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Me costó varios falsos intentos el encontrar a la persona adecuada en el Jedson College.

– Relaciones Públicas, señora Dopplemeier.

– Señora Dopplemeier, soy Alex Delaware, escritor del Los Angeles Times.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Delaware?

– Estoy escribiendo un artículo sobre las pequeñas universidades del Oeste, concentrándome en las instituciones que no son muy conocidas, pero no obstante excelentes desde un punto de vista académico: Claremont, Occidental, Reed, etc. Me gustaría incluir a Jedson en el trabajo.

– ¿Oh, realmente? – sonaba sorprendida, como si fuera la primera vez que alguien hubiera etiquetado a Jedson como excelente en lo académico -. Eso sería muy agradable, señor Delaware. Me complacería mucho contestarle ahora mismo a todas las preguntas que tenga en mente.

– No era en eso en lo que yo pensaba. Verá, intento darle al artículo una visión más personal. Mi director está menos interesado en las estadísticas que en el sabor local. El fondo del artículo es que las universidades pequeñas ofrecen un mayor grado de contacto y de… intimidad, que es algo que les falta a las grandes universidades.

– ¡Qué cierto es eso!

– Lo que estoy haciendo es visitando los campus, charlando con el profesorado y los estudiantes… es un artículo con mis impresiones subjetivas.

– Comprendo exactamente lo que busca. Lo que usted quiere destacar es la parte humana…

– Exactamente. Ése es un modo maravilloso de expresarlo.

– Yo trabajé dos años en un periódico local en New Jersey antes de venir a Jedson -dentro del alma de cada relaciones públicas se esconde un homúnculo periodístico, que se impacienta por ser liberado y gritar «¡ Exclusiva!» a los oídos del mundo.

¡Ah, un alma gemela!

– Bueno, ya lo he dejado, pero de vez en cuando pienso en volver a ello.

– No es un modo de hacerse rico, pero uno nunca deja de confiar en ello, señora Dopplemeier.

– Margaret.

– Margaret. Pensaba volar hasta ahí esta noche y me pregunto si podría mañana hacerle una visita.

– Déjeme ver -oí ruido de papeles-. ¿Qué le parece hacia las once?

– Excelente.

– ¿Hay algo que quiere que le tenga preparado?

– Una cosa que andamos mirando es lo que les suceda a los graduados de las pequeñas universidades. Me gustaría oír de sus alumnos con más éxito: doctores, abogados, este tipo de personas.

– Yo misma no he tenido tiempo de familiarizarme con la lista de los antiguos alumnos… llevo aquí muy pocos meses. Pero haré preguntas por aquí y veré si puedo encontrar a alguien que le pueda ayudar.

– Se lo agradecería.

– ¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted, caso de que me fuera necesario?

– Estaré de viaje la mayor parte del tiempo, pero puede dejar un mensaje a mi jefe del Times, Edward Biondi. – Le di el número de Ned.

– Muy bien. Entonces quedamos para mañana a las once. La universidad está en Bellevue, justo en las afueras de Seattle. ¿Sabe dónde se encuentra esto?

– ¿En la costa este del Lago Washington? -años atrás había sido profesor invitado en la Universidad de Washington y había visitado la casa de quien me había invitado, en Bellevue. Lo recordaba como un pueblo- dormitorio de clase media y alta, con casas agresivamente modernas, céspedes cuadrados trazados con regla y centros comerciales ocupados por tiendas de comida para gourmets, galerías de antigüedades y tiendas de ropa cara.

– Así es. Si viene desde el centro, coja la 1- 5 hasta la 520 que gira en el Puente Flotante de Evergreen Point. Vaya todo el camino a través del puente hasta la orilla este, gire al sur en Fairweather y continúe a lo largo de la costa. Jedson se encuentra en la Bahía de Meydenbauer, nada más pasar el club de yates. Yo estoy en el primer piso del Crespi Hall. ¿Se quedará usted a comer?

– No se lo puedo asegurar. Depende cómo ande de tiempo -y de lo que encuentre.

– Por si acaso, tendré algo preparado para usted.

– Es muy amable por su parte, Margaret.

