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Un millar de metros de espeso bosque escudaban al campus de Jedson de la ruta de la costa. El bosque daba paso a dos columnas gemelas de piedra, grabadas con números romanos, que indicaban el origen de un sendero pavimentado que atravesaba la universidad por su centro. El camino acababa en una plaza circular centrada por un reloj de sol, maltratado por el tiempo, situado bajo un gigantesco pino.

A primera vista, Jedson parecía una de esas pequeñas universidades del Este que se especializan en parecerse a Harvard, en miniatura. Los edificios estaban construidos con ladrillos enmohecidos por el tiempo y embellecidos con cornisas de piedra y mármol, con techos de pizarra y cobre… diseñados en una era en la que la mano de obra era barata y los moldeados intrincados, los arcos de expansión, las gárgolas y cariátides estaban a la orden del día. Incluso la hiedra parecía auténtica, cayendo desde los tejados de pizarra, chupando los ladrillos, recortada para dejar libres las ventanas, hundidas y emplomadas.

El campus era pequeño, quizá un kilómetro cuadrado y cuarto, y estaba repleto de oteros sombreados por árboles, setos imponentes de robles, pinos, sauces, olmos y abedules claros reseguidos en mármol y bordeados por asientos de piedra y monumentos en bronce. Todo muy tradicional, hasta que uno miraba hacia el oeste y veía praderas muy cuidadas que se hundían hacia el muelle y el puerto privado que había más allá. Los amarraderos estaban ocupados por carenados yates con puentes en teca, de quince metros y aún más largos, coronados por antenas de radar y sonar y otras de radio; claramente muy siglo veinte y obviamente Costa Oeste.

La lluvia había pasado y un triángulo de luz atisbaba bajo los repliegues color carbón del cielo. A alguna distancia del puerto, una armada de barcos de vela cortaba un agua que parecía papel estaño. Los botes estaban ensayando algún tipo de ceremonia, pues cada uno de ellos giraba alrededor de la misma boya y desplegaba velas spinnakers de colores ultrajantes: naranjas, púrpuras, escarlatas y verdes, como las plumas de la cola de alguna bandada de pájaros tropicales.

Sobre un pedestal había un mapa cubierto de metacrilato y lo consulté para localizar el Crespi Hall. Los estudiantes que pasaban parecían gente muy silenciosa. En su mayor parte eran de mejillas coloradas y cabello paja, con el color de sus ojos pasando el espectro desde el azul claro hasta el azul oscuro. Sus estilos de peinado parecían estar caramente ejecutados pero todos databan de la época de Eisenhower. Los pantalones llevaban dobladillo, los zapatos eran todos de cuero bueno y había las bastantes camisas y polos decorados con cocodrilos como para haber dejado despoblados los Everglades. Un eugeneticista se hubiera sentido orgulloso al observar las espaldas rectas, los físicos robustos y la seguridad en sí mismos demostrada por aquellos hijos de nobles cunas. Me sentí como si hubiera muerto y me hallara en el cielo de los arios.

El Crespi era un romboide de tres pisos con un frontis de columnas jónicas en mármol blanco con venas varicosas. La oficina de relaciones públicas estaba oculta tras una puerta de nogal marcada con escritura dorada. Cuando la abrí, la puerta crujió.

Margaret Dopplemeier era una de esas mujeres altas y angulosas predestinadas a la soltería. Trataba de ocultar su desgarbado cuerpo en un traje marrón de paño inglés con forma de tienda de campaña, pero los ángulos y líneas rectas se destacaban a través. Tenía una cara de mandíbula grande, unos labios sin compromisos, y un cabello marrón-rojizo cortado en una melenita incongruentemente infantil. Su oficina apenas si era mayor que el interior de mi coche; era evidente que las relaciones públicas no era una de las cuestiones vitales para los dirigentes de Jedson, y tuvo que estrecharse entre el borde de su escritorio y la pared para venir a recibirme. Fue una maniobra que hubiera parecido poco grácil realizada por la Pavlova y Margaret Doplemeier la convirtió en un incómodo movimiento, muy patoso. Sentí pena por ella, pero tuve buen cuidado en no mostrarlo: estaba a mediados de los treinta y, a esa edad, las mujeres como ella han aprendido a apreciar la confianza que tienen en sí mismas. Es una forma tan buena como cualquier otra con la que soportar la soledad.

