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Era extraño el llegar a conocer, por primera vez, a una mujer en cuyo cuerpo yo me había introducido. En el juego de palabras cruzadas que es el apareamiento actual, había mucha más intimidad en sus narraciones de penas y pesares que la que había habido en el abrir de sus piernas.

Nos separamos como amigos.

– Vuelve otra vez a visitarme, Alex.

– Lo haré.

Caminé hacia el aparcamiento, maravillándome de la facilidad con que me podía poner la máscara del engaño. Siempre me había gratificado a mí mismo con una autoconside-ración de integridad. Pero, en los últimos tres días, me había convertido en un experto en robo con disimulo, ocultamiento de la verdad, mentira descarada con faz imperturbable y putañeo emocional.

Debía de ser a causa de las malas compañías.

Fui hasta un coquetón restaurantito italiano en el Oeste de Hollywod. El local acababa de abrir y yo estaba solo en mi cubículo de la parte de atrás. Ordené escalopines al Marsala, un acompañamiento de linguini con ajo y aceite y una Coors.

Un camarero que arrastraba los pies me trajo la cerveza. Mientras esperaba la comida abrí el maletín y examiné mi botín.

La ficha de Towle tenía cuarenta páginas de largo. La mayor parte consistía en fotocopias de sus diplomas, certificados y premios. Su curriculum vitae eran veinte páginas de baladronadas, marcadamente desprovistas de toda cita a publicaciones científicas… había sido coautor de un breve informe cuando era un interno y no había vuelto a escribir nada desde entonces… y en cambio estaba lleno de entrevistas en la radio y televisión, conferencias a grupos de personas no médicas, servicios voluntarios a La Casa y otras organizaciones similares. Y, sin embargo, era catedrático con todas las consecuencias de ello en la Facultad de Medicina. ¿Dónde estaba aquí el rigor académico?

El camarero me trajo la ensalada y un cesto con panecillos. Tomé la servilleta con una mano e iba a meter de nuevo el historial en el maletín con la otra, cuando algo en la primera página de la ficha resumen atrajo mi atención.

En la casilla marcada como universidad en la que cursó sus estudios él había indicado: Jedson Colege, Bellevue, Washington.

20

Me fui a casa, llamé al Los Ángeles Times y pedí por Ned Biondi, en Noticias Locales. Biondi era uno de los redactores jefes del periódico, un tipo bajito y nervioso, que parecía salido de la película Primera Página. Yo había tratado a su hija quinceañera de anorexia nerviosa hacía unos años. Biondi, con su salario de periodista, no había podido lograr reunir el dinero para el tratamiento (eso complicado por su tendencia a apostar por el caballo equivocado en Santa Anita). Pero la chica tenía problemas y yo había hecho la vista gorda. Le había costado año y medio liquidar la deuda. Su hija había quedado curada tras unos meses de irle arrancando capas de odio a sí misma, que estaban sorprendentemente osificadas tratándose de alguien que sólo tenía diecisiete años de edad. La recordaba claramente, una chica alta y morena, que vestía pantalones cortos de corredora y camisetas que acentuaban el aspecto esquelético de su cuerpo; una muchacha de rostro ceniciento y de piernas como palillos que pasaba de períodos profundos y depresivos de silencio ensimismado a ataques de hiperactividad durante los cuales estaba dispuesta a entrar en cualquier categoría de competición olímpica, con una dieta de sólo trescientas calorías diarias.

Había logrado meterla en el Pediátrico del Oeste, en donde había permanecido durante tres semanas. Luego, tras meses de psicoterapia, el tratamiento había logrado tener efecto, y eso la había permitido enfrentarse con una madre que era demasiado hermosa, un hermano que era demasiado atlético y un padre que era demasiado ocurrente…

– Biondi.

– Ned, soy Alex Delaware.

Le llevó un segundo reconocer mi nombre, sin el título.

– ¡Doctor! ¿Cómo está usted?

– Estoy bien, ¿y cómo está Anne Marie?

– Muy bien. Está acabando su segundo año en Wheaton… en Boston. Tiene algunas buenas notas y otras no tan buenas, pero éstas no le dan pánico. Aún es demasiado exigente consigo misma, pero parece estarse ajustando bien a los altos y los bajos de la vida, tal como los llamó usted. Su peso se ha estabilizado en cuarenta y uno.

