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– Es una hermosa foto, ¿no? -dijo la voz que había oído por el teléfono.

Era alto, al menos uno ochenta y ocho, y delgado, con el tipo de facciones que en las novelas malas describen como cinceladas. Era uno de los hombres de mediana edad más apuestos que jamás había visto. Su rostro era noble: una fuerte barbilla dividida en dos por un hoyuelo perfecto, la nariz de un senador romano, y ojos centelleantes del color de un cielo claro. Su espeso cabello, color blanco nieve, colgaba sobre su frente, al estilo de Carl Sandburg. Sus cejas eran blancas nubes gemelas.

Llevaba puesta una bata corta blanca sobre una camisa oxford azul, corbata color borgoña y pantalones gris oscuro con un sutil motivo cuadrado. Sus zapatos eran mocasines de cabritilla negra. Muy adecuado, de muy buen gusto. Pero la ropa no hace al hombre. É1 hubiera parecido un patricio vestido con un saco.

– ¿El doctor Delaware? Soy Will Towle.

– Alex.

Me levanté y nos estrechamos las manos. Su apretón era firme y seco. Los dedos que apretaban los míos eran enormes y me daba cuenta de la abundante fuerza que había tras ellos.

– Por favor, siéntese.

Tomó su lugar tras el escritorio, echó hacia atrás la silla y puso los pies sobre la mesa, descansándolos sobre un año de números atrasados de la Revista de Pediatría.

Respondí a su pregunta anterior.

– Es una bella foto. ¿Algún lugar en la costa noroeste del Pacífico?

– En el estado de Washington. El Bosque Nacional Olímpico. Estábamos allí de vacaciones en el cincuenta y uno. Yo era médico residente. Ésos eran mi esposa e hijo. Los perdí un mes más tarde, en un accidente de automóvil.

– Lo siento.

– Sí -una expresión lejana, adormecida, apareció en su rostro; fue un momento, hasta que salió de ella con un estremecimiento y volvió a enfocar la mirada.

– Lo conozco por su reputación, doctor Alex, así que es un placer el conocerle personalmente.

– Lo mismo digo.

– He seguido su carrera, porque tengo mucho interés en la pediatría del comportamiento. Me interesó sobre todo aquel trabajo que hizo con aquellos niños que fueron víctimas de Stuart Hickle. Muchos de ellos venían a mi consulta. Sus padres hablaban muy bien de usted.

– Gracias -me pareció que esperaba que dijera algo más al repecto, pero aquél era un caso que estaba cerrado -. Recuerdo haberle enviado cartas pidiéndole su consentimiento para tratarles.

– Claro, claro. Me encanta cooperar.

Ninguno de los dos hablamos, luego ambos hablamos al mismo tiempo:

– Lo que me gustaría… -dije yo.

– ¿Qué es lo que puedo…? -dijo él.

Nos interrumpimos. Nos echamos a reír, como buenos chicos, compañeros del Club Universitario. Le cedí la palabra. A pesar de su comportamiento educado presentía un tremendo ego acechando tras aquel flequillo blanco.

– Ha venido usted por la niña Quinn. ¿Qué puedo hacer por usted?

Le di los menos detalles posibles, insistiendo en la importancia de Melody Quinn como testigo y la naturaleza benigna de la intervención hipnótica. Acabé solicitándole que le permitiese abandonar la medicación con Ritalina durante una semana.

– ¿Realmente cree que esa niña le va a poder dar alguna información de importancia?

– No lo sé. Yo me he hecho la misma pregunta, pero ella es todo lo que tiene la policía.

– ¿Y cuál es el papel de usted en todo esto?

Me inventé un título al momento.

– Soy uno de sus consejeros especialistas. Me llaman, a veces, cuando hay un niño implicado.

– Ya veo.

Jugueteó con sus manos, construyendo arañas de diez patas y acabando con ellas.

– No sé qué decirle, Alex. Cuando empezamos a sacar a un paciente de lo que se ha determinado como dosificación óptima, a veces alteramos toda la red de respuesta bioquímica.

– Usted cree que tiene que estar medicada constantemente.

