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– No es bastante. Tendrán una explicación para eso. Milo tiene sospechas… apostaría que muchas más de lo que me ha dejado ver, pero está limitado por las reglas y los procedimientos.

– Y tú no lo estás -dijo, suavemente.

– No te preocupes.

– No te preocupes tú. Yo no voy a intentar detenerte. Lo que dije, lo dije en serio.

Bebí más vino. Mi garganta se había constreñido y el frío líquido era astringentemente suavizador.

Se alzó y se quedó en pie tras de mí, poniendo sus brazos sobre mis hombros. Era un gesto no muy diferente al que yo le había ofrecido a Raquel justo unas pocas horas antes. Se inclinó hacia adelante y jugueteó con la línea de vello que biseccionaba verticalemente mi abdomen.

– Yo estoy aquí, Alex, por si me necesitas.

– Siempre te necesito, pero no para meterte en una letrina como ésta.

– Siempre que me necesites, aquí estaré.

Me alcé de la silla y la atraje hacia mí, besando su cuello, sus orejas, sus ojos. Ella echó hacia atrás la cabeza y yo puse mis labios en el cálido pulso que había en la base de su garganta.

– Vamonos a la cama y acurruquémonos el uno contra el otro -dijo ella.

Puse la radio y sintonicé la KKGO. Sonny Rollins estaba extrayendo una sonata líquida de su trompeta. Enchufé una luz suave y aparté la sábana.

La segunda sorpresa de la velada estaba allí: un sobre blanco tamaño carta de negocios, sin señal alguna y parcialmente cubierto por la almohada.

– ¿Esto estaba aquí cuando llegaste?

Ella se había quitado la bata. Ahora se la llevó al pecho, buscando cubrirlo, como si el sobre fuera un intruso, vivo y que respirase.

– Podría ser. No entré en el dormitorio.

Lo abrí, rasgándolo con la uña de mi pulgar, y saqué la solitaria hoja de papel en blanco que había dentro, doblada. La página estaba desprovista de fecha, dirección o cualquier logotipo que la identificase. Era sólo un rectángulo blanco, repleto de líneas de escritura a mano que caían, pesimísticamente, hacia abajo. La letra, apretada y arañesca, me resultaba familiar. Me senté al borde de la cama y leí:

Querido Doctor:

Dejo esto esperando que duermas en tu cama en el próximo futuro, y que así tengas la oportunidad de leerlo. Me tomé la libertad de forzar la puerta trasera para entrar y dejarlo aquí… por cierto deberías ponerle una cerradura mejor.

Esta tarde he sido sustituido en el trabajo que efectuaba respecto al caso H-G. El capitán cree que el caso será beneficiado por la infusión de sangre fresca. La nada oportuna elección de las palabras fue suya. Tengo mis dudas acerca de su motivación para esto, pero lo cierto es que no he establecido nuevos récords en el trabajo detectivesco, de modo que no me encontraba en posición de discutir con él.

Debo haber parecido bastante hundido por la noticia, porque de repente se ha mostrado muy amistoso conmigo y me ha sugerido que me tomase un descanso. De hecho, se ha mostrado muy al corriente de mi ficha personal, sabiendo que yo había acumulado cantidades de tiempo de vacaciones no usado, y urgiéndome a que me lo tomara.

Al principio no me mostré excesivamente contento con la idea, pero luego he empezado a considerarla como excelente. He hallado mi lugar en el sol: un simpático y pequeño oasis llamado Ahuacatlán, justo al norte de Guadalajara. Algunas comprobaciones preliminares vía conferencia a larga distancia me han revelado que el dicho burgo está extremadamente adecuado para que disfrute de algunos de mis intereses recreativos. En especial la caza y la pesca.

Espero estar fuera durante dos o tres días. El contacto telefónico es tenue e indeseable… a los nativos les preocupa mucho el guardar su intimidad. Te llamaré cuando regrese. Mis saludos a Stradivarius (¿o es Stradivarieta?), y no te metas en problemas.

Te aprecia, Milo

Se la di a Robin para que la leyera. La acabó y me la devolvió.

