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Ignoré la pregunta.

– ¿Dónde están sus efectos personales?

– Eso usted debería de saberlo. La policía los tenía. Supongo que se los entregarían a su madre. ¿Qué es lo que sucede? ¿Han encontrado algo?

– Nada definido. Nada de lo que pueda hablar. Estamos tratando de hacer que las cosas se ajusten unas con otras.

– No me importa como lo hagan, sólo cácenlo y castíguenlo. ¡Ese monstruo!

Rebusqué un pedazo rancio de falsa confianza y lo embadurné bien por mi voz:

– Lo haremos.

– Sé que usted lo hará.

Su fe me hacía sentir intranquilo.

– Raquel, no estoy cerca de los archivos. ¿Tiene a mano la dirección de su madre?

– Seguro -me la dio.

– Gracias.

– ¿Tiene usted la intención de visitar a la familia de Elena?

– Creo que puede serme útil hablar con ellos en persona. Hubo un silencio al otro extremo. Al fin me dijo:

– Son buena gente. Pero quizá se le cierren a usted.

– Ya me ha pasado eso en otras ocasiones. Ella se echó a reír.

– Creo que sería mejor si yo fuese con usted. Casi soy un miembro más de su familia.

– ¿No sería una molestia para usted?

– No. Quiero ayudar. ¿Cuándo le gustaría ir?

– Esta tarde.

– Muy bien. Saldré pronto, les diré que no me encuentro bien. Venga a recogerme a las dos treinta. Apunte mi dirección.

Vivía en un barrio modesto del Oeste de Los Ángeles, no muy lejos de donde las autopistas de Santa Mónica y San Diego se unen en amoroso matrimonio, un área de bloques de apartamentos poblada por solteros que no se podían pagar la zona de Marina.

Se la veía a una manzana de distancia, esperando en la esquina, vestida con una blusa de crepé color sangre de pichón, falda de tejano azul y botas estilo Oeste de cuero repujado.

Subió al coche, cruzó sus marrones piernas, que no llevaban medias, y sonrió.

– Hola.

– Hola. Gracias por hacer esto.

– Ya le he dicho que esto es algo que deseo hacer. Quiero sentirme útil.

Conduje hacia el norte, rumbo a Sunset. Había jazz en la radio, algo de estilo free y átono, con solos de saxófono que sonaban como sirenas de la policía y tambores como el corazón de un detenido.

– Cambíelo, si no le gusta.

Tocó algunos botones, jugueteó con el mando y halló una emisora de rock suave. Alguien estaba cantando acerca de un amor perdido y viejas películas, entrelazando ambas cosas.

– ¿Qué es lo que quiere que le digan ellos? -me preguntó, arrellanándose.

– Si Elena les contó algo sobre su trabajo… específicamente del chico que murió. Y cualquier cosa sobre Handler.

Había montones de preguntas en sus ojos, pero las mantuvo allí.

– El hablarles acerca de Handler va a ser muy delicado. A la familia no le gustaba la idea de que ella saliese con un hombre que era mucho mayor. Y que además… -dudó-, era un anglo. En situaciones como ésta la tendencia es a negar todo lo que pasa, ni siquiera admitir su existencia. Es algo cultural.

– Hasta cierto punto es humano.

– Hasta cierto punto, quizá. Pero nosotros los hispanos lo hacemos más. En parte es a causa del catolicismo, el resto es por nuestra sangre india. ¿Cómo puede uno sobrevivir en algunas de las regiones desoladas en las que hemos vivido sin negar la realidad? Una sonríe y pretende que todo es verde y fértil y que hay cantidad de agua y de comida, y así el desierto no parece tan malo.

– ¿Alguna sugerencia sobre cómo podría yo darle la vuelta a esa negativa?

– No lo sé -estaba sentada con las manos cruzadas sobre el regazo, como una escolar bien educada -. Creo que será mejor que yo empiece a hablar. Cruz, la mamá de Elena, siempre me ha querido mucho. Quizá yo pueda darle la vuelta. Pero no espere milagros.

