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– Cuando nos trasladamos a Echo Park, los Gutiérrez se trasladaron con nosotros. Los chicos siempre se estaban metiendo en líos: pequeñas travesuras, bromas pesadas. Elena y yo éramos buenas chicas. Unas santitas, en realidad; las monjas nos querían mucho -sonrió -. Estábamos tan unidas como si fuéramos hermanas. Y, como si fuéramos hermanas, había mucha competitividad entre nosotras. Ella siempre fue más bonita.

Leyó la duda en mi rostro.

– De veras. Yo era una niña muy delgadita. Tardé mucho en desarrollarme. Elena era voluptuosa, blandita. Los chicos la seguían a todas partes con la lengua caída. Ya incluso cuando ella tenía once años y yo doce. Mire -buscó en su bolso y sacó una foto. Más memorias fotográficas-. Éstas somos Elena y yo. En la escuela secundaria. Dos chicas estaban recostadas en una pared repleta de pintadas. Vestían uniformes de esos de los colegios católicos: blusas bancas de manga corta, faldas grises y zapatones. Una era pequeñita, delgada y oscura. La otra le pasaba una cabeza, tenía curvas que el uniforme no podía ocultar y una tez sorprendentemente clara.

– ¿Era rubia ella?

– Sorprendente, ¿no? Algún alemán que violó a una antepasada, sin duda. Luego aún se le aclaró más, hasta parecer toda una americana. Se sofisticó, cambió su nombre a Elaine, gastó cantidad de dinero en ropa, en su coche – se dio cuenta de que estaba criticando a la muerta y rápidamente cambió de canción-. Pero, debajo de todo aquello, era una persona con verdaderos valores. Era una maestra realmente dotada… y no hay muchas así. Enseñaba a los niños retardados, ¿sabe?

Las clases que daba Elena no eran para minusválidos, pero sí para niños que tenían problemas para aprender. Esa categoría podía incluirse desde niños brillantes con problemas perceptivos específicos, hasta chavales cuyos problemas emocionales se inmiscuían en el camino hacia el aprender a leer y escribir. El enseñar a los retardados era muy duro. Podía ser una frustración constante o un reto estimulante. Todo dependía de las motivaciones, energía y talento del maestro.

– Elena tenía un verdadero don para hacerles abrirse a ella… esos niños con los que nadie quiere trabajar. Tenía paciencia. Viéndola, uno nunca lo hubiera supuesto: era muy… vistosa. Usaba mucho maquillaje y se vestía en plan provocativo. A veces parecía una furcia, pero no tenía ningún miedo a tirarse por el suelo con los chicos, ni le importaba ensuciarse las manos. Lograba meterse en sus cabezas. Estaba muy dedicada a ellos. Los niños la querían mucho. Mire.

Otra foto. Elena Gutiérrez rodeada por un grupo de niños sonrientes. Ella estaba arrodillada y los niños se le estaban subiendo encima, le tiraban del borde de la falda, le ponían las cabezas en el regazo. Era una joven alta y bien hecha, más guapa que hermosa, con una mirada abierta y natural, con su cabello amarillo en un peinado muy estudiado, que rodeaba un rostro ovalado y contrastaba de forma espectacular con sus facciones hispánicas. Exceptuando esas facciones, ella era la clásica chica de California, el tipo que debiera haber encontrado uno tirada boca abajo en la arena de Malibú, con la parte superior del bikini suelta y la suave espalda morena expuesta al sol. Una chica para los anuncios de colas y las demostraciones de camionetas con el interior decorado, una chica que bajase corriendo al super, con sujetador y un pantalón corto, a por un cartón de seis cervezas. Una chica que no debiera haber acabado como carne maltrecha y sin vida en un cajón refrigerado, en la otra parte de la ciudad.

Raquel Ochoa tomó la foto de mis manos y creí ver celos en su rostro.

– Está muerta – dijo, metiéndola de nuevo en su bolso y frunciendo el entrecejo, como si yo hubiera cometido algún tipo de herejía.

– Parece que la adoraban -comenté.

– Así era. Ahora han puesto en su lugar a una vieja chocha, a la que no le interesa un pimiento enseñar a esos chicos. Lo han hecho ahora que Elena… se ha ido.

Empezó a llorar, usando su servilleta para tapar su rostro a mi mirada. Sus delgados hombros se estremecían. Se hundió en el asiento, como tratando de desaparecer, sollozando.

