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– Naturalmente -cerré el bloc y me metí la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta.

– No sé cómo expresar esto -jugueteó con una solapa de paño, arrugando la gruesa tela y luego alisándola -. Ese artículo… su visita, no le han caído muy bien a la administración. Como habrá podido deducir de la grandiosidad de lo que nos rodea, las relaciones públicas no es un tema demasiado bien visto por el Jedson College. Después de que hablé con usted ayer, les conté lo de su visita a mis superiores, creyendo que les iba a complacer. De hecho, fue todo lo contrario. No se puede decir que exactamente me palmearan la espalda.

Hizo una mueca, como recordando una azotaina particularmente dolorosa.

– No quise meterla en problemas, Margaret.

– No tenía por qué saber que iba a pasar eso. Como le dije, soy nueva aquí. Ellos hacen las cosas de otra manera. Es un modo de vida diferente… tranquilo, conservador. En este lugar es como si no pasase el tiempo.

– ¿Y cómo atrae a los estudiantes una universidad que no quiere llamar la atención sobre sí misma?

Ella se mordisqueó el labio.

– No quiero hablar de eso.

– Margaret, es off the record. Ahora no me deje con la miel en los labios.

– No es importante – insistió, pero su pecho se estremecía y en los planos y agrandados ojos se podía ver un conflicto.

– Entonces, ¿a qué vienen esos secretos? Nosotros, los escritores, hemos de ser sinceros los unos con los otros. Ya hay bastantes censores por ahí.

Pensó en esto por un largo tiempo. En su rostro era evidente la indecisión, y yo no pude dejar de sentirme como todo un desalmado.

– No quiero tener que irme de aquí – me dijo al fin -. Tengo un bonito apartamento con vistas al lago, mis gatos y mis libros. No quiero… perderlo todo. No quiero tener que hacer las maletas y volverme al Medio Oeste. A kilómetros de tierras llanas sin montañas, sin modo de establecer una perspectiva. ¿Me entiende?

Su modo de hablar y tono eran quebradizos… conocía muy bien aquello, porque lo había visto en incontables pacientes de terapia, justo antes de que las defensas se derrumbasen con estrépito. Ella quería soltar su lengua y yo iba a ayudarla, siendo un buen bastardo manipulador…

– ¿Comprende lo que le quiero decir? -me preguntaba ella.

Y me oí a mí mismo contestar, tan suave, tan dulce:

– Claro que sí.

– Cualquier cosa que yo le diga ha de ser confidencial. No debe de ser publicada.

– Se lo prometo. Soy escritor de artículos de tipo general, no tengo aspiraciones de convertirme en un Woodward o un Bernstein.

Una débil sonrisa apareció en sus anchas y no muy definidas facciones.

– ¿No aspira a eso? Pues yo sí lo hice, en un tiempo. Tras cuatro años en el periódico estudiantil de Madison, creí que iba a conmover al mundo del periodismo. Pasé todo un año sin lograr un trabajo escribiendo… tuve que hacer de camarera. ¡Lo odiaba! Luego trabajé para una revista sobre perros, escribiendo articulitos encantadores sobre caniches y schnauzers. Me traían a las pequeñas bestias a la oficina, para que les hiciéramos fotos y ensuciaban la moqueta. Hedía. Cuando eso se fue al cuerno, pasé dos años cubriendo reuniones sindicales y fiestas de ancianos en New Jersey y eso fue lo que acabó de quitarme las pocas ilusiones que me quedaban. Ahora, lo único que busco es un poco de paz.

De nuevo se quitó las gafas; cerró los ojos y se hizo un masaje en las sienes.

– Cuando miramos las cosas a fondo, eso es lo que, en realidad, todos deseamos.

Abrió los ojos y miró en mi dirección, forzando la vista. Por la forma que se esforzaba yo debía de ser para ella poco más que una mancha. Traté de parecerle una mancha en la que se podía confiar.

Se metió un par de trozos de queso en la boca y los hizo trizas con sus mandíbulas como cizallas.

– No sé cuánto de todo esto va a servirle para su artículo – me dijo-. Especialmente si lo que quiere es una historia sin complicaciones.

