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– Podría haber resultado ser una buena testigo.

– ¿Acaso son siempre fáciles las cosas? -puso en marcha el motor, tras tres intentos -. Lamento haberte echado a perder la noche.

– Tú no has sido. Ha sido él.

– Olvídalo, Alex. Los tontos del culo son como las malas hierbas: cuesta un horror deshacerse de ellos y, cuando lo logras, otro crece en el mismo lugar. Eso es lo que llevo haciendo desde hace ocho años: tirando líquido para matar las malas hierbas y viéndolas volver a crecer, más de prisa de lo que yo puedo eliminarlas.

Sonaba cansado y tenía aspecto de anciano. Salí del coche y me incliné hacia la ventanilla.

– Te veré mañana.

– ¿Cómo?

– Los archivos. Tenemos que repasar los archivos de Handler. Yo podré descubrir más rápido que tú cuáles son los peligrosos.

– Bromeas.

– Ni hablar. Llevo encima un Zeigarnik montruoso.

– ¿Un qué?

– Un Zeigarnik. Fue una psicóloga rusa que descubrió que los trabajos no acabados le dan tensión a la gente. Le dieron al fenómeno su nombre: el efecto Zeigarnik. Y, como la mayoría de los chicos con mucha suerte yo lo tengo muy grande.

Me miró como si estuviera diciendo tonterías.

– Aja. Correcto. ¿Y es lo bantante grande ese Zeigarnik como para que le dejes entrometerse en tu reposada vida?

– ¡Qué infiernos, la vida estaba volviéndose aburrida! – le di una palmada en la espalda.

– Como quieras -se alzó de hombros -. Saludos a Robin.

– Y tú saluda a tu doctor.

– Si sigue allí cuando regrese. Estas llamadas en mitad de la noche están poniendo a prueba nuestra relación – se rascó el rabillo del ojo y resopló.

– Estoy seguro de que lo soportará, Milo.

– ¿Oh, si? ¿Y por qué lo crees?

– Si estaba tan loco como para empezar fijándose en ti, seguro que lo está para aguantarte.

– Eres muy tranquilizador, amigo -puso el Fiat en primera y se marchó de prisa.

9

En el momento de su asesinato, Morton Handler había estado ejerciendo como psiquiatra desde hacía algo menos de quince años. Durante ese período había visitado o tratado a algo más de dos mil personas. Los historiales de esos pacientes estaban guardados en sobres marrones y metidos, ciento cincuenta por caja, en recipientes de cartón que estaban cerrados con cinta adhesiva y estampados con el sello del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Milo llevó esas cajas a mi casa, ayudado por un pequeño detective, calvo y negro, llamado Delano Hardy. Resoplando y jadeando fueron metiendo las cajas en mi comedor. Pronto pareció que estuviera en pleno traslado, yéndome o llegando.

– No es tan malo como parece -me aseguró Milo-. No tendrá que mirarlos todos, ¿verdad, Del?

Hardy encendió un cigarrillo y asintió con la cabeza.

– Ya hemos realizado un repaso preliminar -me dijo -. Eliminamos a todos los que sabíamos que han fallecido. Imaginamos que era poco probable que resultasen sospechosos.

Los dos rieron. Un chiste de policías.

– Y el informe del forense -continuó-, dice que a Handler y a la chica los cortó alguien con mucho músculo. Al primer intento a él le hizo un corte en el cuello que llegó limpiamente hasta la espina dorsal.

– Lo que significa -le interrumpí -, que ha sido un hombre.

– Podría ser una dama infernalmente fuerte -se rió Hardy -, pero apostamos por un tío.

– Hay seiscientos pacientes del sexo masculino -añadió Milo-. Esas cuatro cajas de ahí.

– Además -dijo Hardy -, le hemos traído un regalito.

Me entregó un paquetito envuelto en papel de Navidades, verde y rojo, con un motivo de trompas y ramas de muérdago. Estaba atado con una cinta roja.

– No pude encontrar ningún otro papel -me explicó Hardy.

– Esperamos que te guste -añadió Milo. Empezaba a sentirme como si fuera la audiencia de una de esas comedias de chistes malos. En Milo se había producido una curiosa transformación: en presencia de otro detective se había distanciado de mí y había adoptado el comportamiento burlón, sabihondo y duro del policía veterano.