Me alcé, me coloqué a su lado y le puse los brazos alrededor de sus hombros. Parecía tan frágil como una tela de araña.

– No, no. Estoy bien -pero se acercó más a mí, hundiéndose en las arrugas de mi chaqueta, como haciendo un agujero en el que pasar el largo y frío invierno.

Mientras la abrazaba, me di cuenta de que me agradaba. Olía bien. Tenía entre mis brazos a una persona sorprendentemente sueve y femenina. Tuve la fantasía de alzarla en mis brazos, ligera y vulnerable, y llevarla hasta la cama, en donde podría hacer callar sus gemidos de dolor con la panacea definitiva: el orgasmo. Una fantasía estúpida, porque se necesitaría algo más que una follada y un abrazo para resolver sus problemas. Estúpida porque este encuentro no había sido para eso. Noté un molesto calor y tensión en mi bajo vientre. La tumescencia, alzando su inoportuna cabeza cuando menos se la necesitaba. Sin embargo, la seguí asiendo, hasta que fueron disminuyendo los sollozos y su respiración se tornó regular. Pensando en Robin, la solté al fin y regresé a mi lado de la mesa.

Ella evitó mis ojos, sacó su maquillaje y se arregló la cara.

– Esto ha sido una verdadera tontería.

– No, no lo ha sido. Así es como se hacen las eulogias.

Lo pensó un momento y consiguió mostrar una débil sonrisa.

– Sí, supongo que tiene razón -se inclinó sobre la mesa y colocó una pequeña mano sobre la mía -. Gracias, la echo tanto a faltar.

– Lo comprendo.

– ¿De veras? -apartó la mano, repentinamente enfadada.

– No, supongo que no. Nunca he perdido a nadie que representara tanto para mí. ¿Aceptaría usted un serio intento de lograr empatia?

– Lo lamento, he sido muy mal educada… desde el momento en que apareció usted. Ha sido tan duro; todos esos sentimientos… la tristeza, el vacío, y la ira contra el monstruo que lo hizo… Porque tuvo que ser un monstruo, ¿no?

– Sí.

– ¿Lo cazarán ustedes? ¿Lo cazará ese detective grandote?

– Es un tipo muy capaz, Raquel. A su estilo, es alguien muy dotado. Pero tiene muy poco con lo que ir adelante.

– Sí. Supongo que yo podría ayudarles, ¿no es así?

– Nos iría muy bien.

Encontró un cigarrillo en su bolso y lo encendió con las manos temblorosas. Dio una profunda chupada y lanzó el humo.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Para comenzar, ¿qué tal si empezásemos con aquello tan sabido: tenía algún enemigo?

– La respuesta también es sabida: no, era una chica muy querida y muy popular. Y, además, quienquiera que hiciese aquello no era conocido de ella; ella no conocía a gente así -se estremeció, enfrentándose a su propia vulnerabilidad.

– ¿Salía con muchos hombres?

– Las mismas preguntas -suspiró-. Salía con unos pocos hombres antes de conocerle a él. Luego, ya sólo eran ellos dos, como pareja.

– ¿Cuándo empezó a verlo?

– Empezó como paciente casi hace un año. Me resulta difícil saber cuándo empezó a acostarse con él. Ella no hablaba conmigo sobre ese tipo de cosas.

Me podía imaginar que la sexualidad había sido un tópico tabú para aquellas dos buenas amigas. Con la educación que habían recibido tenían que haber tenido muchos conflictos. Y, con lo que yo había visto de Raquel y oído de Elena, era seguro que se habían dedicado a resolver esos conflictos de modos muy diferentes: una se había convertido en la chica de las fiestas, la mujer que es de un hombre; la otra, atractiva pero viéndose en conflicto con el mundo. Miré al otro lado de la mesa al oscuro y serio rostro y supe que su cama estaría llena de espinas.

– ¿Le contó que estaba teniendo un asunto?

– ¿Un asunto? Eso era demasiado ligero y aéreo. Él violó su ética profesional y ella picó – echó humo con el cigarrillo-. Ella estuvo hablándome en risitas de él, durante una semana, y luego se puso seria y me dijo lo maravilloso que era. Yo sumé dos más dos y me salió cuatro. Un mes más tarde él ya vino a buscarla a nuestra casa. Ya era oficial.

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