– Entre, por favor.
Le seguí, como un hindú tras la pista de un elefante, hasta su oficina. Era amplia y con buenas ventanas, pero no más elegantemente montada que la sala de espera. Las paredes estaban cubiertas con la misma imitación de madera y estaban desprovistas de toda decoración, excepto el gran crucifijo de madera que colgaba sobre el escritorio, que era un rectángulo de fórmica y acero que parecía excedente del gobierno. El techo era bajo, de cuadrados blancos perforados, que colgaban de una rejilla de aluminio. Había una puerta tras el escritorio.
Me senté en una de un trío de sillas tapizadas en vinilo. Él se aposentó en una silla giratoria que gruñó en protesta, entrelazó los dedos y se inclinó hacia adelante sobre el escritorio, que ahora parecía uno de esos en miniatura que hacen para los niños.
– Espero que Tim le haya dado una visita completa y haya contestado a todas sus preguntas.
– Me ha sido de una gran ayuda.
– Bien -arrastró la palabra, convirtiéndola en tres sílabas -. Es un joven muy capacitado. Selecciono mi equipo con mucho cuidado.
Entrecerró los ojos.
– Tal como selecciono a todos los voluntarios. Sólo queremos lo mejor para nuestros niños.
Se echó hacia atrás y puso las manos sobre su tripa.
– Me complace sobremanera que un hombre de su talla haya considerado el unirse a nosotros, doctor. Nunca hemos tenido un psicólogo infantil en la Brigada de Caballeros. Tim me dice que está usted jubilado.
Me contempló jovialmente. Estaba claro que esperaba que yo explicase mi situación.
– Sí. Así es.
– Hum – se rascó tras una oreja, aún sonriendo. Esperando. Yo le devolví la sonrisa.
– ¿Sabe? -dijo al fin -, cuando Tim mencionó su visita pensé que su nombre me resultaba familiar, pero no lograba situarlo. Luego me vino de repente, justo hace unos momentos. Usted dirigió aquel programa para esos niños que fueron víctimas del escándalo en la guardería, ¿no es así?
– Sí.
– Un trabajo maravilloso. ¿Qué tal van esos chicos?
– Muy bien.
– Usted… se retiró justo después de que el programa se hubo acabado, ¿no es cierto?
– Sí.
La enorme cabeza se agitó tristemente.
– Un asunto muy penoso. Si no recuerdo mal el hombre aquel se mató.
– Lo hizo.
– Doblemente trágico. Los pequeñines maltratados de aquel modo y la vida de un hombre echada a perder sin posibilidad de salvación. O… -sonrió -, para usar un término más secular, sin posibilidad de rehabilitación. Son exactamente lo mismo, la salvación y la rehabilitación, ¿no lo cree usted así, doctor?
– Puedo ver similitudes en ambos conceptos.
– Ciertamente, todo depende de la perspectiva de cada uno. Le confieso – suspiró -, que a veces encuentro difícil el divorciarme de mi entrenamiento religioso, cuando estoy enfrentándome con temas referentes a las relaciones humanas. Naturalmente, debo esforzarme en hacerlo, visto el aborrecimiento que muestra nuestra sociedad incluso a la más mínima relación entre Iglesia y Estado.
No estaba protestando. El ancho rostro estaba insuflado con una gran calma, nutrido por el dulce fruto del martirio. Parecía en paz consigo mismo, tan contento como un hipopótamo puesto al sol en un charco de barro.
– ¿Cree usted que ese hombre… el que se mató… podría haber sido rehabilitado? -me preguntó.
– Es difícil de decir. Yo no le conocí. Aunque las estadísticas sobre el tratamiento de pedófilos de toda la vida no son demasiado animadoras.
– Las estadísticas -jugueteó con la palabra, dejandola rodar lentamente por su lengua. Le encantaba el sonido de su propia voz -. Las estadísticas son números fríos, ¿no es así? Con ninguna consideración hacia el individuo. Y, según me ha informado Tim, en un nivel matemático las estadísticas no tienen relevancia alguna para el individuo. ¿Es eso correcto?
– Cierto.