– ¿Qué es lo que dice… que le han echado a patadas del caso?

– Sí. Probablemente a causa de presiones externas. Pero se va a Méjico a comprobar el pasado de McCaffrey. Aparentemente, cuando llamó allá abajo por teléfono sacó lo bastante como para que le interesase comprobarlo más a fondo.

– ¿Y lo está haciendo a espaldas de su capitán?

– Debe creer que merece la pena – Milo era un hombre valiente, pero no era ningún mártir. Deseaba conservar su pensión tanto como cualquier otro.

– Entonces tú tenías razón. Acerca de La Casa -se metió bajo la ropa de la cama y se cubrió hasta la barbilla. Se estremeció, y no era de frío.

– Sí -el tener razón nunca me había parecido tan poco reconfortante.

La música de la radio llegó a un climax, tras girar algunas esquinas y de repente hizo una inesperada pirueta. Un batería se había unido a Rollins, y abofeteaba un tam – tam tropical en sus tambores… Sólo se me ocurría pensar en caníbales y lianas repletas de serpientes. Cabezas reducidas…

– Abrázame.

Me metí junto a ella y la besé y la abracé y traté de actuar con calma. Pero durante todo el tiempo mi mente estaba en otro lugar, perdida en algún trozo congelado de tundra, flotando mar adentro.

19

El vestíbulo de entrada al Centro Médico Pediátrico del Oeste estaba forrado con placas de mármol grabadas con los nombres de benefactores, muertos ya hacía tiempo. Dentro, el vestíbulo principal estaba lleno con los heridos, los enfermos y los condenados. Padres se mordían las uñas, se peleaban con impresos del seguro y trataban de no pensar en las pérdidas de las masculinidad resultantes de los encontronazos con la burocracia. Los bebés correteaban, colocando sus manos en el mármol, apartándolas rápidamente al notar el frío y dejando tras de sí sucios recuerdos. Un altavoz llamaba nombres y los elegidos se tambaleaban hasta el mostrador de admisiones. Una dama de cabello azulado, con el uniforme a rayas verdes y blancas de los voluntarios de hospitales estaba sentada tras el mostrador de informaciones, tan desconcertada como aquellos a los que se le había mandado asistir.

En un rincón lejano del vestíbulo, niños y mayores estaban sentados en sillas de plástico y miraban la televisión. El aparato sintonizaba un serial que sucedía en un hospital. Los doctores y las enfermeras de la pantalla vestían de un blanco impoluto, tenían el cabello arreglado de peluquería, rostros perfectos y dientes que irradiaban un destello mucoso mientras conversaban en tonalidades lentas, delicadas y bajas acerca del amor, el odio, la angustia y la muerte. Los doctores y las enfermeras que se abrían paso a codazos por el vestíbulo eran, en su conjunto, mucho más humanos: de ropas arrugadas, con ojos de sueño, acosados. Los que entraban se apresuraban, respondiendo a buscapersonas y llamadas telefónicas de emergencia. Los que salían lo hacían con la premura de presos que se escapan, temiendo llamadas de regreso a sus salas en el último momento.

Yo me había puesto mi bata blanca y placa del hospital y llevaba un maletín, cuando las puertas automáticas me permitieron entrar y el guardián, de unos sesenta años y nariz rojiza, me saludó al pasar:

– Buenos días, doctor.

Bajé en ascensor hacia el sótano, junto a una derrotada pareja de negros en la treintena y su hijo, un marchitado chico grisáceo de nueve años, que estaba en una silla de ruedas. En el semisótano se nos unió una técnica de laboratorio, una chica gorda que llevaba una cesta con jeringas, agujas, tubos de goma y tubos de cristal llenos con el jarabe rubí de la vida. Los padres del chico en la silla de ruedas miraron con ansia la sangre; él giró la cabeza hacia la pared.

El viaje terminó en un estremecimiento. Fuimos vomitados a un pasillo amarillo mugriento. Los otros pasajeros giraron a la derecha, hacia el laboratorio. Yo fui en la otra dirección, llegué a una puerta señalada «Historiales Médicos», la abrí y entré.

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