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– Evíteme los detalles -volvió los ojos a su papeleo.

– Sólo quiero hablar con usted unos minutos. Acerca de su amiga.

– Le dije a aquel detective grandote todo lo que sabía.

– Es sólo una comprobación.

– ¡Qué minuciosos! -tomó su lápiz rojo y comenzó a dar trazos airados sobre el papel. Lo sentí por los estudiantes cuyo trabajo estaba siendo objeto de su escrutinio en aquel momento en particular.

– Esto no es una investigación psicológica, si es eso lo que la preocupa. Es…

– No me preocupa nada. Ya le dije todo a él.

– Él no lo cree así.

Dio un golpe con el lápiz. La punta se rompió.

– ¿Me está llamando usted mentirosa, señor doctor? – su forma de hablar era correcta y articulada, pero aún tenía un deje latino.

Me alcé de hombros.

– Las etiquetas no son importantes. Sí lo es el averiguar tanto como sea posible de Elaine Gutiérrez.

– Elena -escupió ella-. Y no hay nada que contar. Deje que la policía haga su trabajo y que no sigan enviando científicos a husmear y molestar a la gente ocupada.

– ¿Demasiado ocupada como para ayudar a encontrar al asesino de su amiga?

La cabeza se irguió de una sacudida. Se echó hacia atrás, de un manotazo, un mechón de cabello rebelde.

– Por favor, vayase – dijo entre dientes -. Tengo trabajo que hacer.

– Sí, ya lo sé. Usted ni siquiera come con los otros maestros. Es en demasiado delicada y seria… en eso es lo que tuvo que convertirse para salir del barrio… y eso la coloca por encima de las normas de la cortesía habitual.

Se puso en pie, en todo su metro y medio de altura. Por un momento pensé que me iba a abofetear, porque echó la mano hacia atrás. Pero se contuvo y me miró.

Podía notar la oleada de ácido que venía en mi dirección, pero mantuve la mirada. Jaroslav hubiera estado muy orgulloso de mí.

– Estoy ocupada -dijo al fin, pero había un tono como de súplica en la afirmación, cual si estuviera tratando de convencerse a sí misma.

– No quiero llevármela de crucero. Sólo quiero hacerle algunas preguntas acerca de Elena.

– ¿Qué clase de psicólogo es usted? No habla como ellos acostumbran.

Le di una historia, resumida y vaga, acerca de mi relación con el caso. Me escuchó y creí ver que se suavizaba.

– Un psicólogo de niños. Podríamos usar a alguien como usted por aquí.

Miré alrededor de la sala y conté cuarenta y seis banquetas en un espacio para veintiocho.

– No sé qué es lo que iba a poder hacer… ¿quizás ayudarla a atarlos?

Ella se echó a reír, luego se dio cuenta de lo que estaba haciendo y cortó, como si de una mala conexión telefónica se tratase.

– No vale la pena hablar de Elena -me dijo -. Sólo se metió… en líos, por su relación con ese…

Se le acabó la voz.

– Sé que Handler era un mal tipo. El detective Sturgis, ese poli grandote, también lo sabe. Y posiblemente usted tiene razón en que ella sólo fue una víctima inocente. Pero vamos a asegurarnos, ¿vale?

– ¿Hace esto muy a menudo? Quiero decir el trabajar para la policía -estaba evadiendo mi pregunta.

– No, estoy jubilado.

Me miró con incredulidad.

– ¿A su edad?

– Me quemé.

Esto si que fue un gol. Dejó que la máscara le cayera un poco y apareciese la humanidad que había debajo.

– Desearía poder permitírmelo. Eso de jubilarme.

– Sé lo que quiere decir. Debe ser una locura trabajar con toda esta burocracia – lancé el cebo de la simpatía… al fin y al cabo, los administrativos son el objeto de todas las iras de los enseñantes. Si no picaba con aquello, ya no sabía qué iba a poder utilizar para establecer una buena relación. Me miró con suspicacia, buscando señales de que estaba mostrándome paternalista con ella.

– ¿No trabaja nada, nada? -me preguntó.

– Hago alguna investigación en plan free- lance. Eso ya me tiene lo bastante ocupado.

