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– No es eso, y puedo explicarlo. ¿O está usted decidido a portarse como un verdadero imbécil?

Lamenté las palabras en el mismo momento que salían de mi boca.

– ¿Imbécil? ¡Maldita sea, tú eres el imbécil, tío! -su voz se alzó una octava y me agarró por la solapa de la chaqueta.

Estaba dispuesto, pero no me moví. Está en pleno duelo, me decía a mí mismo. No es responsable de lo que hace.

Aguanté su mirada y él se echó atrás. Ambos hubiéramos dado la bienvenida a una excusa para dejarlo correr. ¿Ni para eso servía el ser civilizados?

– ¡Lárgate, tío! ¡Ahora!

– ¡Antonio!

La señora Gutiérrez había entrado en el pasillo. Se veía a Raquel tras ella. Contemplándola, me sentí repentinamente avergonzado: había hecho un brillante trabajo de echar a perder una situación delicada. ¡Vaya un psicólogo…!

– Mamá, ¿tú dejaste entrar a este tío?

La señora Gutiérrez se excusó con los ojos y habló con su hijo en español. Él pareció fundirse bajo el dedo que agitaba su mamá y su aspecto airado.

– Ya te lo dije antes, mamá, no les importa un… -se detuvo y continuó en español. Sonaba como si se estuviera defendiendo, con todo su machismo convertido de pronto en impotente.

Siguieron el uno y el otro durante un rato. Luego él se metió con Raquel. Pero ella no se mordió la lengua:

– Ese hombre está tratando de ayudarte, Andy. ¿Por qué no le ayudas tú a él, en lugar de echarlo?

– No necesito la ayuda de nadie. Vamos a cuidarnos de nosotros mismos, como hemos hecho siempre.

Ella suspiró.

– ¡Mierda! -él fue a su habitación, salió con un paquete de Marlboro e hizo todo un espectáculo del encender uno y metérselo en la boca. Desapareció, momentáneamente, tras una nube azul, luego sus ojos relampaguearon de nuevo, yendo de mí a su madre, a Raquel y de nuevo a mí. Sacó la anilla-llavero de su cinturón y agarró las llaves entre los dedos, como si fuera un improvisado «puño de hierro».

– Ahora me voy, tío. Pero será mejor que cuando vuelva te hayas jodidamente ido.

Abrió la puerta de una patada y se marchó contoneándose. Escuchamos el tronar de la motocicleta al ponerse en marcha y el alarido disminuyente de la máquina mientras aceleraba yéndose.

La señora Gutiérrez dejó caer la cabeza y le dijo algo a Raquel.

– Le pide a usted perdón por la rudeza de Andy. Él ha estado muy alterado desde la muerte de Elena. Está trabajando en dos empleos y se siente muy presionado.

Yo alcé una mano para detener la apología.

– No hay necesidad de ninguna explicación. Sólo espero no haberle causado a la señora molestias innecesarias.

La traducción resultaba superflua. La expresión en el rostro de la madre era más que elocuente.

Rebusqué por las dos últimas cajas con bien poco entusiasmo y no obtuve nuevas iluminaciones mentales. Seguía notando el regusto amargo de mi confrontación con Andy. Experimentaba el mismo tipo de vergüenza que uno siente cuando ha profundizado demasiado, cuando ha visto y oído más de lo que uno necesitaba o deseaba. Como cuando un niño se entromete en el hacer el amor de sus padres, o un excursionista aparta una piedra de una patada, sólo para encontrarse debajo con algo viscoso.

Había visto antes familias como la de los Gutiérrez; había conocido docenas de Rafaeles y Andys. Era como un molde: el vago y el super-chico, interpretando sus papeles con deprimente predictibilidad. Uno incapaz de enfrentarse con la vida, el otro tratando de ocuparse de todo. El vago dejando que los demás cuidasen de él, evitando sus responsabilidades, dejando pasar la vida pero sintiéndose como… un vago. El superchico, competente, compulsivo, trabajando en dos empleos, e incluso tres cuando la situación lo requería, compensando la falta de dedicación del vago, ganándose la adoración de la familia, rehusando doblegarse bajo el peso de su carga, manteniendo su rabia bajo control… pero no siempre.

Volví a reembalar las cosas tan correctamente como me fue posible.