– Excelente. Déle recuerdos de mi parte cuando hable con ella.

– Desde luego que lo haré. Y muchas gracias por haber llamado.

– Bueno, en realidad hay algo más que un seguimiento profesional de un caso.

– ¿Oh? -a su voz llegó una tonalidad expectante, el condicionamiento a la vigilancia que tiene alguien que vive de abrir cajas cerradas.

– Necesito un favor.

– Diga cuál.

– Voy a volar hacia el norte, a Seattle, esta noche. Necesito obtener algunos documentos en una pequeña universidad que hay allí, Jedson.

– Hey, eso no es lo que esperaba. Creía que lo que quería era que le hiciera una buena crítica de un libro suyo en la edición dominical o algo parecido. Esto suena a cosa seria.

– Lo es.

– Jedson, lo conozco. Anne Marie iba a tratar de matricularse allí… creímos que un lugar pequeño representaría menos presiones para ella, pero era un cincuenta por ciento más caro que Wheaton, Reed u Oberlin… y eso que esos sitios no son precisamente gratuitos. ¿Qué documentos necesita de allí?

– No se lo puedo decir.

– Doctor -dijo riéndose -, perdone la expresión, pero es usted un calientabraguetas. Yo soy un husmeador profesional. Colóqueme delante algo extraño y se me pone tiesa.

– ¿Y qué le hace pensar que esto es extraño?

– Los doctores que van por ahí tratando de meterse en los archivos ajenos no son una cosa común. De hecho, si la memoria no me falla, son los comecocos los que se acostumbran a encontrar con que se les meten en sus consultas y acaban con un cadáver en ellas.

– No puedo explicárselo ahora, Ned.

– Soy bueno guardando secretos, Doc.

– No. Aún no. Confíe en mí. Ya lo hizo antes.

– Eso ha sido pegar bajo el cinturón, Doc.

– Lo sé. Y no le daría un golpe bajo si esto no fuera importante. Necesito su ayuda. Quizá esté detrás de algo, quizá no. Si lo estoy, usted será el primero en enterarse.

– ¿Es algo grande?

Pensé en ello por un momento.

– Podría ser.

– De acuerdo -suspiró-, ¿qué es lo que quiere que haga?

– Voy a dar su nombre como referencia. Si alguien le llama, quiero que apoye mi historia.

– ¿Y cuál es esa historia? Escuchó.

– Eso parece bastante inofensivo. Naturalmente -añadió jocosamente-, si le descubren probablemente me encontraré sin trabajo.

– Tendré cuidado.

– Aja. ¡Qué infiernos, al fin y al cabo ya me queda poco para que me den el reloj de oro! – hubo una pausa, como si estuviera imaginándose cómo iba a ser su vida tras la jubilación. Aparentamente no le gustó lo que imaginó, porque cuando volvió a ocupar la línea, había brío en la voz y me ofreció el lamento priápico del reportero-: Voy a volverme mochales tratando de pensar de qué va todo esto. ¿Está seguro de que no quiere darme ni una pista de lo que anda detrás?

– No puedo, Ned.

– De acuerdo, de acuerdo. Vaya tras de su madeja y piense en mí si por el ovillo obtiene un jersey.

– Lo haré. Gracias.

– Oh, infiernos, no me dé las gracias. Aún me siento mal por haber tardado tanto tiempo en pagarle. Ahora miro a mi niña y veo a una damisela sonriente y de mejillas sonrosadas, toda una belleza. Aún es algo demasiado delgada para mi gusto, pero al menos no es un cadáver ambulante como antes. Es normal, por lo menos hasta donde yo alcanzo a ver. Ahora puede sonreír. Y eso se lo debo a usted, doctor.

– Que siga bien, Ned.

– Lo mismo digo.

Colgué. Las palabras de agradecimiento de Biondi me hicieron tener un instante de dudas acerca de mi retiro de la profesión. Luego pensé en cuerpos ensangrentados y la duda se alzó y se sentó en la parte trasera del coche de muertos.

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