Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Nada había cambiado desde que yo me había ido. Tuve que ponerme de lado para pasar por el estrecho pasadizo abierto entre los montones de historiales, amontonados desde el suelo al techo. Aquí nada de ordenadores, nada de intentonas de alta tecnología para ordenar las decenas de millares de carpetas marrones en algo que pareciese un sistema coherente. Los hospitales son instituciones conservadoras, y el Pediátrico del Oeste era el más retrógado de todos, dando al progreso la misma bienvenida que un perro le da a la sarna.

Al final del corredor había una pared gris desnuda. Justo frente a ella se sentaba una joven filipina, de aspecto adormilado, que estaba leyendo una revista de modas.

– ¿Puedo ayudarle?

– Sí. Soy el doctor Delaware. Necesito el historial de uno de mis pacientes.

– Podía haber hecho que su secretaria nos llamase, doctor, y se lo hubiéramos enviado.

Seguro. Dentro de dos semanas.

– Se lo agradezco, pero necesito verlo ahora mismo y mi secretaria aún no ha llegado.

– ¿Cómo se llama el paciente?

– Adams. Brían Adams -la sala estaba dividida alfabéticamente. Había elegido un apellido que la llevaría al extremo más alejado de la sección A- K.

– Si me llena este formulario, yo misma se lo buscaré. Llené el impreso, mintiendo con toda naturalidad. Ella no se molestó en mirarlo y lo dejó caer en un archivador metálico. Cuando se hubo ido, oculta tras los montones, yo fui a la parte L- Z de la habitación, busqué entre las N y hallé lo que buscaba. Me lo guardé en el maletín y regresé.

Ella volvió minutos más tarde.

– Tengo aquí tres Brian Adams, doctor. ¿Cuál de ellos es?

Miré los tres y elegí uno al azar.

– Éste es.

– Si me firma esto – alzaba un segundo formulario-, puedo dejarle llevárselo en préstamo durante veinticuatro horas.

– No habrá necesidad de eso. Lo puedo examinar aquí. Hice toda una pantomima de parecer muy estudioso, mientras hojeaba el historial médico de Brian Adams, de once años, admitido cinco años antes para un rutinaria tonsiloctomía; chasqueé la lengua, agité la cabeza, tomé algunas notas sin sentido, y se lo devolví.

– Gracias. Me ha sido usted de una gran ayuda.

No me contestó, habiendo regresado ya al mundo del camuflaje cosmético y el vestuario diseñados para el segmento sadointelectual.

Hallé una sala de conferencias vacía, pasillo abajo, junto al depósito de cadáveres, cerré la puerta por dentro y me senté para examinar las crónicas finales de Cary Nemeth.

El chaval había pasado las últimas veintidós horas de su vida en la Unidad de Cuidados Intensivos del Pediátrico del Oeste, ni un segundo de las cuales había estado consciente. Desde un punto de vista médico era un caso abierto y cerrado: sin esperanzas. El interno que lo había admitido había tomado sus notas de un modo factual y objetivo, titulándolas Auto contra Peatón, en esa extraña jerga de la medicina que hace que las tragedias suenen a acontecimientos deportivos.

Había sido traído por una ambulancia, aplastado, golpeado, con el cráneo hecho trizas, con todas sus funciones corporales perdidas, excepto las más rudimentarias. Y, sin embargo, millares de dólares habían sido gastados en retrasar lo inevitable, y se habían escrito las suficientes páginas como para hacer un historial médico del tamaño de un libro de texto. Las hojeé: notas de las enfermeras, con su contabilidad compulsiva de entradas y salidas, con el niño reducido a centímetros cúbicos de fluido y fontanería; gráficos de la UCI, notas de progresos, ése sí que era un chiste cruel, consultas a neurocirujanos, nefrólogos, neurólogos, radiólogos, cardiólogos; pruebas de sangre, rayos X, scanners, desviaciones, suturas, alimentaciones intravenosas, suplementos nutritivos parenterales, terapia respiratoria y, finalmente, la autopsia.

Cosido con una grapa al interior de la contraportada estaba el informe del Sheriff, otro ejemplo de reducción a través de la jerga. En su igualmente precioso dialecto, Cary Nemeth era la V, o sea la Víctima.