Yo forcé una risa.

– Ahora que me ha picado la curiosidad, no me deje en la estacada.

Ella sonrió.

– ¿De un escritor a otro?

– De un escritor a otro.

– Oh – suspiró -, supongo que tampoco es tan importante.

Luego, entre bocados de queso, me dijo:

– En primer lugar, el Jedson College no está interesado en atraer a gente de fuera. Punto. Es una universidad, pero sólo lo es de nombre y en su estatus formal. Lo que realmente es el Jedson College, en su funcionamiento, es una jaula. Un lugar para que los miembros de la clase privilegiada tengan a sus hijos durante cuatro años, antes de que los chicos se metan en el negocio de papi y las chicas se casen con los chicos y se conviertan en buenas amitas de casa y empiecen, unos y otros, su ascenso social. Los chicos se gradúan en dirección de empresas o en económicas, las chicas en historia del arte o economía del hogar. El aprobadillo logrado con dignidad es el objetivo común. La gente demasiado brillante es mal vista aquí. Algunos de estos últimos entran en las facultades de leyes o medicina, pero cuando han terminado su entrenamiento ya han regresado al rebaño.

Sonaba amargada, como una de esas chicas a la que nadie saca a bailar y está describiendo la fiesta de fin de curso.

– Los ingresos medios anuales del tipo de familia que envía a sus chicos a estudiar aquí están por encima de los cien mil dólares. Piense en ello, Alex. Aquí todo el mundo es rico. ¿Ha visto el puerto?

Asentí con la cabeza.

– Esos juguetitos flotantes pertenecen a los estudiantes – hizo una pausa como si ella misma no acabase de creérselo-. El aparcamiento parece el del Grand Prix de Monte Cario. Y, a diario, esos chicos visten de cachemir y ante.

Una de sus descarnadas y ásperas manos halló a la otra y la acarició. Miró de pared a pared por su pequeño cubículo, como buscando micrófonos ocultos. Me pregunté qué era lo que la ponía tan nerviosa. Así que Jedson era un centro para chicos ricos. Stanford también había empezado de aquel modo, y quizá hubiera acabado igualmente estancado, de no ser por alguien que había descubierto que, el no dejar entrar a los judíos y asiáticos listos y a otra gente de raros apellidos y alta inteligencia, llevaba a una eventual entropía académica.

– El ser rico no es ningún crimen -dije.

– No es sólo eso. Es la absoluta estupidez que acompaña a la riqueza. Yo estuve en Madison durante los sesenta, allí había un sentido de solidaridad social. Activismo. Estábamos luchando para acabar con la guerra. Ahora es el movimiento contra las armas nucleares. La universidad puede ser un vivero para la toma de conciencia. Pero aquí no crece nada…

Me la imaginé quince años antes, vestida con pantalón caqui y camiseta de manga larga, manisfestándose y gritando eslogans. El radicalismo había luchado una batalla, perdida de antemano, por sobrevivir, erosionado por tener demasiado de nada. Pero ella aún podía sentir alguna nostalgia…

– Es especialmente duro para los profesores -me estaba diciendo-. No para los de la Vieja Guardia, sino para los Jóvenes Leones… así es como se autodenominan. Vienen aquí a causa de los problemas por lograr trabajo, con su típico liberalismo académico y puntos de vista avanzados. Duran dos, quizá tres años. Esto es intelectualmente estultificante… para no hablar de la frustración de ganar sólo quince mil dólares al año, cuando el guardarropa de un estudiante ya cuesta más que eso.

– Lo cuenta usted como si lo supiese de buena tinta…

– Lo sé. Había… un hombre. Un buen amigo mío. Llegó aquí a enseñar filosofía. Era brillante, un graduado de Princeton, un auténtico intelectual. Esto lo devoraba. Me lo explicaba, me decía lo que era el colocarse frente a una clase y hablar de Kierkegaard y Sartre y ver a treinta pares de ojos perdidos en la lejanía… Ubermensch U, así la llamaba, la universidad de los infrahumanos. Se marchó el año pasado.

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