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Se la veía dolida. Cambié de tema.

– Mencionó usted a la Vieja Guardia. ¿Quiénes son esos?

– Graduados de Jedson que desarrollan un interés por algo que no sea el hacer dinero. Siguen hasta conseguir doctorados en humanidades, en temas totalmente inútiles como Historia, o Sociología, o Literatura… y luego vuelven aquí arrastrándose, para enseñar. Jedson se cuida de los suyos.

– Supongo que les resulta más fácil el relacionarse con los estudiantes, visto que provienen del mismo ambiente social.

– Así debe ser, pues ellos siguen. La mayoría de ellos son mayores… últimamente no han habido muchos estudiosos que regresen a su alma mater. Es posible que la Vieja Guardia esté disminuyendo. En realidad, algunos de ellos son bastante decentes. Tengo la impresión de que aquí siempre fueron unos marginados… los que no se adaptaban. Supongo que incluso las clases privilegiadas tienen de éstos.

La expresión de su rostro hablaba de su experiencia personal con el dolor del rechazo social. Debió haberse dado cuenta de que corría el peligro de cruzar la frontera entre el comentario social y el striptease psicológico, porque se echó atrás, se puso las gafas y sonrió agriamente.

– ¿Qué tal está esto para una buena relaciones públicas?

– Para ser usted nueva en el lugar, parece que ha llegado hasta el fondo.

– Algo de ello lo he visto por mí misma. Otras cosas me las han contado.

– ¿Su amigo el intelectual?

– Sí.

Se detuvo y tomó un gran bolso, de imitación piel. No le costó mucho hallar lo que estaba buscando.

– Éste es Lee – me dijo y me entregó una foto de ella y un hombre varios centímetros más pequeño. El hombre estaba quedándose calvo, aunque tenía mechones de espeso, rizado y negro cabello sobre cada oreja, un bigote muy poblado y gafitas redondas sin aro. Vestía una desteñida camisa azul de trabajo y tejanos y calzaba botas altas de lazos de montañero. Margaret Dopplemeier estaba ataviada con un sarape que acentuaba su tamaño, pantalones de pana muy anchos y sandalias planas. Ella tenía el brazo alrededor de él, y parecía al tiempo materna e infantilmente dependiente.

– Ahora está en Nuevo Méjico, trabajando en su libro. Necesita la soledad, dice.

Le devolví la foto.

– Los escritores necesitan eso a menudo.

– Sí. Hablamos sobre eso una y otra vez -guardó de nuevo su reliquia, tendió la mano hacia el queso, pero luego volvió a retirarla, como si repentinamente hubiera perdido el apetito.

Dejé que pasara un momento de silencio, luego hice un arabesco, apartándome en tangente de su vida.

– Lo que me está diciendo resulta fascinante, Margaret: Jedson está perfectamente montado y se matricula justo la gente que necesita. Es un sistema que se perpetúa a sí mismo.

La palabra «sistema» puede ser un buen catalizador para alguien que haya coqueteado con la izquierda. La hizo ponerse de nuevo en marcha.

– Absolutamente; el porcentaje de alumnos cuyos padres son graduados de Jedson es increíblemente alto. Apostaría que los dos mil estudiantes provienen de no más de quinientas o seiscientas familias. Cuando preparo listas, los mismos apellidos aparecen una y otra vez. Es por eso por lo que me sobresalté cuando usted lo llamó una gran familia. Me pregunté cuánto sabría ya.

– Nada, hasta que llegué aquí.

– Sí. Le he contado demasiado, ¿no?

– En un sistema cerrado, lo menos que desea el establishment es que haya publicidad -insistí.

– Naturalmente. Jedson es un anacronismo. Sobrevive en el siglo veinte a base de seguir siendo pequeño y manteniéndose apartado de las primeras páginas. Mis instrucciones eran de darle a usted de comer, darle de beber, ocuparme de que diera un agradable paseito por el campus y luego escoltarle hasta el exterior con poco o nada sobre lo que escribir. Los directivos de Jedson no quieren salir en el Los Ángeles Times. No quieren que cosas tales como la igualdad de oportunidades en la matriculacion o la búsqueda de la excelencia educativa asomen sus feas caras por estos andurriales.

