McCaffrey apuntó la pistola hacia ella, con aire pensativo. Me tiré contra él y le lancé una patada a la muñeca, haciéndole saltar la pistola. Voló hacia atrás, hasta la habitación delantera. Él aulló, rabioso. Le volví a dar otra patada, en el empeine. Su pierna parecía un costado de carnero. Retrocedió hacia la habitación delantera, queriendo hallar el arma. Yo fui tras él. Se abalanzó, con su masa estremeciéndose. Usé ambas manos para golpearle en la rabadilla. Mis puños se hundieron en su blandura. Apenas si se agitó. Su mano estaba a escasos centímetros de la magnum. La aparté de una patada, luego usé el pie para golpearle en las costillas, con escaso efecto. Era demasiado grande y demasiado alto como para que le pudiera dar un buen puñetazo en la cara. Fui a por sus piernas y caderas, y le eché la zancadilla.
Cayó estrepitosamente, como un árbol gigante que han cortado, arrastrándome con él. Resoplando, maldiciendo, babeando, rodó hasta estar encima de mí y puso sus manos en derredor de mi cuello. Jadeó su agria respiración hacia mí, con su grueso rostro escarlata, los ojos de pescado tragados por los pliegues de la carne, apretando. Luché por salir de debajo él, pero no podía moverme. Experimenté el pánico del que de repente se halla paralítico. Apretó con más fuerza. Empujé hacia arriba, inerme.
Su rostro se oscureció. Por el esfuerzo, pensé. Del escarlata pasó a marrón, luego a negro rojizo, tras lo que hubo un estallido de color. El raro cabello explotó. La sangre, brillante y fresca brotando de su nariz, sus oídos, su boca. Los ojos abriéndose mucho, parpadeando furiosamente. Una mirada de sentirse gravemente insultado apareció en su rostro. Y sonidos gorgoteantes surgieron de la garganta envuelta en grasa. Agujas y triángulos de cristal roto cayeron sobre nosotros. Su cadáver inerte me sirvió de escudo contra esa lluvia.
El tragaluz era ahora una herida abierta. Un rostro atisbaba hacia bajo. Negro y serio. Delano Hardy. Y también había algo más negro: la boca de un rifle.
– Quédese ahí, experto -me dijo-. Ahora vamos a ayudarle.
– Tu cara es ahora más fea que la mía -me dijo Milo, cuando me hubieron sacado de debajo de McCaffrey.
– Vale -acepté, tratando de articular con una boca que parecía ser el resultado de haber estado mascando hojas de afeitar-, pero la mía tendrá mejor aspecto dentro de un par de días.
Hizo una mueca.
– La niña parece estar bien -dijo Hardy desde la habitación de atrás. Llegó de ella con Melody en brazos. Ella estaba temblando-. Aterrada, pero indemne, como dicen los periódicos.
Milo me ayudó a ponerme en pie. Yo fui hasta ella y le acaricié el cabello.
– Todo irá bien, cariñito -es curioso como las frases hechas parecen ser de utilidad en los momentos apurados.
– Alex -dijo ella. Sonrió-. Tienes un aspecto muy raro.
Le apreté la mano y ella cerró los ojos. Dulces sueños. En la ambulancia, Milo se quitó los zapatos y se sentó, al estilo yoga, al lado de mi camilla.
– Mi héroe -le dije. Me salió algo así como mmeroo.
– Esta vez te va a costar caro y vas a estar mucho tiempo pagándome, compañero. Uso ilimitado del Caddy cuando te lo pida, préstamos de dinero sin interés, terapia gratuita.
– En otras palabras -luché por pronunciar con mis mandíbulas hinchadas -, las cosas siguen como siempre.
Él se echó a reír, me dio unas palmadas en el brazo y me dijo que me callase. El camillero de la ambulancia estuvo de acuerdo con él.
– Quizá tengan que ponerle alambres -dijo -. No debería hablar.
Yo empecé a protestar.
– ¡Chist! -ordenó el camillero.
Un kilómetro más tarde Milo me miró y agitó la cabeza.