Desenvolví la caja y la abrí. Dentro, sobre un lecho de algodón, había una placa de identificación del Departamento de Policía de Los Ángeles, laminada en plástico. Llevaba una foto mía como la de mi carnet de conducir, con esa mirada extraña, como congelada, que parecen tener todas las fotos oficiales. Bajo la imagen estaba mi firma, también tomada del carnet, mi nombre impreso, mi grado académico y el título: «Consejero Especialista». La realidad imitaba a la ficción.

– Me habéis emocionado…

– Póntela -me dijo Milo-. Que sea un acto oficial. La galleta no era muy diferente a la que había usado en el Pediátrico de Oeste: llevaba detrás un imperdible. Me la colgué de la camisa.

– Muy atractivo – dijo Hardy-. Con eso y diez centavos puede hacer una llamada de teléfono local.

Buscó en su bolsillo y sacó un pedazo de papel doblado.

– Ahora, si me hace el favor de leer esto y firmarlo – me tendió una pluma.

– Aquí dice que no tienen que pagarme por esto.

– Justo – dijo Hardy con fingida y burlona tristeza -. Y si se corta con el borde de un papel mientras revisa el archivo, no puede ponerle un pleito al Departamento.

– Esto hace felices a los jefazos, Alex -me dijo Milo. Me alcé de hombros y firmé.

– Ahora -me dijo Hardy -, ya es usted un experto oficial del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.

– Me recuerda al gallo aquel que no dejaba tranquilas a las gallinas del gallinero, de modo que lo castraron y lo nombraron «Consejero».

– Muy alentador, Del.

– Cualquier amigo de Milo lo es mío y todas esas chorradas…

Milo, mientras tanto estaba abriendo las cajas precintadas con una navaja de las del Ejército suizo. Sacó los historiales a docenas y fue haciendo cuidados montones que cubrieron la mesa del comedor.

– Están por orden alfabético, Alex. Puedes irlos mirando y separar los casos raros.

Acabó de disponer las cosas y él y Hardy se prepararon para marcharse.

– Del y yo estaremos hablando con los tipos malos del listado del ordenador.

– Nos dan el trabajo ya preparado -dijo Hardy. Se chasqueó los huesos de los dedos y buscó un lugar en el que dejar el cigarrillo, que ya había fumado hasta el filtro.

– Tírelo al retrete. Salió para hacerlo.

Cuando estuvimos solos, Milo me dijo:

– Realmente aprecio lo que estás haciendo, Alex. No te mates a trabajar… no trates de mirarlo todo hoy.

– Haré todo lo que pueda, hasta que me comiencen a doler los ojos.

– Vale. Te llamaremos un par de veces, para ver si tienes algo en lo que podamos trabajar mientras estamos por las calles.

Hardy regresó arreglándose el nudo de la corbata. Iba muy elegante con su traje azul marino de tres piezas, camisa blanca, corbata rojo sangre y brillantes zapatos negros acharolados. A su lado, a Milo se le veía más desmañado que nunca con sus pantalones colgando arrugados y su deformada chaqueta deportiva de franela.

– ¿Estás dispuesto? -preguntó Hardy.

– Dispuesto. -Adelante.

Cuando se hubieron ido puse un disco de Linda Rondstad en el tocadiscos. Y empecé mi investigación a los acordes de Poor, Poor pitiful Me.

El ochenta por ciento de los pacientes masculinos del archivo caía dentro de dos categorías: o bien ejecutivos adinerados, enviados a la consulta por sus médicos de cabecera, con una serie de síntomas relacionados con el estrés: anginas, impotencia, trastornos abdominales, dolores de cabeza crónicos, insomnios, erupciones cutáneas de origen desconocido… y luego los hombres deprimidos, de todas las edades. Revisé éstos y separé el restante veinte por ciento para una investigación más a fondo.

Cuando empecé no sabía nada acerca del tipo de psiquiatra que había sido Morton Handler, pero tras varias horas de revisar sus dossiers comencé a formarme una imagen de él, una imagen que distaba mucho de ser la de un santo.

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