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– ¿Cómo era él?

– Como usted dijo antes, un tipo raro. Demasiado bien vestido: chaqueta de terciopelo, pantalones hechos por un sastre, moreno de lámpara solar, con la camisa desabrochada para enseñar mucho vello del pecho… un vello gris y ensortijado. Sonreía mucho y en seguida empezó a mostrarse familiar conmigo. Me estrechaba la mano y la retenía demasiado tiempo. Se eternizaba con un beso de despedida… claro que no hacía nada de lo que una pudiera acusarle.

Las palabras casi eran idénticas a las que había dicho Roy Longstreth.

– ¿Escurridizo?

– Exactamente. Resbaladizo. Ya antes había buscado ella a ese tipo de gente. Yo no lo podía comprender… era una persona tan buena, tan real. Supongo que eso tiene algo que ver con el que perdiera a su papá cuando era tan niña. No tuvo un buen modelo del rol masculino. ¿Suena esto pausible?

– Seguro -la vida nunca era tan simple como los textos de psicología, pero la gente se sentía bien cuando encontraban respuestas.

– Él era una mala influencia para ella. Cuando comenzó a salir con él fue cuando se tiñó el cabello, se cambió de nombre y se compró toda esa ropa. Incluso fue y se compró uno de esos nuevos coches… un Datsun Z turbo.

– ¿Y cómo se lo podía permitir? -el coche costaba más de lo que ganaba un maestro en un año.

– Si está pensando que quizás él lo pagó, olvídelo. Se lo compró ella, a plazos. Ésa era otra de las cosas típicas de Elena: no tenía ni idea del valor del dinero. Tenía un agujero en la mano, por el que se le escapaba. Siempre bromeaba acerca de que iba a tener que casarse con un tipo rico, para poder pagar sus caprichos.

– ¿Se veían muy a menudo?

– Al principio sólo una o dos veces por semana. Pero hacia el final era como si se hubiera ido a vivir con él, yo ya casi nunca la veía. Sólo pasaba a recoger algunas cosas y a invitarme a que saliera con ellos.

– ¿Y usted aceptaba?

Se sintió sorprendida por la pregunta.

– ¿Bromea? No podía soportar el estar con ellos. Yo tengo mi propia vida. No necesitaba para nada ser la que está de más.

Una vida, sospechaba yo, de dar notas a los exámenes escritos hasta las diez y luego irse a la cama, con el camisón bien abotonado, con una novela de terror y una taza de cacao caliente.

– ¿Tenían amigos, otras parejas con las que se relacionasen?

– No tengo ni idea. Estoy tratando de decirle… que yo me mantenía alejada -una cierta tonalidad apareció en su voz y yo me retiré.

– Ella comenzó como paciente. ¿Tiene usted idea del motivo por el que empezó a ir a un psiquiatra?

– Me dijo que estaba deprimida.

– ¿Y usted no cree que lo estuviera?

– Hay gente con la que es difícil decirlo. Cuando yo me deprimo todo el mundo lo puede ver. Me encierro, no quiero saber nada de nadie. Es como si me hiciese pequeña y me metiese dentro de mí misma. Pero con Elena, ¿quién podía decirlo? No es que tuviera problemas para comer o para dormir, no, simplemente estaba un poco más callada.

– ¿Pero ella decía que estaba deprimida?

– No me lo dijo, hasta después de contarme que estaba yendo a ver a Handler… cuando yo le pregunté el porqué. Me dijo que se sentía hundida, que el trabajo la agobiaba.

Yo traté de ayudarla, pero ella me dijo que necesitaba algo más. Yo nunca fui muy amiga de psiquiatras y psicólogos – sonrió en plan de excusa-. Si una tiene amigos y familiares debería apañarse con ellos.

– Si con eso basta, estupendo. A veces es como dijo Elena, a veces se necesita más.

Ella apagó su cigarrillo.

– Bueno, supongo que es una suerte para ustedes que tanta gente esté de acuerdo con eso.

– Supongo que sí.

Se produjo un silencio incómodo. Lo rompí:

– ¿Le prescribió él alguna medicación?

– No, que yo sepa. Sólo hablaba con ella. Iba a verle cada semana, y después dos veces por semana, cuando murió uno de sus estudiantes. Entonces sí que estaba claro que se sentía deprimida: estuvo llorando durante días enteros.

