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Me puse de pie.

– Gracias por avisarme.

Sus ojillos se endurecieron. El cigarro se partió entre sus dedos, llenando su mesa de trocitos de tabaco. Miró hacia abajo, a su chupete perdido, y por un momento me pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Sería muy divertido en el sofá de un analista.

– No eres tan independiente como te crees ser. Está el asunto de tus privilegios como miembro de la plantilla.

– ¿Estás diciendo que, porque Will Towle se ha quejado de mí, corro el peligro de perder el derecho a practicar aquí?

– Lo que te estoy diciendo es que no levantes olas. Llama a Will, pídele excusas. No es un mal tipo. De hecho, vosotros dos tendríais que tener mucho en común. Él es un experto en…

– Pediatría del Comportamiento. Ya lo sé. Henry, ya he oído esta tonada y no tocamos en la misma banda.

– Recuerda esto, Alex: el estatus de los psicólogos en el equipo médico siempre ha sido muy tenue.

Un viejo discurso me vino a la mente. Algo acerca de la importancia del factor humano y de cómo se interrelacionaba con la medicina moderna. Pensé en echárselo en cara. Luego le miré al rostro y me di cuenta de que no había nada que hacer.

– ¿Eso es todo?

No tenía nada más que decir. Su tipo de persona pocas veces tiene algo que decir, una vez que la conversación ha ido más allá de los tópicos generales, los dobles sentidos, o las amenazas.

– Buenos días, doctor Delawere -me dijo.

Me fui en silencio, cerrando al puerta tras de mí.

Estaba de vuelta en el vestíbulo, que se había vaciado de pacientes y ahora estaba repleto con un montón de visitantes de algún grupo de damas voluntarias. Las damas tenían escrito en sus rostros que venían de familias con dinero antiguo y buena educación… eran como universitarias ya creciditas. Escuchaban arrobadas, mientras un lacayo de la administración les largaba una perorata prefabricada acerca de cómo el hospital estaba a la vanguardia del progreso médico y humanitario y todo era para los niños. Asentían con sus cabezas, tratando de no mostrar su ansiedad.

El lacayo peroraba acerca de cómo los niños eran el tesoro del futuro. Y lo único que venía a mi mente era la visión de huesos de pequeños, molidos en harina para beneficio del molino de alguien.

Di la vuelta y caminé hasta el ascensor.

El tercer piso del hospital albergaba la mayor parte de las oficinas administrativas, que tenían la forma de una T invertida, forradas con paneles de madera oscura y enmoque-tadas con algo que tenía el color y la consistencia del musgo. La oficina del equipo médico estaba situada en la parte de abajo del tallo de la T, en una suite de paredes acristaladas con vista a las colinas de Hollywood. La elegante rubia que estaba tras el mostrador era alguien a quien no había contado con ver, pero me arreglé la corbata y entré.

Ella alzó la vista, pensó si no reconocerme, luego se lo pensó mejor y me otorgó una sonrisa principesca. Extendió la mano con los modos imperiosos de alguien que ha estado en el mismo trabajo el suficiente tiempo como para hacerse ideas de ser irremplazable.

– Buenos días, Alex.

Sus uñas eran largas y estaban cubiertas por una espesa capa de pintura nacarada, como si hubiera saqueado las profundidades del océano para colmar su vanidad. Tomé la mano y la manejé con el cuidado que estaba exigiendo.

– Cora.

– ¡Qué alegría volverte a ver! ¡Ha pasado mucho tiempo!

– Sí que lo ha pasado.

– ¿Vas a volver con nosotros…? Oí que habías dimitido.

– No, no voy a volver. Y sí, sí lo hice.

– ¿Disfrutando de tu libertad? – me favoreció con otra sonrisa. Su cabello parecía más rubio, más maltratado, su figura más llena, pero aún de primera clase, y estaba embutida en un vestido de punto de color chartreuse que hubiera intimidado a alguien de unas proporciones menos heroicas.

– Lo hago. ¿Y tú?

– Haciendo lo mismo de siempre – suspiró.

– Y haciéndolo bien, seguro.

Por un momento pensé que el halago había sido un error. Su rostro se endureció y mostró algunas nuevas arrugas.

