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– ¿Y cuánto dura eso?

– En alguna gente nunca desaparece. Para el resto de nosotros se trata de un proceso gradual. Cuando cumplimos los ocho o nueve, vemos las cosas con más claridad… pero, a cualquier edad, un adulto puede manipular a los niños, convencerles de que lo que pasa es por su culpa.

– Tontos -murmuró Milo-. Entonces, ¿cómo te las apañas para arreglarles el coco?

– Hay que saber cómo piensan los chicos a las distintas edades. Sus estadios de desarrollo. Hablas su idioma. Te conviertes en un especialista en lenguaje.

– ¿Eso es lo que tú haces?

– Eso es lo que yo hago.

Unos minutos más tarde preguntó:

– ¿Crees que el sentimiento de culpabilidad es malo?

– No necesariamente. Forma parte de eso que nos tiene en pie. Sin embargo, si se tiene mucho puede dejarle a uno baldado.

Asintió con la cabeza.

– Aja, me gusta eso que dices. Los comecocos siempre dicen que la culpa es algo que no hay que sentir. En cambio, tu opinión me parece más correcta. Te diré una cosa, no nos iría mal con un poco más de sentimiento de culpabilidad. El mundo está lleno de jodidos salvajes enloquecidos…

En aquel momento no había forma de que yo pudiera discutirle eso.

Hablamos un poco más. El alcohol tiraba de nuestra consciencia y empezamos a reír, luego a llorar. El barman dejó de secar los vasos y se puso a mirarnos.

Había sido un período bajo, gravemente bajo, de mi vida y recordaba quién había estado a mi lado para ayudarme a superarlo.

Contemplé a Milo y le vi mordisquear los últimos pedacitos de pera, con unos dientes curiosamente pequeños y afilados.

– ¿Dos horas? -le pregunté.

– A lo sumo.

– Dame una hora o así para prepararme y acabar unas cosas.

El haberme convencido para que le ayudara no parecía haberle animado mucho. Asintió con la cabeza y suspiró cansinamente.

– De acuerdo. Iré a comisaría y me ocuparé de mi trabajo pendiente -nueva consulta a su Timex-. ¿A mediodía?

– Perfecto.

Fue hasta la puerta, la abrió, salió al porche y lanzó el corazón de la pera sobre la baranda, hacia la maleza que había abajo. Empezando a bajar las escaleras se paró a la mitad y volvió la vista hacia mí. La brillante luz del sol le dio en el marcado rostro y lo convirtió en una máscara pálida. Por un momento, temí que fuera a ponerse sentimental.

No debía haberme preocupado.

– Escucha, Alex, ya que vas a quedarte aquí… ¿puedo tomar prestado ese Caddy? Eso está empezando a caerse a pedazos -señaló acusadoramente a su viejo Fiat-. Ahora es el starter.

– Lo que pasa es que estás enamorado de mi coche – entré en la casa, tomé el juego extra de llaves y se las tiré.

Las cazó al vuelo como un campeón de béisbol, abrió la puerta del Seville y se apretujó en el interior, ajustando el asiento para poder meter sus largas piernas. El motor se puso en marcha de inmediato, ronroneando con vigor. Con todo el aspecto del quinceañero que va por primera vez a una fiesta con el cacharro de su padre, se perdió al otro lado de la colina.

2

Mi vida había sido frenética desde la adolescencia: estudiante de sobresaliente para arriba, había entrado en la universidad a los dieciséis, pagándome los estudios trabajando de guitarrista, y había logrado un doctorado en la Universidad de California de Los Ángeles en Psicología Clínica, a la edad de veinticuatro. Había aceptado entrar como interno al norte, en el Instituto Langley Porter, y luego había regresado a Los Ángeles a completar un curso postdoctoral en el Centro Médico Pediátrico del Oeste. Acabado ya mi entrenamiento había conseguido un puesto en el cuadro médico del hospital y simultáneamente un puesto como profesor en la Facultad de Medicina afiliada al Centro Médico. Había visitado a montones de pacientes y publicado montones de artículos científicos.

