Los nueve restantes eran interesantes. Handler los había diagnosticado a todos como pacientes con problemas de desórdenes psicópatas. Naturalmente, estos diagnósticos no eran muy de fiar, vista la poca fe que tenía yo en sus juicios. Pero, no obstante, valía la pena examinar más a fondo aquellos historiales.
Todos ellos se encontraban entre las edades de dieciséis y treinta y dos años. La mayor parte de ellos le habían sido enviados por organismos oficiales: el Departamento de Libertad Condicional, la Protección Juvenil de California, iglesias locales. Un par de ellos habían tenido fuertes encontronazos con la ley. Al menos a tres de ellos se les consideraba violentos. De éstos, uno de ellos le había dado una paliza a su padre, otro había acuchillado a un compañero de la escuela y el tercero había empleado un automóvil para pasarlo por encima de alguien con el que había tenido una discusión violenta.
Un puñado de angelitos.
Ninguno de ellos había estado sometido a terapia durante mucho tiempo, lo que no resultaba sorprendente. La psicoterapia no tiene demasiado que ofrecerle a la persona que no tiene conciencia, ni moral, ni, en la mayoría de los casos, deseo alguno de cambiar. De hecho y por su propia naturaleza, el psicópata es un insulto a la moderna psicología, con sus corrientes filosóficamente igualitarias y optimistas.
Los terapeutas se hacen terapeutas porque en lo más profundo de su ser están convencidos de que la gente es buena y tiene la capacidad de cambiar a mejor. La noción de que haya individuos que, simplemente, sean malvados, gente mala, y que esa maldad no puede ser explicada por ninguna de las combinaciones existentes de la naturaleza y la educación, es algo que ataca a las más íntimas sensibilidades del terapeuta. El psicópata es para psicólogos y psiquiatras lo que el paciente de cáncer terminal es para el médico: una prueba que camina y respira de su inutilidad y fracaso.
Yo sabía que esa gente existía. Afortunadamente había conocido a un muy pequeño número de ellos, en su mayoría adolescentes, pero también a algunos niños. Recuerdo en particular a un niño, que aún no había cumplido los doce años, pero que poseía un rostro tan cínico, endurecido y de una sonrisa tan cruel que habría hecho estar orgulloso, de tenerla, a un condenado a cadena perpetua en San Quintín. Y me había dado su tarjeta profesional: un brillante rectángulo de rabioso color rosa con su nombre en él, seguido de la palabra Negocios.
Y desde luego había resultado ser un muchachito muy emprendedor. Animado por mis seguridades de que todo sería confidencial, me había hablado orgullosamente de las docenas de bicicletas que había robado, de los robos en domicilios que había cometido, de las niñas quinceañeras que había seducido. ¡Estaba muy complacido consigo mismo!
Había perdido a sus padres a la edad de cuatro años, en un accidente de aviación, y había sido criado por una desconcertada abuela que trataba de convencer a todo el mundo, y sobre todo a sí misma, de que, en el fondo, él era un buen chico. Pero no lo era. Era un mal chico. Cuando le pregunté si se acordaba de su madre, había puesto cara obscena y me había contado que, en las fotos que había visto de ella, tenía pinta de ser una tía buena. Y no era una postura defensiva por su parte, ese era su verdadero yo.
Cuanto más tiempo pasé con él, más me iba descorazonando. Era como ir pelando una cebolla y encontrarse con que cada una de las capas internas sucesivas estaba aún más podrida que la anterior. Era un chico malo, y lo era irremediablemente. Lo más probable era que fuese a peor.
Y no había nada que yo pudiera hacer. No tenía la menor duda que acabaría por dedicarse a una carrera antisocial. Si la sociedad tenía suerte, se limitaría a jugar a ser un timador, a raterías. Si no, se iba a derramar mucha sangre. La lógica dictaba que lo que había que hacer con él era encerrarlo y tirar la llave, apartarlo de toda posibilidad de hacer daño, confinarlo para protegernos a los demás. Pero el sistema democrático dictaminaba otra cosa y, puestas las cosas en la balanza, incluso yo estaba de acuerdo en que no tenía que ser de otro modo.