– Claro que sí. ¿Por qué, si no, iba a habérselo recetado? – no se mostraba ni irritado ni a la defensiva. Sonreía con calma y con una gran paciencia. El mensaje estaba claro: sólo un idiota iba a dudar de él.

– ¿Y no hay modo de reducir la dosis?

– Oh, ciertamente eso es posible, pero crea el mismo problema. No me gusta hacer experimentos cuando tengo la combinación ganadora.

– Ya veo -dudé, luego continué-. Debió de haber sido todo un problema para haber necesitado sesenta miligramos.

Towle se colocó unas gafas de lectura muy bajas sobre la nariz, tomó el dossier y lo hojeó.

– Déjeme ver, ah, sí. Humm. «La madre se queja de graves problemas en el comportamiento» -y, tras pasar algunas páginas más -. «Sus maestros informan de su fracaso en las tareas escolares. Tiene dificultad para mantener la atención durante períodos que sean algo más que muy cortos.» Ah… aquí hay una anotación posterior… «La niña pegó a su madre durante una discusión acerca de la necesidad de tener limpia la habitación.» Y una nota que dice: «Malas relaciones con su propia edad, pocas amistades.»

Estaba seguro que la discusión debía de haber tenido algo que ver con el tirar o no la morsa gigante. Gordo. El regalo de papi. En cuanto a las amistades… resultaba claro que la M and M Properties no iban a soportar aquel tipo de tonterías.

– Esto a mí me parece bastante grave, ¿no lo cree usted?

Lo que me parecía a mí era que todo aquello era pura caca de vaca. No había habido nada que se pareciese a una verdadera valoración psicológica. Nada como no hubiera sido aceptar sin dudas la palabra de la madre.

Miraba a Towle y veía en él a un farsante. Un farsante de muy buen aspecto, de cabello cano y muchas relaciones, así como los pedazos de papel adecuados en la pared. Ansiaba decírselo, pero aquello no iba a hacer ningún bien… ni a Melody, ni a Milo.

Así que hice una finta.

– No sabría decirle, usted es su doctor -el imitar una sonrisa de camaradería fue todo un ejercicio de autocontrol moral.

– Eso es cierto, Alex. Lo soy -se echó hacia atrás en su silla y se llevó las manos a la nuca-. Sé lo que está pensando: Will Towle es un recetapastillas. El uso de estimulantes no es sino otra forma de abusar de los niños.

– Yo no diría eso.

Apartó mi objeción con un gesto de la mano.

– No, no. Ya sé. Y no se lo tengo en cuenta. Su entrenamiento es comportaminterista y usted ve las cosas desde el punto de vista del comportaminterismo. Nos sucede a todos, todos perdemos la visión general a causa de nuestra profesión. Los cirujanos quieren solucionarlo todo cortando. Nosotros recetamos y ustedes analizan hasta el agotamiento.

Estaba empezando a sonar como un sermón.

– De acuerdo, los fármacos llevan aparejados riesgos. Pero es todo cuestión de analizar el riesgo y el beneficio. Consideremos a un niño como esa chica Quinn. ¿Con qué cuenta para empezar? Con unos genes inferiores… ambos padres son bastante limitados en lo intelectual -hizo que la palabra limitados sonase en forma cruel -. Pésimos genes y pobreza, más un matrimonio roto. Un padre ausente… aunque en algunos de los casos los niños están mejor sin el tipo de modelo de rol que les ofrecen sus padres. Malos genes, mal medio ambiente. La niña ya tiene dos puntos en su contra aun antes de salir de la matriz. ¿Es, pues, de extrañar que pronto veamos los signos evidentes: el comportamiento antisocial, el incumplimiento, los malos resultados escolares, el nada satisfactorio control de los impulsos?

Sentí un súbito impulso por defender a la pequeña Melody. Su genial doctor la estaba describiendo como una especie de marginada social absoluta. Pero me mantuve en silencio.

– Así que una niña como ésta… -se quitó las gafas y dejó el historial-… va a tener que portarse algo más que moderadamente bien en la escuela si es que va a lograr tener algo que se parezca a una vida decente. De lo contrario, no es más que otra generación de P.Q.N.V.U.M.

Protoplasma que no vale una mierda. Una de esas expresiones tan ingeniosas que ha imaginado la clase médica para describir a los pacientes especialmente infortunados.

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