenta de volverme a oír.

– Hey. ¿Cómo anda la investigación?

– Nos estamos acercando -le mentí -. Por eso la he llamado. ¿Llevaba Elena un diario, o algún tipo de archivo?

– No. Ninguna de nosotras hemos sido escritoras de diarios. Jamás los hemos tenido.

– ¿Ni libretas de notas, grabaciones magnetofónicas, nada de eso?

– Las únicas cintas que le vi eran de música… tenía un cassette en su coche nuevo… y algunas cintas que Handler le dio para ayudarla a relajarse. Para dormir. ¿Por qué?

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