Y, sin embargo, aún había noches en que pensaba en aquel crío de once años y me preguntaba si no vería algún día su nombre en los periódicos.
Dejé a un lado los nueve historiales.
Milo tendría algo más de trabajo ya preparado.
10
Tres días de la vieja rutina de gastar suela de zapatos habían desgastado mucho a Milo.
– La lista del ordenador fue un fracaso total -se lamentó, desplomándose en mi sofá de cuero-. Todos esos bastardos o están de vuelta en chirona, o están muertos, o tenían una coartada. Y el informe del forense no nos ha dado tampoco ninguna solución mágica: sólo seis páginas y media de sangrientos detalles explicándonos lo que ya sabíamos desde un principio, en cuanto vimos los cadáveres: que a Handler y Gutiérrez los habían cortado como para hacer relleno de salchichas.
Le traje una cerveza, que se bebió de dos largos tragos. Le traje otra.
– ¿Y qué me dices de Handler? ¿Hay algo acerca de él? – le pregunté.
– Oh, sí, desde luego acertaste con tu primera impresión. El tipo ese no era el Señor Ética en persona. Pero eso tampoco nos lleva a parte alguna.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Hace seis años, cuando estaba en la consulta de un hospital, hubo algo que olía mal… un fraude al seguro. Handler y algunos otros tenían un truquito: metían un momento la cabeza en el consultorio, le decían hola a un paciente, y lo cargaban como una visita completa, que se supone que tiene que durar entre cuarenta y cinco y cincuenta minutos. Luego hacían una nota en el historial y cargaban otra visita, hablaban con una enfermera y otra visita más, hablaban con un doctor, etc. etc. Era un monton de pasta… cada uno de ellos podía decir que había hecho treinta o cuarenta visitas al día, a setenta y ochenta billetes la visita. Cuéntalo tú mismo.
– No me sorprende. Siempre se ha hecho eso.
– Seguro que sí. De todos modos, la cosa estalló porque uno de los pacientes tenía un hijo que era doctor y éste empezó a sospechar al leer su historial y ver todas esas visitas psiquiátricas. Y sobre todo porque el viejo llevaba tres meses inconsciente. Se le fue a chivar al Director Médico, quien echó la caballería encima de Handler y los otros. Lo mantuvo todo en secreto, a condición de que esos comecocos rufianes dimitiesen o se marcharan.
Seis años antes. Justo antes de que las notas de Handler hubieran empezado a convertirse en una chapuza sarcástica. Debía haberle resultado muy duro pasar de ganar cuatrocientos de los grandes al año a un miserable centenar. Y, además, tener incluso que trabajar para ganárselos. Eso puede amargar a un hombre…
– ¿Y no ves una posibilidad en eso?
– ¿Cuál? ¿Venganza? ¿De quién? Eran las compañías de seguros las que estaban siendo timadas. Por eso lo pudieron estar llevando a cabo durante tanto tiempo. Nunca cobraron un céntimo a los pacientes, sólo facturaban a sus seguros -dio un trago de cerveza-. He oído cosas muy malas de las compañías de seguros, amigo, pero no me las imagino mandando a Jack el Destripador para vengar su honor.
– Entiendo.
Se puso en pie y paseó por la habitación.
– Este maldito caso es una putada. Ya llevo una semana y no he logrado absolutamente nada. El capitán lo ve como un callejón sin salida. Ha sacado a Del de este asunto y me ha dejado a mi con toda la mierda en las manos. Mala suerte para el marica.
– ¿Otra cerveza? -se la tendí.
– Sí, maldita sea, ¿por qué no? Ahogarlo todo en alcohol – daba vueltas inquieto -. Te diré una cosa, Alex, tenía que haberme hecho maestro. El Vietnam me dejó con un gran agujero psíquico, ¿entiendes? Todas aquellas muertes para nada. Pensé que el hacerme policía me ayudaría a llenar el agujero, al capturar a malvados y todas esas cosas; que podría darle algún sentido a todo. ¡Dios, como me equivocaba!