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Aún estaba predicando, pero ahora estaba mezclando el sermón con una dosis de masaje a mi ego. Comprendí por qué lo apreciaban tanto los jefazos de las grandes empresas.

– De hecho, he empezado a echar en falta el trabajar con niños. Que es el motivo por lo que me he puesto en contacto con ustedes.

– Excelente, excelente. La pérdida de la psicología será en nuestro beneficio. Usted trabajó con el Pediátrico del Oeste, ¿no es así? Creo recordar haberlo leído en el periódico.

– Allí y en una consulta particular.

– Es un hospital de primera. Enviamos allí a muchos de nuestros niños cuando surge la necesidad de cuidados médicos. Estoy relacionado con varios de los médicos de su plantilla y muchos de ellos han sido muy generosos… en la entrega de sí mismos.

– Son unos hombres muy ocupados, Reverendo; debe usted de ser muy persuasivo.

– En realidad no; no obstante, me doy perfecta cuenta de la existencia de una necesidad humana básica de dar, o si lo prefiere, de una motivación altruística. Sé que esto choca de frente con la psicología moderna, que limita la noción de la motivación a la autogratificación, pero estoy convencido de que tengo la razón. El altruismo es algo tan básico como el hambre y la sed. Usted, por ejemplo, satisfizo sus propias necesidades altruísticas dentro de los límites de su profesión elegida. Pero, cuando dejó de trabajar, volvió ese hambre. Y -abrió los brazos -, aquí está.

Abrió un cajón de su escritorio, sacó un opúsculo y me lo entregó. Era muy deslumbrante y estaba muy bien hecho, tan cuidado como el informe trimestral de un conglomerado industrial.

– En la página seis podrá ver una lista parcial de nuestro directorio.

La hallé. Para ser una lista parcial era impresionante, extendiéndose a todo lo largo de la página y en letra pequeña. Y resultaba deslumbradora: incluía dos supervisores del condado, un miembro del consejo municipal, el alcalde, jueces, filántropos, grandes nombres del mundo del espectáculo, abogados, hombres de negocios y muchos médicos, algunos de cuyos nombres reconocí. Como L. Willard Towle.

– Todos esos son hombres muy atareados, doctor. Y, sin embargo, hallan el tiempo necesario para nuestros niños. Porque sabemos llegar hasta el recurso interno, la fuente del altruismo.

Fui pasando páginas. Había una carta de recomendación del gobernador, muchas fotos de chavales pasándoselo bien, y aún más fotos de McCaffrey. Su enorme masa aparecía con un traje de mil rayas en el show televisivo de Donahue, con smoking en una gala benéfica en el Music Center, con chandal y un grupo de sus jóvenes en la línea de llegada de las Olimpiadas Especiales. McCaffrey con personalidades de la televisión, con líderes del movimiento por los derechos civiles, con cantantes de música country y presidentes de bancos.

A mitad del folleto encontré a McCaffrey fotografiado en una sala que reconocí como el salón de conferencias del Pediátrico del Oeste. Junto a él, con el cabello cano brillando, estaba Towle. Al otro lado había un hombrecillo, con aspecto de rana, cuadrado, hosco incluso cuando sonreía. Era el tipo con ojos a lo Peter Lorre cuya fotografía había visto en la consulta de Towle. El texto bajo la foto lo identificaba como el Honorable Edwin G. Hayden, juez supervisor del Tribunal de Protección de Menores. La ocasión era la charla que había dado McCaffrey al equipo médico sobre: «La asistencia social a los niños: pasado, presente y futuro».

– ¿Está muy implicado en La Casa el doctor Towle? – pregunté.

– Pertenece a nuestro Comité y es uno de los médicos que hacen un trabajo rotatorio. ¿Lo conoce usted?

– Nos hemos visto. De un modo casual. Pero le conozco muy bien por su reputación.

– Sí, es toda una autoridad en la pediatría del comportamiento. Sus servicios nos son muy valiosos.

– Estoy seguro de ello.

