– ¡Bah! Yo llevé a ese juguete de aquí a Sonoma en el cuarenta y cuatro. Se agranda ante las adversidades metereológicas.
– De acuerdo, le llevaré. Mañana, si el señor Roberts me da un buen informe de su comportamiento.
– Yo soy el profesor. Yo doy las notas.
Ella le ignoró.
– Tengo que volver a la biblioteca, señor Roberts. ¿Sabrá hallar usted el camino de regreso a mi oficina?
– Desde luego.
– Le veré cuando haya acabado, entonces. Adiós, profesor.
– Mañana a la una. Llueva o haga sol -gritó él, mientras ella se alejaba.
Cuando la puerta se hubo cerrado, me invitó a sentarme.
– Yo me quedaré de pie, no encuentro una silla que se me adapte. Cuando era un chico, papá llamó a carpinteros y tallistas en madera, tratando de hallar un modo de sentarme cómodamente. Sin conseguirlo; no obstante, produjeron algunas esculturas abstractas realmente fascinantes – se rió, y se aferró a la mesa de caballetes para sostenerse-. He pasado de pie la mayor parte de mi vida y al cabo probablemente eso haya sido beneficioso. Tengo unas piernas que parecen fundidas en acero. Y mi circulación es tan buena como la de alguien con la mitad de mi edad.
Me senté en un sillón de cuero. Ahora nuestros ojos estaban a la misma altura.
– Esta Maggie -dijo-, ¡vaya una chica! Flirteo con ella, trato de animarla… Parece estar tan sola la mayor parte del tiempo.
Revolvió los papeles y sacó de entre ellos una petaca.
– Whisky escocés. Encontrará dos vasos en el cajón superior derecho del escritorio. Haga el favor de tomarlos y sea tan amable de entregármelos.
Encontré los vasos, que no parecían estar demasiado limpios. Van der Graff echó en cada uno de ellos unos tres centímetros de whisky, sin dejar caer una sola gota.
– Aquí tiene.
Le vi dar un sorbito a su bebida y yo seguí su ejemplo.
– ¿Cree usted que aún seguirá virgen? ¿Es tal cosa posible en nuestros días? -se enfrentó con las preguntas como si fueran una cuestión epistemológica.
– Realmente no sabría decírselo, profesor. Sólo la conozco desde hace una hora.
– No puedo imaginármelo, la virginidad en una mujer a su edad. Y, sin embargo, me resulta igualmente increíble la sola idea de esas caderas de lechera rodeando a un par de cachas de fornicador.
Bebió algo más de whisky y contempló la vida sexual de Margaret Dopplemeier en silencio, con la mirada perdida en el vacío. Finalmente dijo:
– Es usted un hombre joven paciente. Ésa es una cualidad poco común.
Asentí con la cabeza.
– Me imagino que empezaremos cuando usted esté dispuesto, profesor.
– Sí, confieso que tengo una buena parte de comportamiento infantil. Es un requisito de mi edad y condición. ¿Sabe cuánto tiempo hace que no he dado una clase o escrito un artículo serio?
– Me imagino que bastante.
– Más de dos décadas. Desde entonces he estado aquí arriba dedicado a largas y solitarias temporadas de lo que supuestamente es un profunda actividad mental… en realidad, lo que hago es vaguear. Y, sin embargo, soy catedrático honorífico. ¿No cree que un sistema que tolera tal insensatez es absurdo?
– Quizá exista la sensación de que se ha ganado usted el derecho a una jubilación con todos los honores.
– ¡Bah! -hizo un gesto con la mano-. Eso suena demasiado parecido a la muerte. Jubilación con honores y los gusanos mordisqueándole ya a uno los dedos de los pies. Le quiero confesar, joven, que jamás me gané nada. Escribí sesenta y tres artículos en prestigiosas publicaciones científicas, y todos menos cinco eran pura basura. Codirigí tres libros que nadie nunca leyó y, en general, llevé una vida de niño mimado. Ha sido todo maravilloso.
Se acabó el whisky y dejó el vaso sobre la mesa con mucho estrépito.
