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Yo fui quien la detuvo.

– ¿Qué es lo que te pasa?

No hay nada que uno pueda decir en una situación como aquella que no suene a lugar común o a totalmente idiota, o quizá a ambas cosas. Opté por las dos.

– Lo lamento. No lo tomes como algo personal.

Ella se irguió de un tirón, se atareó en cerrar, abrochar y arreglarse el cabello.

– ¿Y de qué otro modo puedo tomármelo?

– Eres muy deseable.

– Mucho.

– ¡Maldita sea, me atraes! Me gustaría mucho hacer el amor contigo.

– Entonces, ¿qué es lo que pasa?

– Hay un compromiso.

– No estás casado, ¿verdad? Al menos no actúas como si estuvieras casado.

– Hay otros compromisos, además del matrimonio.

– Ya veo -aferró su bolso y puso la mano en la manecilla -. Esa persona con la que estás comprometido… ¿le importaría a ella?

– Sí. Y lo que es más importante, me importaría a mí. Ella se echó a reír, al borde de la histeria.

– Lo siento -dijo, al recuperar el aliento-. Es tan puñeteramente irónico. ¿Te crees que hago esto a menudo? Ésta es la primera vez, en mucho tiempo, en que estoy interesada en un hombre. La monja echa una canita al aire y va y se topa de cara con un santo…

Se rió de nuevo, nerviosamente. Ese sonido, frágil y febril, me puso muy incómodo. No me gustaba nada encontrarme con que la frustración de alguien me caía encima, pero supuse que ella tenía derecho a ese momento de estrellato catártico.

– No soy ningún santo, puedes creerlo.

Me tocó la mejilla con los dedos. Era como si me la abrasasen con tizones encendidos.

– No, sólo eres un buen tipo, Delaware.

– Tampoco me siento como un buen tipo.

– Te voy a volver a besar -dijo -, pero esta vez va a ser un beso casto. Como debería haberlo sido en la primera ocasión.

Y lo hizo.

18

Me esperaban dos sorpresas a mi llegada a casa.

La primera era Robin, con mi bata amarilla desgastada puesta, estirada en el sofá de cuero, bebiéndose un té caliente. Un fuego ardía en el hogar y en el estéreo sonaba Desesperado de los Eagles.

Llevaba colgada del cuello una fotografía de Lassie cortada de una revista, como si fuera una de esas pancartas de los hombres-anuncio.

– Hola, cariño -me dijo. Tiré la chaqueta sobre el sillón.

– Hola. ¿A qué viene eso del perro?

– Es mi modo de decirte que me he portado como un mal bicho y que lo lamento.

– No tienes nada que lamentar -le quité la foto. Me senté junto a ella y tomé sus manos en las mías.

– He estado muy mal contigo esta mañana, al dejarte que te fueras de esa manera, Alex. En el mismo momento en que se cerró la puerta empecé a echarte a faltar. Ya sabes lo que pasa cuando la mente empieza a darte vueltas; ¿qué pasará si le sucede algo… y si no lo vuelvo a ver nunca más? ¡Te volverías loca! No podía trabajar, en ese estado no podía jugar con las máquinas. Había echado a perder el día. Te llamé pero no contestabas. Así que aquí estoy.

– La virtud tiene sus recompensas -murmuré entre dientes.

– ¿Qué dices, querido?

– Nada -cualquier tentativa de narrarle mi inicio de infidelidad sufriría en el intento, acabando o en algo que parecería un deseo de ponerme una corona: «Sí, resistí heroicamente los lujuriosos intentos contra mi virtud de una vampiresa». O, lo que aún sería peor, se asemejaría a una confesión.

Me eché a su lado. Nos abrazamos, nos dijimos cosas bonitas, hablamos como unos niños pequeños, nos acariciamos el uno al otro. Yo estaba muy excitado de cintura para abajo, en parte por el residuo de la sesión en el coche con Raquel, en otra parte mayor por la situación del momento.

– Hay dos filetes gigantes en la nevera, y una buena ensalada y vino de Borgoña y pan nuevo -susurró, haciéndome cosquillas en la punta de la nariz con su meñique.

– Eres una persona muy oral -reí.

– ¿Y es eso una neurosis, doctor?

– No. Es maravilloso.

