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El hacer el papel de complacido oyente de Towle no era la idea que yo tenía de un buen modo de pasar la tarde. Pero tenía la intuición de que aquello era alguna especie de ritual y que, si soportaba sonriente el que me largara aquella paliza didáctica, quizá al fin me diera lo que había ido a conseguir.

– Pero no hay modo en que una niña así logre triunfar, con sus genes y el medio ambiente luchando en su contra. No sin ayuda. Y ahí es donde entra en escena la medicación estimulante. Esas pildoras le permiten permanecer sentada el tiempo necesario y prestar atención el tiempo suficiente como para ser capaz de aprender algo. Controlan su comportamiento hasta el punto en que no pone en su contra a todos los que están a su alrededor.

– Tuve la impresión de que la madre usaba la medicación de un modo incontrolado… dándole una pildora extra los días en que hay un montón de visitantes al conjunto de apartamentos.

– Tendré que comprobar eso -no parecía preocupado-. Tiene que recordar, Alex, que esa niña no existe en un vacío. Hay un contexto social. Si ella y su madre no tuvieran dónde vivir esto no le iba a resultar muy terapéutico, ¿verdad?

Esperé, seguro de que aún había más. Seguro:

– Claro, me podría preguntar: ¿y qué hay de la psicoterapia? ¿Qué hay de la modificación del comportamiento? Y mi respuesta sería: Sí, ¿qué hay de ellos? No hay ninguna posibilidad de que esta madre desarrolle la capacidad de introspección necesaria para beneficiarse con éxito de la psicoterapia. Y le falta incluso la habilidad de siquiera cumplimentar un sistema estable de reglas y normas, necesario para la modificación del comportamiento. Con lo único que puede cumplir es con el suministrar tres pastillas al día a su hija. Pastillas que funcionan. Y no tengo ningún problema en decirle que no me siento ni un tanto así culpable al recetarlas, porque creo que son la única esperanza de la niña.

Era un gran final, que sin duda le proporcionaba grandes éxitos en el té de las Damas Auxiliares del Pediátrico del Oeste. Pero, en lo básico, era pura basura. Charlatanería pseudocientífica mezclada con mucho fascismo condescendiente. Había que dopar a los Untermenschen para convertirlos en buenos ciudadanos.

Se había ido calentando él mismo. Pero ahora volvía a estar perfectamente compuesto, tan apuesto y bajo control como siempre.

– No le he convencido, ¿verdad? -sonrió.

– No se trata de eso. Ha presentado usted algunos puntos muy interesantes, sobre los que tendré que pensar.

– Eso siempre es una buena idea, el pensarse las cosas – se frotó las manos -. Y, ahora, volvamos a lo que le trajo aquí… y perdóneme mi pequeña diatriba. ¿Cree usted realmente que sacando a esta niñita de los estimulantes la haremos más receptiva a la hipnosis?

– Lo creo.

– ¿A pesar de que su concentración será peor?

– A pesar de eso. Tengo inducciones que están especialmente indicadas para niños con cortos períodos de atención.

Las nevadas cejas se alzaron.

– ¿Oh, sí? Tendré que averiguar algo acerca de eso. ¿Sabe?, también yo he hecho algo de hipnosis. En el Ejército, para control del dolor. Sé que funciona.

– Puedo mandarle algunas publicaciones recientes.

– Muchas gracias, Alex – se alzó y estuvo claro que mi tiempo se había acabado -. Ha sido un placer el haberle conocido.

Otro apretón de manos.

– El placer ha sido mío, Will -esto empezaba a resultar nauseabundo.

La pregunta no hecha colgaba en el aire. Towle la atacó.

– Le diré lo que voy a hacer al respecto -me dijo, con una muy débil sonrisa.

– ¿Si?

– Voy a pensármelo.

– Ya veo.

– Sí. Pensaré en ello. Llámeme en un par de días.

– Lo haré, Will -y ojalá se te caigan los dientes y el cabello esta noche, so sacrosanto bastardo.

Camino hacia afuera, Edna me lanzó una mirada asesina y Sandi me sonrió. Las ignoré a las dos y rescaté a Milo del trío de enanos que estaba escalándolo como si fuera una de esas construcciones de un parque. Nos abrimos paso por entre la multitud, ahora en ebullición, de niños y madres y logramos llegar a salvo al coche.