– Me mantienen aquí por que tengo millones de dólares en un fondo libre de impuestos que mi padre me legó, y porque esperan que yo se los legue a ellos – sonrió con una mueca -. Quizá lo haga, quizá no. Tal vez lo teste todo a alguna organización de negros, o alguna otra cosa igualmente escandalosa. Un grupo que luche por los derechos de las lesbianas, quizá. ¿Existe alguna cofradía así?
– Estoy seguro que debe de haberla.
– Sí, en California sin duda. Y, hablando de esto, usted quiere hablar de Willie Yowle que está en Los Ángeles, ¿no es eso?
Repetí la historia acerca del Medical World News.
– De acuerdo -suspiró -, si insiste… Tratraré de ayudarle. Dios sabe que no entiendo el porqué alguien puede llegar a interesarse en Willie Towle, pues jamás puso el pie en este campus alguien más insípido que él. Cuando me enteré que había llegado a ser médico, me asombré mucho, nunca le pensé intelectualmente apto para una cosa tan avanzada. Naturalmente, su familia está muy enraizada en la práctica de la medicina… uno de los Towles fue el médico personal del General Grant, en la Guerra Civil, ahí tiene ya una nota de interés para su artículo, y me imagino que el conseguir a que admitieran a Willie en la Facultad de Medicina no les debió resultar muy difícil.
– Pues resultó ser luego un doctor de mucho éxito.
– Eso no me sorprende. Hay diferentes tipos de éxito: uno requiere una combinación de rasgos de personalidad que Willie desde luego poseía: perseverancia, falta de imaginación, un conservadurismo innato. Y, desde luego, un buen cuerpo recto y una cara convencionalmente atractiva es algo que tampoco va mal. Apostaría a que no fue subiendo por ser un profundo pensador científico o un investigador innovador. Sus puntos fuertes son de una naturaleza más mundana, ¿no es así?
– Tiene la reputación de ser excelente doctor -insistí-. Sus pacientes sólo cuentan cosas buenas de él.
– Sin duda les dice exactamente lo que ellos desean oír. Willie siempre fue muy bueno en esto. Muy popular: presidente de esto y de aquello. Fue estudiante mío en un curso sobre la Civilización Europea, y era un verdadero encanto. Sí, profesor, no, profesor. Siempre estaba a mano para correrme la silla… ¡Dios, como odiaba que me ayudasen! Y eso sin tener en cuenta el hecho de que casi nunca me sentaba.
Hizo una mueca al recordar aquello.
– Sí, había en él un cierto encanto banal. Y a la gente le gusta eso en sus médicos, creo que a eso le llaman buenos modales. Naturalmente los ensayos que les hacía hacer como exámenes eran muy reveladores en su caso, pues mostraba su verdadera personalidad. Predecible, exacto pero no iluminador, gramáticamente correcto, sin llegar a ser buen escritor -hizo una pausa-. No es éste el tipo de información que usted se esperaba, ¿no?
Sonreí.
– No exactamente.
– Esto no lo van a poder publicar, ¿verdad? -parecía desencantado.
– No. Me temo que se espera que el artículo sea laudatorio.
– Bravo, hurra, y todo ese bla, bla, bla; o, traduciéndolo una pura caca, ¿correcto? Qué aburrido. ¿No le aburre a usted el tener que escribir esas tonterías?
– A veces. Me ayuda a pagar las facturas.
– Sí, que arrogante ha sido por mi parte el no tomar eso en cuenta. Yo nunca tuve que pagar facturas, mis banqueros lo han hecho por mí. Siempre he tenido más dinero del que podía gastar, y eso le lleva a uno a una terrible ignorancia. Es una falta muy común entre los ricos indolentes: somos increíblemente ignorantes. Y nos casamos entre nosotros, lo que lleva a aberraciones tanto psicológicas como físicas -sonrió, se llevó una mano atrás y se palmeó la joroba -. Todo este campus es un lugar de refugio para los cachorros de los indolentes, ignorantes y intermezclados ricos. Incluyendo a su doctor Willie Towle. Él desciende de uno de los medios ambientes más opresivos que existen. ¿Lo sabía?
– ¿Por ser el hijo de un doctor?
– No, no -me recriminó como si fuera un pupilo especialmente estúpido-. Es uno de los Doscientos. ¿No ha oído hablar de ellos?
– No.
– Vaya al cajón inferior de mi escritorio y saque el mapa viejo de Seattle.