A los veintiocho era ayudante de cátedra de Pediatría y Psicología y director de un programa de apoyo a los jóvenes enfermos. Tenía un título demasiado largo como para que mis secretarias pudieran memorizarlo y no dejaba de publicar artículos, construyéndome una torre de papel en cuyo interior vivía yo: estudios de casos, experimentos controlados, prospecciones, monografías, capítulos de libros de texto y un esotérico volumen, del que era autor en solitario, acerca de los efectos psicológicos de las enfermedades crónicas en los niños.

Mi estatus era exaltado, la paga no tanto. Empecé a hacer horas extra, buscándome pacientes privados en un consultorio realquilado a un analista de Beverly Hills. El número de mis pacientes fue en incremento, hasta que me encontré trabajando sesenta horas a la semana y corriendo entre el hospital y la consulta como una hormiga obrera enloquecida.

Entré en el mundo de los que estafan en los impuestos tras descubrir que, sin algunos olvidos y triquiñuelas legales, iba a estarle pagando a Hacienda más de lo que yo consideraba un buen sueldo anual. Contraté y despedí contables, compré terrenos en California, antes del boom y los vendí con unos beneficios de escándalo, comprando más. Me convertí en propietario de una casa de apartamentos que yo mismo controlaba: otras cinco a diez horas a la semana. Mantenía a un batallón de personal de servicios: jardineros, fontaneros, pintores y electricistas. Recibía montones de calendarios de Navidad.

A la edad de treinta y dos años llevaba un régimen de trabajo ininterrumpido que me tenía al borde de la extenuación, agarrando unas pocas horas de nervioso sueño de vez en cuando y levantándome para trabajar un poco más. Me dejé barba, para ahorrarme los cinco minutos del afeitado por las mañanas. Cuando me acordaba de comer, era comida de las máquinas expendedoras del hospital y la tragaba apresuradamente, mientras corría por los pasillos, con la bata blanca ondeando al viento, el bloc de notas en una mano, cual si fuera un increíble loco de la velocidad. Era un hombre poseído por una misión… aunque fuera una misión totalmente estúpida.

Era un hombre de éxito

En una vida como ésa, quedaba bien poco tiempo para el romance. Tuve alguna que otra relación carnal, frenética y sin significado, con enfermeras, doctoras internas, estudiantes graduadas y trabajadoras sociales. Sin olvidar a la secretaria cuarentona, de estupendas piernas, que, si me hubiera parado a pensar, me hubiera dado cuenta que no era mi tipo, que me cautivó durante veinte minutos de estremecimientos tras las estanterías repletas de archivadores del almacén de historiales clínicos.

De día eran reuniones de comité, trabajo burocrático, tratar de solucionar los pequeños enfrentamientos del equipo y más papeleo. Por la noche era enfrentarse con la marea de quejas paternas a las que llega a acostumbrarse el terapeuta infantil y dar ayuda y aliento a los pequeños atrapados en el fuego cruzado.

En mi tiempo libre recibía las quejas de los inquilinos, hojeaba el Wall Street Journal para medir mis pérdidas y ganancias y me abría paso entre montañas de cartas, la mayor parte de ellas de tipos de buen traje y sempiterna sonrisa que, al parecer, tenían el método infalible para hacerme rico. Fui nombrado Joven Excepcional, por una gente que, al parecer, lo que buscaban era venderme por cien dólares su directorio, encuadernado en piel, de los otros individuos similarmente honrados. A mitad del día había momentos en los que, de repente, me resultaba difícil respirar, pero no hacía caso de aquello: estaba demasiado ocupado como para poder dedicarme a la introspección.

En este remolino entró Stuart Hickle.

Hickle era un hombre silencioso, un técnico de laboratorio jubilado. Tenía todo el aspecto del vecino amable de las comedias costumbristas: alto, algo encorvado, cincuentón, amante de los jerseys gruesos y las pipas. Sus gafas de carey grueso colgadas de lo alto de una delgada y respingona nariz protegían unos ojos amables, del color del agua sucia. Tenía una sonrisa benigna y modales avunculares.

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