– Cualquier cosa por un compañero periodista, Alex. Mi siguiente llamada fue a Robin. Tardó nueve timbrazos en contestar.

– Hey -estaba sin aliento-. Tenía en marcha la sierra grande y no te oía. ¿Qué pasa?

– Me voy a ir de la ciudad un par de días.

– ¿A Tahití sin mí?

– Nada tan romántico, a Seattle.

– Oh. ¿Trabajo de detective?

– Llámalo mejor investigaciones biográficas – le dije lo de que Towle había estudiado en Jedson.

– Desde luego andas detrás de ese tipo, ¿no?

– Él también anda tras de mí. Cuando he estado en el Pediátrico esta mañana Henry Bork me cazó en el pasillo, me metió en su oficina y me dio una versión no demasiado sutil del viejo apretar las tuercas. Parece ser que Towle ha estado poniendo en cuestión mi ética en público. No hay quien se lo quite de encima, como las setas venenosas después de una inundación. Él y Kruger comparten alma mater y eso me hace desear conocer algo más acerca de las muy nobles aulas de Jedson.

– Déjame ir contigo.

– No. Va a ser puro trabajo. Cuando todo esto haya acabado, te llevaré a unas verdaderas vacaciones.

– El pensar que vas a ir tú solo me deprime. En esta época del año aquello es muy triste.

– No me pasará nada. Tú cuida de ti misma y trabaja un poco. Te llamaré cuando llegue allí.

– ¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe?

– Sabes que me encanta tu compañía, pero no va a haber tiempo para hacer turismo. Ibas a pasarlo mal.

– De acuerdo – me dijo de mala gana-. Te echaré a faltar.

– Yo también a ti. Te amo. Cuídate.

– Lo mismo te digo. Te amo, cariño. Adiós.

– Adiós.

Tomé el vuelo de las nueve de la noche, que salía del aeropuerto de Los Angeles y aterrizaba en el Sea – Tac a las once y veinticinco. Alquilé un Nova en la Hertz, no era como el Seville, pero tenía una radio FM que alguien había dejado sintonizada en una emisora de música clásica. Una fuga de órgano de Bach en clave menor surgía del altavoz y yo no la corté: la música se ajustaba a la perfección a mi estado de ánimo. Confirmé mi reserva en el Westin, salí del aeropuerto, conecté con la autopista interestatal y me dirigí hacia el norte, al centro de Seattle.

El cielo estaba tan duro y frío como una pistola. Minutos después de que me metí en el asfalto la pistola demostró estar cargada: disparó un trueno y el agua comenzó a caer. Pronto era uno de esos torrentes airados que caen de los cielos del Noroeste y que convierten las autopistas en kilómetros de mojacoches para los que conducen.

– Bienvenido al Noroeste del Pacífico -dije en voz alta.

Los pinos y los abetos crecían en masas opacas a ambos lados del camino. Carteles iluminados anunciaban moteles rústicos y restaurantes de carretera que ofrecían comidas de maderero. Exceptuando a los semirremolques que gemían bajo cargas de troncos, yo era el único viajero de la carretera. Pensé lo bonito que sería estar dirigiéndome a una cabana en la montaña, con Robin a mi lado, con el maletero lleno de útiles de pesca y provisiones. Noté una repentina sensación de soledad y ansié un contacto humano.

Llegué al centro, poco después de la medianoche. El Westin se alzaba como un gigantesco tubo de ensayo, de acero y cristal, en medio del oscuro laboratorio que era la ciudad. Mi habitación del séptimo piso era decente, con una vista al Puget Sound y el puerto hacia el oeste, Washington y las islas hacia el este. Me saqué los zapatos que tiré por el suelo y me estiré en la cama, cansado, pero demasiado nervioso para poderme dormir.

Llegué a tiempo de ver las noticias del cierre en la estación local de televisión. El presentador era un tipo de cara de palo y ojos bizcos, e informaba de las noticias del día de un modo totalmente impersonal. Le daba idéntico énfasis a la narración de un asesinato en masa en Ohio que a los resultados de los partidos de hockey. Lo corté a media frase, apagué las luces, me desnudé en la oscuridad y miré las luces del puerto hasta quedarme dormido.

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