5

Le conté a Milo todo mi encuentro con Towle mientras conducía de vuelta a mi casa.

– Juega a hacerse el interesante – su frente se arrugó y unas prominencias del tamaño de cerezas aparecieron justo por encima del borde de su mandíbula.

– Eso y algo más que no acabo de identificar. Es un tipo extraño. Se comporta de un modo muy cortés, casi obsequioso, y al cabo te das cuenta de que está jugando a sus juegos.

– ¿Y para qué tenía que hacerte ir allí si luego te iba a hacer ese papelón?

– No lo sé -era un rompecabezas, aquel tomarse un tiempo en una tarde tan atareada sólo para dar un sermón con toda tranquilidad. Toda nuestra conversación podría haber sido resumida en una charla de cinco minutos por teléfono-. Quizá sea su idea de la diversión. El pasarle la mano por la cara a otro profesional.

– ¡Vaya una diversión para un hombre tan atareado!

– Sí, pero el ego siempre tiene preferencia. Ya me he encontrado antes con tipos como Towle, obsesionados por estar al control, con ser el que manda. Hay muchos de ellos que son jefes de departamento, decanos y presidentes de comités.

– Y capitanes, e inspectores y jefes de la policía. -Justo…

– ¿Vas a llamarle, como te dijo? – parecía derrotado.

– Seguro, ¿qué tengo que perder?

– Claro.

Milo recuperó su Fiat y, tras algunos momentos de oraciones y tirar del starter logró ponerlo en marcha. Sacó la cabeza por la ventanilla y me miró cansado.

– Gracias, Alex. Voy a irme a casa y tirarme a la cama. Esto de no dormir está acabando conmigo…

– ¿Quieres echar una siesta aquí, antes de irte?

– No, gracias. Llegaré, si este montón de chatarra me lleva -dio una palmada a la abollada puerta-. Gracias de todos modos.

– Seguiré ocupándome de Melody.

– Estupendo. Te llamaré mañana -condujo un poco antes de que mi grito le hiciera detenerse. Retrocedió.

– ¿Qué pasa?

– Probablemente no es importante, pero he pensado que debía de decírtelo. La enfermera de la consulta de Towle me dijo que el padre de Melody está en la cárcel.

Asintió con la cabeza, con aire de sonámbulo.

– Como la mitad de este condado. Así son las cosas cuando la economía funciona mal. Gracias.

Y se marchó.

Eran las seis y cuarto y ya era oscuro. Me eché en la cama por unos minutos y cuando me desperté ya eran más de las nueve. Me levanté, me lavé la cara y llamé a Robin. No me respondió.

Me afeité de prisa, me puse un canguro y conduje hasta Hakata, en Santa Mónica. Bebí saké y comí sushi durante una hora, bromeando con el chef, que resultó tener una licenciatura en psicología por la Universidad de Tokio.

Llegué a casa, me desnudé y me di un baño caliente, tratando de borrar todo pensamiento acerca de Morton Handler, Melody Quinn y L.W. Towle, médico pediatra, de mi mente. Usé autohipnosis, imaginándome a Robin y a mí haciendo el amor en la cima de una montaña, en medio de una selva tropical. Enrojecido por la pasión, me levanté de la bañera y la volví a llamar. Tras diez timbrazos contestó, murmurando confusa, medio dormida.

Me excusé por haberla despertado, le dije que la amaba y colgué.

Medio minuto más tarde me llamó ella.

– ¿Eras tú, Alex? -sonaba como si estuviera soñando.

– Sí, cariño. Lamento haberte despertado.

– No, no hay problema… ¿qué hora es?

– Las once treinta.

– Oh, debo de haberme quedado dormida. ¿Qué tal estás, dulzura?

– Muy bien. Te llamé sobre las nueve.

– Estuve todo el día fuera, comprando madera. Hay un viejo fabricante de violines en el Simi Valley que se va a jubilar. Pasé seis horas eligiendo herramientas y rebuscando madera y marfil. Lamento que no me encontraras.

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