No tenía por qué preocuparse por eso

Echo Park es un pedazo de Latinoamérica transportado a las polvorientas y empinadas calles que, aguantadas por terraplenes de hormigón, que ya habían empezado a desmoronarse y se encuentran a ambos lados de Sunset Boulevard, se alzan entre Hollywood y el centro. Las calles tienen nombres como Macbeth y Macduff, Bonnybrae y Laguna, pero son cualquier cosa menos poéticas. Ascienden hacia el sur y luego caen hasta el ghetto de Union District. Hacia el norte también suben, encontrándose con el pequeño parque, centrado por un lago, que da al área su nombre, luego continúan por áridos senderos y se pierden en la incongruente tierra salvaje que mira desde arriba al Dodger Stadium y el Elysian Park, hogar de la Academia de Policía de Los Ángeles.

Sunset cambia cuando deja Hollywood y entra en Echo Park. Los cines pornos y los moteles por horas dejan paso a las boticas y bodegas, a tiendas de discos latinos y a una variedad infinita de chiringuitos de comidas: puestos de venta de tacos, restaurantes de pescado peruanos, hamburgueserías… y restaurantes latinos de primera categoría, peluquerías con los escaparates guardados por cráneos de porexpán con pelucas rubias, pastelerías cubanas, consultorios médicos y bufetes de abogados, bares y clubes sociales. Como muchas áreas pobres, la parte de Sunset en Echo Park está continuamente atestada de tráfico peatonal.

El Seville se fue abriendo paso, lentamente, a través de la muchedumbre de la tarde. En el paseo se notaba un ambiente tan urgente y crujiente como el tocino frito que escupían las freidoras de los puestos de comida. Había chicos que mostraban tatuajes caseros, madres quinceañeras llevando niños gordos en destartalados cochecitos que amenazaban con desmontarse cada vez que subían o bajaban una acera, jugadores de cartas callejeros, charlatanes, consejeros legales de inmigración con camisas almidonadas, mujeres de la limpieza en sus horas libres, abuelas, vendedores de flores, un torrente incesante de niños de ojos castaños.

– Es muy extraño -me dijo Raquel-, el volver aquí en un coche tan espectacular.

– ¿Cuánto hace que se fue usted de aquí?

– Un millar de años.

No parecía desear decir más de ello, así que lo dejé correr. En la Fairbanks Place me dijo que girara a la izquierda. La casa de los Gutiérrez estaba al extremo de un callejón retorcido, que llegaba hasta una cima y luego se convertía en un sendero de tierra que llevaba más allá de la colina. Medio kilómetro más y podríamos haber sido los únicos seres humanos del universo.

Me fijé en que tenía la costumbre de morderse: los labios, los dedos, los nudillos, cuando estaba nerviosa. Y ahora se estaba mordisqueando el pulgar derecho. Me pregunté qué clase de hambre satisfacería aquello.

Conduje cuidadosamente, apenas si había espacio para un solo vehículo, pasando junto a jóvenes vestidos con camisetas y trabajando en viejos coches con la dedicación de sacerdotes en santuarios, y niños chupándose los dedos pringados de caramelo. Hacía mucho, la calle había estado plantada con olmos que habían crecido hasta hacerse enormes. Sus raíces deformaban la acera y en las grietas crecían hierbas. Algunas ramas rozaban el techo del coche. Una vieja con piernas inflamadas envueltas de harapos empujaba un carrito de supermercado lleno de recuerdos hacia arriba de una cuesta que no tenía nada que envidiar a las de San Francisco. Las pintadas cubrían cada centímetro cuadrado de espacio libre, proclamando la inmortalidad de Little Wille Chacón, los Echo Parque Skulls, Los Conquistadores, los Lemoyne Boys y la lengua de María Paula Bonilla.

– Allí -señaló a una casa, estilo cabaña, pintada de verde claro y techada con papel asfáltico de color marrón. El patio delantero era seco y marrón, pero estaba circundado por esperanzados planteles de geranios y grupos de amapolas naranjas y amarillas. En la base de la casa había una hilera de piedras y sobre la entrada un pórtico que daba sombra a un viejo porche de madera en el que se encontraba sentado un hombre.

– Ése es Rafael, el hermano mayor. El que está en el porche.

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