– Aprecio mucho su honestidad, Margaret.

Por un momento pensé que se iba a echar a llorar.

– No lo haga sonar como si yo fuese una especie de santa. No lo soy, y lo sé. El que haya hablado con usted ha sido una cobardía, un engaño. La gente de aquí no son unos malvados. Yo no tengo ningún derecho a dejarlos así, al descubierto. Han sido buenos conmigo. Pero me canso de estar siempre mostrando una careta, de acudir a tomar el té con buenas señoras que pueden pasarse todo el día hablando de las distintas modalidades en la loza de lujo, o de cómo disponer correctamente una mesa… ¿se creería que aquí dan una asignatura que consiste en cómo poner bien una mesa?

Se miró las manos como si no se las imaginase sosteniendo algo tan frágil como la loza de lujo.

– Mi trabajo es pura pretensión, Alex. Es un puro servicio de envío de correspondencia ennoblecido. Pero no lo voy a dejar -insistió, como debatiéndolo con un adversario invisible -. Aún no. No en este momento de mi vida. Me despierto y veo el lago. Tengo mis libros y un buen equipo estéreo. Puedo coger moras de las zarzas no muy lejos de aquí. Me las como por la mañana con nata.

No dije nada.

– ¿Me traicionará usted? -me preguntó.

– Claro que no, Margaret.

– Entonces márchese. Olvídese de Jedson y no la incluya en su artículo. Aquí no hay nada que le interese a alguien de fuera.

– No puedo.

Se sentó muy tiesa en su silla.

– ¿Por qué no? -había terror e ira en su voz, algo decididamente amenazador en su mirada. Yo podía comprender la huida de su amante hacia la soledad. Estaba seguro que la agonía mental de la masa estudiantil de Jedson no era de lo único que había escapado.

Para mantener nuestras líneas de comunicación abiertas, no tenía otra cosa que ofrecerle más que la verdad, y la oportunidad de ser una más en la conspiración. Inspiré profundamente y le conté la verdadera razón de mi visita.

Cuando hube acabado, mostraba la misma expresión. Yo quisiera haberme echado atrás, pero mi silla estaba a escasos centímetros de la puerta.

– Es curioso -dijo-, debería sentirme usada, explotada, pero no es así. Tiene usted un rostro honesto. Incluso sus mentiras suenan a verdades.

– No soy más honesto de lo que pueda serlo usted. Simplemente quiero conseguir algunos datos. Ayúdeme.

– ¿Sabe?, yo fui miembro de la organización izquierdista estudiantil, la SDS. En aquellos días, los policías eran para nosotros los «cerdos».

– Éstos no son aquellos días, y no soy un policía. Además, no estamos hablando de teorías abstractas, ni polemizando sobre la revolución. Esto es un crimen triple, Margaret, y abuso de niños y quizá más. Nada de asesinatos políticos, sino gente inocente cortada en sangrientos pedacitos, hecha picadillo, desechos humanos. Y niños aplastados por coches en carreteras de cañones solitarios.

Se estremeció, me dio la espalda, se pasó una uña no pintada por encima de una muela, y luego me volvió a dar la cara.

– ¿Y cree usted que uno de ellos, uno de Jedson, ha sido el responsable de todo eso? -la idea en sí le resultaba deliciosa.

– Creo que dos de ellos han tenido algo que ver en el asunto.

– ¿Y por qué está usted haciendo esto? ¿No dice usted que es psiquiatra?

– Psicólogo.

– Lo que sea. ¿Qué saca usted de esto?

– Nada. Nada que usted pueda creer…

– Vamos a verlo.

– Quiero que se haga justicia. Es algo que no me deja dormir.

– Le creo -dijo en voz baja.

Se fue durante veinte minutos y cuando regresó traía un montón de libros de gran tamaño, encuadernados en piel azul marroquinada.

– Éstos son los anuarios, si es que sus estimaciones sobre su edad son correctas. Le voy a dejar con ellos y me iré a buscar en los archivos de alumnos. Ciérrese por dentro cuando me haya ido y no conteste aunque llamen. Yo haré tres llamadas y luego dos, ésa será nuestra contraseña.

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