Charlamos un poco más, acerca de las vaguedades del trabajo escolar. Ella evitó cuidadosamente hablar de nada personal, manteniéndolo todo en el reino de la sociología popular… lo pútridas que son las cosas cuando los padres no quieren verse implicados, emotiva e intelectualmente, con sus hijos, lo difícil que es enseñar cuando la mitad de los chicos vienen de hogares rotos y están tan alterados que apenas si pueden concentrarse, la frustración de tratar con unos administradores que han dado ya todo por perdido y cuya única ambición en la vida es aguantar hasta que llegue el momento de cobrar sus pensiones, la ira que provoca el hecho de que el salario inicial de un maestro es inferior al de un basurero. Ella tenía veintinueve años y había perdido ya todo rastro de idealismo, que le hubiera aún quedado tras la transición del Este de Los Ángeles al mundo de la burguesía angloparlante.

Cuando se ponía a hacerlo, desde luego hablaba sin parar, con sus ojos negros lanzando chispas, las manos gesticulando… revoloteando por los aires como dos golondrinas marrones.

Yo me senté frente a ella, como si fuera el chico favorito de la maestra y la escuché, dándolo eso que todo el mundo quiere cuando está descargando: empatia, un gesto de comprensión. Parte de ello estaba calculado: yo quería abrir una brecha en ella, con el fin de averiguar más acerca de Elena Gutiérrez… pero parte era mi vieja personalidad terapéutica, totalmente genuina.

Estaba empezando a pensar que había logrado abrirme paso hasta ella, cuando sonó el timbre. De nuevo se convirtió en una maestra, el árbitro de lo bueno y lo malo.

– Tiene que irse ya. Los niños van a regresar.

Me alcé y me apoyé en su escritorio.

– ¿Podemos hablar más tarde? ¿De Elena?

Ella dudó, mordisqueándose el labio. El sonido de la estampida comenzó como un rumor débil hasta hacerse atronador. Voces de timbre agudo fueron gritante cada vez más cerca.

– De acuerdo. Acabo a las dos treinta.

La oferta de invitarla a tomar una copa hubiera sido un error. Manténlo todo muy profesional, Alex.

– Gracias. La esperaré en la verja.

– No. Espéreme en el aparcamiento para profesores. En el lado sur del edificio -lejos de los ojos curiosos.

Su coche era un polvoriento Vega blanco. Caminó hacia el mismo llevando un montón de libros y papeles, que le llegaba hasta la barbilla.

– ¿Puedo ayudarla?

Me entregó la carga, que debía de pesar al menos cinco kilos, y se tomó un minuto en hallar las llaves. Me fijé en que se había maquillado: se había puesto sombra en los ojos, lo que acentuaba la profundidad de sus órbitas. Tenía el aspecto de una chica de dieciocho años.

– No he comido aún -me dijo. Era menos una insinuación para una invitación que una queja.

– ¿No lleva su bolsa marrón?

– La tiré. Me preparo unas comidas espantosas. Y en un día como éste no hay quien se las trague. Hay un sitio que dan buenas costillas, en Wilshire.

– ¿Quiere que vayamos en mi coche? Ella se miró al Vega.

– Claro, ¿por qué no? Además, voy baja de gasolina. Tire eso en el asiento delantero -dejé los libros y ella cerró el coche-. Pero yo me pagaré mi comida.

Salimos del terreno escolar. La llevé hasta el Seville. Cuando lo vio se le alzaron las cejas.

– Debe de ser usted un buen inversor.

– He tenido suerte, de vez en cuando.

Se hundió en el suave cuero y lazó un suspiro. Yo me metí tras el volante y puse en marcha el motor.

– He cambiado de idea -me dijo-. Usted paga la comida.

Comió meticulosamente, cortando la carne en pequeños pedacitos, pinchando cada uno de ellos por separado y metiéndoselos en la boca, limpiándose ésta con la servilleta después de cada tercer bocado. Apostaría algo a que era muy dura a la hora de dar notas.

– Era mi mejor amiga -dijo, dejando el tenedor y tomando el vaso de agua-. Crecimos juntas en el Este de Los Angeles. Rafael y Andy, sus hermanos, jugaban con Miguel.

A la mención de su hermano muerto, sus ojos se nublaron y luego se hicieron tan duros como la obsidiana. Apartó el plato. Se había comido sólo la cuarta parte de su comida.

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