Cuando volvimos a salir al porche, Rafael aún seguía estupefacto. El sonido del Seville poniéndose en marcha le despertó con un sobresalto, y parpadeó rápidamente, como si saliese de un mal sueño; se alzó con esfuerzo y se limpió la nariz con la manga. Miró en nuestra dirección, sin comprender nada. Raquel volvió la cara, como una turista que evita a un pordiosero leproso. Mientras yo apartaba el coche vi cómo una chispa de reconocimiento iluminaba sus facciones dopadas, y luegos éstas registraban aún más incomprensión.

La oscuridad que se acercaba había disminuido el nivel de actividad en Sunset, pero aún había mucha vida en las calles. Las bocinas de los coches sonaban, risas sonoras se elevaban sobre el humo de los escapes y música de mariachis sonaba muy fuerte desde las puertas abiertas de los bares. Aparecieron trazas de neón y parpadeaban luces en las laderas de las colinas.

– Realmente lo eché todo a perder -dije.

– No, no puede culparse de ello -con el humor en que ella estaba, el animarme le requirió un esfuerzo. Aprecié su buena voluntad y se lo hice saber-. Se lo digo en serio,

Alex. Se mostró usted muy sensible con Cruz… puedo ver el porqué era usted un buen psicólogo. Le cayó usted bien.

– Obviamente, no se puede decir lo mismo del resto de la familia.

Permaneció en silencio unas cuantas manzanas.

– Andy es un buen chico… nunca se unió a las bandas, y eso que por no hacerlo tuvo que aguantar muchos castigos. Espera mucho de sí mismo. Ahora, todo ha caído sobre sus espaldas.

– Y, con todo ese peso, ¿para qué anda buscándose nuevos problemas?

– Sí, tiene razón, siempre está buscándose nuevos problemas… pero, ¿acaso no lo hacemos todos? Sólo tiene dieciocho años, quizá madure…

– No dejo de preguntarme si había algún modo en que yo hubiera podido manejar mejor las cosas -le conté los detalles de mi enfrentamiento con el chico.

– Eso de llamarle imbécil no mejoró las cosas, pero tampoco hubiera sido diferente de no habérselo dicho. Entró buscando pelea. Cuando los latinos se ponen así, hay bien poco que se pueda hacer. Añádale alcohol a eso y comprenderá el porqué cada sábado por la noche llenamos las salas de emergencias de los hospitales con heridos de cuchilladas.

Pensé en Elena Gutiérrez y Morton Handler. Ellos no habían llegado a una sala de emergencias. Me permití seguir un poco con esa línea de pensamiento, luego frené hasta pararlo y dejé caer esa idea en un depósito oscuro de algún lugar al sur de mi subconsciente.

Miré a Raquel. Estaba sentada muy tiesa en el blando cuero, rehusando abandonarse a la comodidad. Su cuerpo estaba quieto, pero sus manos jugueteaban nerviosamente con el borde de su falda.

– ¿Tiene apetito? -le pregunté. Cuando dudes, aférrate a lo básico.

– No. Pero si usted quiere puede comer algo.

– Aún tengo el sabor del chorizo.

– Entonces, puede llevarme a casa.

Cuando llegamos a su apartamento ya era de noche y las calles estaban vacías.

– Gracias por haberme acompañado.

– Espero haberle sido de ayuda.

– Sin usted, la cosa hubiera sido un desastre.

– Gracias – sonrió y se inclinó hacia mí. Empezó como un beso en la mejilla pero uno de nosotros, o los dos, se movió y se convirtió en un beso en los labios. Luego un dubitativo mordisquito, repleto de calor y deseo, que rápidamente se hinchó hasta ser un jadeante y hambriento bocado de adulto. Nos acercamos el uno al otro, simultáneamente, sus brazos echándose alrededor de mi cuello, mis manos en su cabello, su rostro, entre sus omoplatos. Nuestras bocas se abrieron y nuestras lenguas bailaron un lento vals. Respiramos pesadamente, agitándonos, luchando por acercarnos aún más.

Nos besamos como dos quinceañeros durante unos minutos incesantes. Yo desabroché un botón de su blusa. Ella lanzó un sonido profundo, cogió mi labio inferior entre sus dientes, lamió mi oreja. Mi mano se deslizó por la cálida seda de su espalda, trabajando sin que yo la dirigiera, soltando la presilla de su sujetador, rodeando su pecho. El pezón, duro como una piedra y húmedo, anidó en mi palma. Ella bajó una mano y unos dedos delgados manejaron mi bragueta.

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