– Cuando la gente cita estadísticas me recuerda aquel chiste acerca de la mujer Okie… los chistes sobre los Okies, la gente de Oklahoma, estaban muy de moda antes de que usted naciese. Resulta que esa Okie había dado a luz a diez niños con relativa ecuanimidad, pero se mostró muy agitada al enterarse de que estaba preñada con el onceavo. Su doctor le preguntó el porqué, después de haber pasado por las labores del encontrarse en estado y parir en diez ocasiones, se mostraba repentinamente tan desmoralizada. Y ella le contestó que había leído que cada onceavo niño nacido en Oklahoma era indio, y que, ¡maldita sea si ella iba a criar a un piel roja!
Se rió, con su tripa agitándose, los ojos rendijas oscuras. Sus gafas se le deslizaron por la nariz y él las volvió a subir.
– Eso, doctor, resume mi punto de vista acerca de las estadísticas. ¿Sabe? La mayor parte de los niños de La Casa eran estadísticas antes de llegar aquí… números de historial de un doctor en los archivos del Tribunal de Protección de Menores, códigos para que los encargados de casos del Departamento de Servicios Sociales los catalogasen, valoraciones en los tests del Cociente de Inteligencia. Y todos esos números decían que no había esperanza para ellos. Pero nosotros los cogemos y trabajamos extenuantemente para transformar esos números en pequeños individuos. A mí no me importa el Cociente de Inteligencia de un niño, yo lo que quiero es ayudarle a que pueda reclamar su derecho de nacimiento a ser un ser humano: las oportunidades, una salud y un bienestar básicos y, si me permite un lapsus de clérigo, un alma. Pues hay un alma en cada uno de esos niñitos, aun en los que sólo funcionan a un nivel vegetativo.
– Estoy de acuerdo en que es bueno el no estar limitado por los números -su hombre, Kruger, había hecho buen uso de las estadísticas cuando éstas le iban bien para sus propósitos y hubiera apostado a que La Casa empleaba uno o dos ordenadores para listar los números correctos, cuando la ocasión lo requería.
– Nuestro trabajo consiste en efectuar cambios. Es algún tipo de alquimia. Y es por esto que los suicidios… cualquier tipo de suicidio, me entristecen tan profundamente. Pues todos los hombres son capaces de salvarse. Ese hombre era un perdedor, en el sentido más definitivo de la palabra. Pero, naturalmente -bajó la voz -, el que abandona se ha convertido en el arquetipo del hombre moderno, ¿no es así doctor? Se ha puesto de moda el alzarse de hombros en signo de impotencia, tras una mínima simulación de esfuerzo. Todo el mundo desea soluciones rápidas y sin esfuerzo.
Incluyendo, no cabía duda alguna, aquellos que se jubilaban a los treinta y dos.
– Cada día suceden milagros, justo en este lugar. Chicos que habían sido dados por casos perdidos ganan un nuevo sentido de sí mismos. Un crío que no sabe dominarse aprende a controlar sus tripas -hizo una pausa, tal cual un político tras una frase que merece un aplauso -. Los niños llamados retrasados aprenden a leer y escribir. Milagros pequeños, quizá, cuando se los mide con los del Hombre caminando sobre la Luna, o quizá no.
Sus cejas se arquearon, los gruesos labios se abrieron para mostrar unos dientes de caballo, muy separados entre sí.
– Naturalmente, doctor, si usted cree que la palabra milagro es indebidamente sectaria, podemos sustituirla por éxito. Ésa sí es una palabra con la que puede identificarse el americano medio: el éxito.
Viniendo de cualquier otro, podría haber sido un sermón de baratillo, propio de uno de esos predicadores dominicales de tres al cuarto. Pero McCaffrey era bueno y sus palabras tenían la convicción de alguien que ha sido ordenado para que lleve a cabo una misión sagrada.
– ¿Podría preguntarle -me interrogó con tono placentero-, por qué se retiró usted?
– Quería tener un cambio de ritmo, Reverendo. Tiempo para ordenar mi tabla de valores.
– Le comprendo. La reflexión puede ser profundamente valiosa. Sin embargo, espero que no se ausente usted por demasiado tiempo de su profesión. Necesitamos gente buena en su campo.