– ¿Y qué te parece esto? ¿Y esto?

La bata se abrió. Se arrodilló sobre mí, dejándola caer sobre sus espaldas. Iluminada por detrás por el brillo del fuego, parecía una figura estatuaria, gloriosa y dorada.

– Vamos, cariño -me mimó -, quítate esas ropas.

Y se ocupó de ello con sus propias manos.

– Te amo -me dijo más tarde -. Aunque seas catatónico.

Yo rehusé moverme, y seguí tendido en el suelo, abierto de brazos y piernas.

– Tengo frío.

Me tapó, se puso en pie y se estiró, luego se echó a reír complacida.

– ¿Cómo puedes ir por ahí dando saltitos, después de lo otro? -gruñí.

– Las mujeres son más fuertes que los hombres -dijo jocosamente, y se dedicó a bailar por la habitación, ronroneando, estirándose aún más, de modo que los músculos de sus pantorrillas subieron en las torneadas columnas de sus piernas como burbujas alzándose por el nivel de un carpintero. Sus ojos reflejaban una luz naranja, de fiestas infantiles del Día de Todos los Santos. Cuando se movió así, un estremecimiento me recorrió.

– Sigue moviéndolo todo de esa manera y yo te enseñaré quién es el más fuerte.

– Luego, chicarrón -me hizo cosquillas con el pie y saltó apartándose de mis garras tendidas, con fluida agilidad.

Cuando los bistecs estuvieron a punto la comida de la señora Gutiérrez era un vago recuerdo, por lo que devoré con mucho apetito. Nos sentamos lado a lado en la mesita de la cocina, mirando, a través de los cristales emplomados, cómo las luces se apagaban en las colinas, como si fueran las linternas de un lejano grupo de rescate. Apoyó su cabeza en mi hombro. Mi brazo la rodeó, mientras las yemas de mis dedos reseguían al tacto su rostro. Nos turnamos bebiendo de un único vaso de vino.

– Te quiero -dije.

– Yo también te quiero -me besó bajo la barbilla. Y, después de más sorbitos-: Hoy estuviste investigando esos asesinatos, ¿no es así?

– Sí.

Tomó fuerzas con un trago largo y volvió a llenar el vaso.

– No te preocupes – me tranquilizó -, no te voy a dar la bronca otra vez. No puedo hacer ver que me gusta lo que estás haciendo, pero no voy a intentar controlarte.

La apreté contra mí, a modo de gracias.

– Quiero decir que a mí no me gustaría que tú te portases así conmigo, de modo que yo no lo voy a hacer contigo.

Estaba haciendo la típica definición de la libertad individual, pero la preocupación seguía metida dentro de su voz, como un moscón dentro de una gota de ámbar.

– Tengo cuidado de mí mismo.

– Sé que lo tienes -aceptó, con demasiada rapidez-. Eres un hombre inteligente y puedes cuidar de ti mismo.

Me pasó el vino.

– Si quieres hablar de ello, te escucharé, Alex. Dudé.

– Cuéntamelo, quiero saber lo que está pasando.

Le hice un resumen de lo que había pasado en los últimos dos días, acabando con mi enfrentamiento con Andy Gutiérrez, pero dejando fuera los diez minutos turbulentos con Raquel.

Me escuchó, preocupada y atenta, lo digirió, y me dijo:

– Comprendo el porqué no puedes dejarlo correr. Son tantas cosas sospechosas, sin un hilo que las conecte…

Tenía razón. Era un Gestalt a la inversa, en el que el total era mucho menos que la suma de las partes. Un conjunto desconectado de músicos, rascando, soplando, golpeando, y todos ellos ansiando un director. Pero ¿quién infiernos era yo para hacerme el Ormandy?

– ¿Cuándo se lo vas a contar a Milo?

– No se lo voy a contar. Hablé con él esta mañana y, básicamente, me dijo que me cuidara de mis propios asuntos, que me mantuviese apartado.

– Pero es su trabajo, Alex. Él sabrá lo que hay que hacer.

– Cariño, a Milo le va a dar un ataque cuando le diga que he visitado La Casa.

– Pero ese pobre chico, el retrasado… ¿no hay nada que él pudiera hacer?

Negué con la cabeza.

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