Pasó el siguiente cuarto de hora enseñándome su libro, un volumen impreso localmente, de tapas blandas y lleno de lugares comunes muy edulcorados y una parte gráfica de primer orden. Le compré un ejemplar, por quince pavos, después de que me largó una versión más sofisticada de la petición de dinero envuelta en palabrería que antes me había soltado Kruger. El ambiente de la oficina, con sus muebles que parecían comprados en un saldo, daba credibilidad a su petición. Además, me había aprobado en lo que a pensamiento positivo se refería y aquél parecía un precio bajo por un descanso en el acoso.

Tomó los tres billetes de cinco dólares, los dobló y los metió ostentosamente en un cepillo para limosnas que tenía sobre su escritorio. El receptáculo estaba empapelado con el dibujo de un niño de aspecto solemne con unos ojos que rivalizaban con los de Melody Quinn en tamaño, luminosidad y la habilidad de proyectar una sensación de dolor interno.

Se puso en pie, me dio las gracias por haber venido y tomó mi mano entre las dos suyas.

– Espero verle pronto de nuevo, doctor. Ahora era mi turno de sonreír.

– De eso puede estar seguro, Reverendo.

La Abuela me estaba aguardando y, en cuanto entré en la sala de espera vino con un montón de impresos unidos por grapas y un par de lápices del número dos y punta muy afilada.

– Puede llenar esto aquí mismo, doctor Delaware – me dijo dulcemente.

Yo miré mi reloj.

– Uff, es mucho más tarde de lo que me imaginaba. Tendré que irme a toda prisa.

– Pero… -enrojeció.

– ¿Qué le parece si me da todo eso, para que me lo lleve a casa? Los llenaré y se los mandaré por correo.

– ¡Oh, no! ¡No puedo permitírselo! ¡Éstos son tests psicológicos! -apretó los papeles contra su pecho-. Las reglas dicen que tiene usted que llenarlos aquí.

– Bueno, pues entonces tendré que volver en otra ocasión – hice gesto de irme.

– Espere. Deje que se lo pregunte a alguien. Le preguntaré al Reverendo Gus si es…

– Me dijo que se iba a retirar para un período de meditación. No creo que desee que le molesten.

– Oh -estaba desorientada-. Tengo que preguntárselo a alguien. Espéreme aquí, doctor, y encontraré a Tim.

– Seguro.

Cuando se hubo ido, me deslicé por la puerta sin que nadie me viera.

El sol ya casi se había puesto. Era ese período de transición del día, cuando la paleta de colores diurnos va siendo rascada lentamente, con los colores desapareciendo para revelar una capa gris, ese segmento ambiguo del crepúsculo cuando todo se ve como un poco borroso en los bordes.

Caminé hacia mi coche, desconcertado. Había pasado tres horas en La Casa y había aprendido poco más que el Reverendo Augustus McCaffrey era un viejo astuto con unas glándulas carismáticas superactivas. Se había tomado el tiempo necesario para examinarme y había querido que yo me diese cuenta de ello. Pero sólo un paranoico hallaría algo ominoso en aquello. Estaba fanfarroneando, demostrándome lo bien informado y preparado que estaba. Lo mismo se podía decir de su ostentación de la abundancia de amigos que tenía en altos cargos. Era un puro flexionar los músculos psicológicos. El poder respetaba al poder, la fuerza gravitaba hacia la fuerza. Cuantas más conexiones pudiera mostrar McCaffrey más iba a lograr. Y aquél era el camino hacia la pasta abundante. Esto y los limosneros decorados con enanitos de ojos tristes.

Tenía la llave en la puerta del Seville y estaba de cara al campus de la institución. Se veía vacío y silencioso, como una granja bien llevada después de que se había hecho todo el trabajo. Probablemente era la hora de cenar, con los chicos en la cafetería, los consejeros vigilándoles y el Reverendo Gus soltándoles una elocuente bendición.

Me sentía como un tonto.

Estaba a punto de abrir la puerta cuando capté un movimiento cerca de la arboleda del Bosquecillo, a varios cientos de metros en la distancia. Era difícil estar seguro, pero creí ver una lucha, oír el sonido de gritos apagados.

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