– Hola, usted debe ser Alex.

– Lo soy. Encantado de conocerla, Margaret.

Su mano era gruesa, dura y callosa… quizá de demasiado frotársela con la otra o lavar a mano. No estaba seguro.

– Por favor, siéntese.

Tomé una silla de espalda recta y me senté incómodamente.

– ¿Café?

– Por favor. Con crema.

Detrás de su escritorio había una mesa con una bandeja de calentar. Vertió café en un tazón y me lo entregó.

– ¿Ha decidido ya lo de la comida?

La perspectiva de verla a través de una mesa durante una hora más no me emocionaba. No era por lo poco agraciado de su tipo ni por su serio rostro. Parecía dispuesta a contarme la historia de su vida, y yo no tenía gana alguna de llenar mi cabeza de material innecesario. Decliné su oferta.

– Entonces, ¿qué le parece picar algo?

Me trajo una bandeja con queso y galletas saladas, no pareciendo muy confortable en el rol de anfitriona. Me pregunté por qué había caído en el campo de las relaciones públicas. Un trabajo como bibliotecaria me habría parecido más adecuado para ella. Luego se me ocurrió que, en Jedson, las relaciones públicas debían de estar muy emparentadas con el trabajo de las bibliotecarias, un empleo de escritorio que debía tener mucho de recortar y mandar cartas y poco de contactos cara a cara.

– Gracias -tenía apetito y el queso era bueno.

– Bien -miró por encima de su escritorio, halló unas gafas y se las puso. Tras los cristales sus ojos se hicieron más grandes y suaves-. Usted quiere tener una idea acerca de Jedson.

– Eso es… Tener una idea personal acerca del lugar.

– Es un lugar único. Yo soy de Wisconsin y estudié en Madison, con otros cuarenta mil estudiantes. Aquí sólo hay dos mil. Todo el mundo se conoce.

– Es como una gran familia -saqué una pluma y un bloc de notas.

– Sí -a la palabra familia, había fruncido la boca -. Se podría decir que sí.

Trasteó con unos papeles y empezó a recitar:

– El Jedson College fue fundado en 1858 por Josiah T. Jedson, un emigrante escocés que hizo una fortuna en la minería y los ferrocarriles. Eso es tres años antes de que se fundara la Universidad de Washington, así que somos en realidad el centro más antiguo de la ciudad. La intención de Jedson era crear una institución de enseñanza superior, en la que los valores tradicionales coexistieran con la educación en las artes y las ciencias básicas. Hasta el día actual, los fondos principales para el mantenimiento del College provienen de la anualidad que recibimos de la Fundación Jedson, aunque también tenemos otras fuentes de ingresos.

– Tengo entendido que la matrícula es bastante alta.

– La matrícula – frunció el entrecejo -, es de doce mil dólares al año, más la pensión, gastos administrativos y otros misceláneos.

Silbé.

– ¿Conceden ustedes becas?

– Cada año se concede un pequeño número de becas para los estudiantes merecedores de las mismas, pero no hay ningún programa amplio de ayuda financiera.

– Entonces, no están ustedes interesados en atraer estudiantes de un amplio abanico socioeconómico.

– No especialmente, no.

Se quitó las gafas, dejó a un lado el material escrito que tenía preparado y me miró miopemente.

– Espero que no sigamos con esa línea particular de preguntas.

– ¿Y por qué no, Margaret?

Movió los labios, como comprobando el tamaño de diversas palabras no pronunciadas y rechazándolas todas.

– Alex -dijo-, ¿puedo hablarle off the record, de un escritor a otro?

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