– Eres un tipo con mucha suerte, amigo mío: llego a la ciudad hace hora y media y me dan la nota de Rick para que te llame. Llamo a tu casa y Robin está allí, pero sin ti, y preocupada. Tenías una cita con ella para cenar a las siete, pero no te habías presentado. Y me dice que no es habitual en ti el llegar tarde a las citas, así que, por favor, ¿no podría hacer yo algo al respecto? También me explicó tus idas y venidas, has sido una abejita muy atareada en mi ausencia, ¿no te parece? Y llamo a la comisaría, en uno de mis días de vacaciones, tengo que añadir, y me dan ese liado mensaje sobre Kruger, escrito con la fina letra cursiva de Del Hardy, y también me informa que se va a La Casa. Yo me voy al apartamento de Kruger, atravieso tu barricada y lo encuentro atado como un salchichón y cagado de miedo. Es una perfecta ruina moral, que soltó todo lo que tenía dentro sin tener que pedírselo… asombroso lo que puede lograr un poco de privación sensorial, ¿eh? Llamo por radio a Del, lo encuentro en su coche en la autopista Pacific Cast… que está llena de tráfico a esa hora, con todas esas estarlets y productores que se están marchando a casa… la consigna en esos casos es código tres y sirena todo el camino, por el arcén de la carretera. Luego los profesionales nos volvemos a hacer cargo del caso, y el resto ya es historia.
– Yo no quería un ataque a toda escala -obligué a salir las palabras, en medio de mi agonía-. No quería que le pasase nada a la niña.
– Por favor, señor, cállese -pidió el camillero.
– Chitón – me dijo Milo, suavemente -. Has hecho un gran trabajo, gracias. ¿Vale? ¡Y no vuelvas a hacerlo, amigo!
La ambulancia se detuvo en Urgencias del Hospital de Santa Mónica, conocía aquel lugar, porque había dado una serie de charlas sobre los aspectos psicológicos del trauma en los niños. Pero esta noche no habría charla.
– ¿Estás bien? -me preguntó Milo.
– Psé- psé.
– De acuerdo. Dejaré que los batas blancas sigan con lo suyo. Tengo que ir a detener a un juez.
30
Robin me dio una mirada, me vio con las mandíbulas cerradas con alambres, y se echó a llorar. Me abrazó, se atareó en ponerme cómodo y se quedó a mi lado, alimentándome con sopa y bebidas refrescantes. Eso duró todo un día. Luego, le surgió la rabia y me pegó una gran bronca por ser tan estúpido como para poner en peligro mi vida. Yo no estaba en posición como para poder defenderme. Trató de no hablar conmigo, y aguantó seis horas, luego se fue ablandando y las cosas empezaron a volver a la normalidad.
Cuando pude hablar, llamé a Raquel Ochoa.
– Hey -me dijo -, suenas raro.
Le conté toda la historia, abreviándola por el dolor. No dijo nada durante un momento, y luego, en voz baja:
– Eran unos monstruos.
– Sí.
El silencio entre nosotros resultaba incómodo.
– Eres un hombre de principios -dijo ella, al fin.
– Gracias.
– Alex… esa noche… nosotros. Yo no lo lamento. Me hizo pensar. Me hizo darme cuenta de que tengo que salir y buscarme a alguien… a alguna persona, alguien para mí.
– No te conformes con alguien que no sea el mejor.
– Yo… gracias. Cuídate. Y que mejores pronto.
– Lo intentaré. Adiós.
– Adiós.
Mi siguiente llamada fue a Ned Biondi, que llegó corriendo aquella misma tarde y me estuvo entrevistando hasta que las enfermeras lo sacaron a patadas. Estuve leyendo durante días sus artículos. Lo explicó todo: la época mejicana de McCaffrey, el asesinato de Hickle, la Brigada de los Caballeros, el suicidio de Edwin Hayden la noche en que fue detenido. El juez se había pegado un tiro en la boca, mientras decía que se iba a vestir para ir a la comisaría con Milo. Me parecía muy adecuado, visto lo que le había hecho él a Hickle, y Biondi no perdió la ocasión de mostrarse filosófico.
Telefoneé a Olivia Brickerman y le pedí que se ocupara de Melody. Dos días más tarde halló una pareja mayor de Bakersfield, sin hijos, una gente a la que conocía y de las que se fiaba, con mucha paciencia y unas hectáreas de terreno por el que correr. Cerca había una psicóloga infantil muy buena, a la que yo había conocido en la escuela de graduados, con experiencia en problemas de estrés y de extrañamiento. A ellos les sería encomendada la tarea de ayudar a que la niñita recompusiese su vida.