La V había sido arrollada desde atrás mientras caminaba hacia abajo por la Malibú Canyon Road, justo antes de la medianoche. Iba descalzo y vestía un pijama, amarillo, tenía buen cuidado en señalar el informe. No habían señales de frenada, lo que había llevado al Diputado del Sheriff que hacía el informe a suponer que la V había sido impactada con toda la fuerza del coche. Y, por la distancia a la que había sido lanzado el cuerpo, se estimaba la velocidad del vehículo entre los sesenta y cinco y los ochenta y cinco kilómetros por hora.

El resto era papeleo, un bocadillo de cartulina para algún ordenador del centro.

Era un documento deprimente. Nada de él me sorprendía. Ni siquiera el hecho de que el pediatra de Cary Nemeth, el médico que había firmado el certificado de defunción, fuera Lionel Willard Towle, Doctor en Medicina.

Dejé el historial metido bajo un montón de placas de rayos X y caminé hacia el ascensor. Dos chavales de once años se habían escapado de una sala y estaban haciendo una carrera de sillas de ruedas. Pasaron dando alaridos, con sus tubos intravenosos agitándose como látigos, y yo tuve que echarme a un lado para evitarlos.

Tendí la mano hacia el botón del ascensor y oí mi nombre:

– ¡Hola, Alex!

Era el Director Médico, que venía charlando con un par de internos. Los despidió y se acercó a mí.

– Hola, Henry.

Había ganado unos cuantos kilos desde la última vez que lo había visto, con su papada luchando contra los confines del cuello de su camisa. Su complexión era poco saludablemente rubicunda. Tres cigarros sobresalían del bolsillo del pecho.

– ¡Qué coincidencia! -me dijo, entregándome una mano flaccida-. Estaba a punto de llamarte.

– ¿De veras? ¿Y para qué?

– Hablemos en mi oficina.

Cerró la puerta y se metió tras su escritorio.

– ¿Qué tal te van las cosas, hijo?

– Muy bien, papi.

– Bien, bien -sacó un cigarro de su bolsillo e hizo movimientos masturbatorios, arriba y abajo, con el envoltorio de celofán -. No me voy a andar con rodeos, Alex. Sabes que ése no es mi estilo… siempre voy directo al grano, ésa es mi filosofía. Hay que decir lo que uno piensa y que la gente sepa en dónde te encuentras.

– Por favor, hazlo.

– Sí. Hum. Eso es lo que voy a hacer – se inclinó hacia adelante, ya fuera para vomitar o preparándose para transmitir una grave confidencia-. He… he recibido una queja acerca de tu conducta profesional.

Se recostó en el sillón, placenteramente expectante, como un crío que espera que estalle un petardo.

– ¿Will Towle?

Sus cejas saltaron hacia el cielo. Pero no había petardos allá arriba, así que descendieron de nuevo.

– ¿Lo sabías?

– Di que ha sido una deducción afortunada.

– Sí. Bueno, pues estás en lo cierto. Está indignado por algún intento de hipnosis que has hecho u otra tontería por el estilo.

– Está cargado de puñetas, Henry.

Sus dedos se pelearon con el celofán. Me pregunté cuánto tiempo había pasado sin hacer cirugía.

– Comprendo tu punto de vista; sin embargo, Will Towle es un hombre importante, al que no se le puede tomar a la ligera. Está pidiendo una investigación, algún tipo de…

– ¿Caza de brujas?

– No me estás poniendo esto nada fácil, jovencito.

– No me da miedo ni Towle ni ningún otro. Estoy retirado, Henry, ¿o es que lo habías olvidado? Comprueba cuándo fue la última vez que recibí mi sueldo.

– No se trata de eso…

– De lo que se trata, Henry, es que, si Towle tiene algo en contra mía, que me lleve ante el Comité del Estado. Estoy preparado a intercambiar acusaciones. Te aseguro que será una experiencia muy educativa para todos los implicados.

Sonrió untuosamente.

– Me caes bien, Alex. Te digo esto para que estés advertido.

– ¿Advertido de qué?

– La familia de Will Towle ha donado cientos de millares de dólares a este hospital. Muy posiblemente hayan pagado la silla en la que en este momento estás sentado.

55
{"b":"113395","o":1}