– Ya sabemos -proseguí-, quién hace que las cosas marchen realmente aquí.

– Oh, vamos – flexionó su mano como si fuera un abanico.

– Desde luego no son los doctores -resistí el impulso de llamarla «vieja amiga».

– ¡Desde luego que no! Es asombroso que veinte años de educación no le den a uno ni una pizca de sentido común. Yo soy sólo una pobre esclava asalariada, pero al menos se dónde está arriba y dónde abajo.

– Estoy seguro de que nunca serás la esclava de nadie, Cora.

– Bueno, no sé -unas pestañas tan espesas y oscuras como plumas de cuero fueron bajadas coquetamente.

Ella estaba al principio de la cuarentena y, bajo la inmisericorde luz fluorescente que iluminaba la oficina, se le veía cado uno de esos años. Pero estaba muy bien formada, con buenas facciones; era una de esas mujeres que mantienen la forma de la juventud, pero no la textura. En otro tiempo, hacía siglos, había parecido juvenil, despreocupada y atlética, mientras nos revolcábamos por el suelo de la oficina de historiales médicos. Había sido un asunto de una sola vez, seguido de un boicot mutuo. Pero ahora ella estaba flirteando, con el recurso borrado por el paso del tiempo.

– ¿Te han tratado bien? -le pregunté.

– Tan bien como cabría esperar. Ya sabes cómo son los doctores.

Hice una mueca.

– Soy un accesorio más -dijo -. Si algún día trasladan la oficina, me llevarán con el resto del mobiliario.

Miré su cuerpo, arriba y abajo.

– No creo que nadie te pueda confundir con el mobiliario. Ella rió nerviosamente y se retocó el cabello con un gesto reflejo.

– Gracias -el autoescrutinio se hizo demasiado perturbador, por lo que me puso a mí bajo los focos.

– ¿Qué es lo que te ha traído aquí?

– Estoy atando cabos sueltos… acabando unos historiales incompletos, papeleo. No me he preocupado demasiado de estar al día en mi correo. Me parece que recibí un aviso de que estaba retrasado en el pago de mis cuotas colegiales.

– No recuerdo haberte mandado ninguno, pero podría haberlo hecho alguna de las otras chicas. Estuve fuera un mes. Por una operación.

– Lamento oír eso, Cora. ¿Todo va bien ahora?

– Problemas femeninos -sonrió-. Dicen que estoy muy bien.

Su expresión indicaba que los que decían tal cosa eran unos redomados mentirosos.

– Me alegro.

Cruzamos nuestras miradas; por un momento, pareció tener veinte años, inocente y esperanzada. Me dio la espalda, como si quisiera que esa imagen fuera la que me quedase en la mente.

– Déjame comprobar tu ficha..

Se alzó y abrió un archivador laqueado en negro, del que sacó una carpeta azul.

– No -me dijo- estás al correinte. Recibirás una notificación para el pago del próximo año, en un par de meses.

– Gracias.

– No hay por qué. Volvió a guardar la carpeta.

– ¿Hace una taza de café? -inquirí en modo casual. Me miró, luego miró su reloj.

– No me toca un descanso hasta las diez, pero, ¿qué infiernos? Sólo se vive una vez… ¿no?

– Justo.

– Déjame ir al cuarto de las niñas y arreglarme un poco.

Se ahuecó el cabello, recogió su bolso y salió de la oficina para ir al lavabo que estaba al otro extremo del pasillo.

Cuando vi que la puerta se cerraba tras ella me acerqué al archivador. El cajón que ella había abierto estaba marcado «Personal, A- G». Dos cajones más abajo hallé lo que buscaba. Y fue a parar al interior del buen maletín.

Estaba esperando junto a la puerta cuando ella regresó, lavada sonrosada y hermosa, y oliendo a pachuli. Tendí mi brazo y ella lo cogió.

Tomando el café del hospital la estuve escuchando. Me habló de su divorcio, una herida de siete años de antigüedad que no acababa de cicatrizar, de la hija quinceañera que la estaba volviendo loca de hacer excatamente lo mismo que ella había hecho cuando era una adolescente, problemas con el coche, la insensibilidad de sus superiores, la injusticia de la vida.

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