– ¿Cuándo fue eso?

– Déjeme ver… fue poco después de que empezó a ir a ver a Handler, quizá después de que ya estuvieran saliendo… no lo sé. Hará unos ocho meses.

– ¿Cómo sucedió?

– Un accidente, un atropello. El chico estaba caminando por una carretera oscura por la noche y un auto le golpeó. Eso la destruyó a ella. Había estado trabajando con él durante meses. Era uno de sus milagros: todo el mundo pensaba que era mudo, pero Elena le hizo hablar – agitó la cabeza -. Un milagro. Y que entonces todo se vaya al diablo, así… Es algo tan sin sentido.

– Los padres del chico debieron de quedarse destrozados.

– No, no tenía padres. Era huérfano, venía de La Casa.

– ¿La Casa de los Niños? ¿En Malibú Canyon?

– Seguro. ¿Qué es lo que le sorprende? Nos contratan para darles una educación especial a algunos de sus niños. Lo hacen con varias escuelas locales. Forma parte de un fondo estatal, o algo así. Para ir introduciendo a los niños sin familia en la comunidad.

– No me sorprende nada -mentí -. Lo que sucede es que me parece muy triste que una cosa así le suceda a un huérfano.

– Sí. La vida no es justa -tal declaración pareció darle alguna satisfacción.

Miró a su reloj.

– ¿Algo más? Tengo que irme.

– Una cosa más. ¿Recuerda el nombre del chico que murió?

– Nemeth. Cary o Corey. Algo así.

– Gracias por su tiempo. Me ha sido de mucha ayuda.

– ¿Si? No veo cómo, pero me alegra, si esto le lleva más cerca de ese monstruo.

Tenía una visión tan concreta del asesino, que Milo hubiera sentido envidia.

Fuimos de vuelta a la escuela y la acompañé hasta su coche.

– De acuerdo -dijo ella.

– Gracias de nuevo.

– No hay de qué. Si tiene más preguntas puede volver otra vez -era lo más atrevida que se iba a mostrar… para ella era el equivalente a invitarme a su casa. Me hizo sentir triste, al saber que no había nada que yo pudiese hacer por ella.

– Lo haré.

Sonrió y me tendió la mano. Yo se la estreché, cuidando no retenerla demasiado.

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Nunca he creído demasiado en las coincidencias. Supongo que se debe a que la noción de que la vida está gobernada por la colisión al azar de las moléculas en el espacio, me llega hasta lo más hondo de mi identidad profesional. Después de todo, ¿para qué pasar todos estos años aprendiendo cómo ayudar a la gente a cambiar, si el cambio deliberado es una pura ilusión? Pero, aun si yo estuviera dispuesto a aceptar a los hados que todo lo predeterminan, me hubiera resultado difícil ver como una coincidencia el hecho que Cary o Corey Nemeth (fallecido), estudiante de Elena Gutiérrez (fallecida) hubiera sido residente de la misma institución en la que Maurice Bruno (fallecido) trabajaba como voluntario.

Era hora de enterarse de más cosas sobre La Casa de los Niños.

Me fui a casa y busqué entre las cajas de cartón que tenía almacenadas en el garaje desde que dejé el trabajo, hasta hallar los archivos de teléfonos de mi vieja oficina. Encontré el número de Olivia Brickerman en el Departamento de Servicios Sociales y lo marqué. Trabajadora social durante más de treinta años. Olivia sabía más de los intríngulis oficiales que cualquiera otra persona en la ciudad.

Una grabación me contestó, informándome que el D.S.S. había cambiado de número de teléfono. Marqué el nuevo número y otra grabación me dijo que esperara. Una cinta de Barry Manilow entró en la línea. Me pregunté si la ciudad pagaría derechos por usar aquella grabación: música para esperar que se ponga el encargado de su caso.

– Departamento de Servicios Sociales.

– La señora Brickerman, por favor.

– Un momento, señor -dos minutos más de Manilow y luego-: Ya no trabaja en esta oficina.

– ¿Podría usted decirme dónde podría encontrarla, por favor?

– Un momento -y de nuevo me informaron de quién escribía la música que hacía a todo el mundo cantar-. La señora Brickerman trabaja ahora en el Grupo Médico- Psiquiátrico de Santa Mónica.

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