Hice lo que me decía. El mapa estaba doblado y bajo varios ejemplares de Playboy.
– Démelo – me dijo impaciente. Lo abrió y lo desplegó sobre la mesa-. Mire aquí.
Me puse junto a él. Su dedo apuntaba a un punto en el extremo norte del estrecho. A una pequeña isla con forma de diamante.
– La Isla de Brindamoor. Unos ocho kilómetros cuadrados de un terreno asombrosamente poco atractivo, sobre el que están situadas las doscientas mansiones que no tienen rival en ningún otro lugar de los Estado Unidos. Josiah Jedson edificó allí su primera mansión, que era una monstruosidad gótica… y otros como él lo imitaron. Tengo primos que residen allí… la mayor parte de nosotros tenemos algún grado de parentesco… Eso a pesar que mi padre construyó nuestra casa en tierra firme, en Windermere.
– Apenas si se la ve.
La isla era un puntito en el Pacífico.
– Y eso es lo que ellos quieren, muchacho. En muchos de los mapas antiguos la isla ni tiene nombre. Como puede imaginar, no hay acceso por tierra. El ferry hace un viaje de ida y vuelta desde el puerto, cuando el tiempo y las mareas lo permiten, y no es inusitado que durante dos o tres semanas no haya viaje alguno. Algunos de los residentes tienen aviones privados y pistas de aterrizaje en sus propiedades. La mayoría están muy contentos de permanecer en su espléndido aislamiento.
– ¿Y el doctor Towle creció allí?
– Desde luego que sí. Aunque creo que sus tierras ancestrales han sido vendidas. Era hijo único y cuando se trasladó a California no le pareció que hubiera razón alguna para seguir poseyéndolas. La mayoría de esas casas tienen mucho mayor tamaño del que debería tener una casa. Dionosaurios arquitectónicos. Escalofriantemente caras de mantener… y hoy en día incluso los Doscientos tienen que andarse con cuidado con el presupuesto. No todos tuvieron antepasados tan astutos como mi padre.
Se palmeó la tripa, autocomplaciente.
– ¿Y cree que el haber crecido en ese tipo de aislamiento pudo tener efectos sobre el doctor Towle?
– Ahora suena usted como un psicólogo, jovencito.
Sonreí.
– Contestando a su pregunta, desde luego. Los niños de los Doscientos eran un grupo insufriblemente esnob… y para lograr merecer tal calificativo en el Jedson College hay que poseer un chovinismo casi imposible de alcanzar. Era un clan, autocentrados, mimados y no demasiado brillantes. Muchos tenían familiares deformes, con problemas mentales y físicos crónicos… mi comentario acerca del casarnos entre nosotros mismos era muy en serio, y la experiencia parecía haberlos dejado insensibles y cínicos, en lugar de lo opuesto.
– Está usando usted el tiempo pasado, ¿es que ya no existen?
– Es asombroso los pocos jóvenes que hay ahora allí. Prueban lo que es el mundo exterior y se muestran muy poco dispuestos a regresar a Brindamoor… que en realidad es un lugar muy poco atractivo, a pesar de las pistas de tenis cubiertas y una cosa patética a la que llaman pomposamente club de campo.
Para mantenerme dentro de mi papel yo tenía que defender a Towle.
– Profesor, yo no conozco demasiado al doctor Towle, pero se habla muy bien de él. He hablado con él y me parece ser un hombre muy decidido, de fuerte carácter. ¿No es también posible que el crecer en el tipo de medio ambiente como ese que usted pinta en Brindamoor, le aumente a uno la fuerza de la personalidad?
El viejo me miró con desprecio.
– ¡Tonterías! Comprendo que tenga usted que adecentar su imagen, pero a mí no me va a sacar otra cosa que no sea la verdad. No había ni un solo individuo en toda aquella manada de Brindamoor. Jovencito, el néctar de la individualidad es la soledad. Y nuestro Willie Towle ni la cató.
– ¿Y por qué afirma usted eso?
– No puedo recordar el haberle visto nunca solo. Siempre iba de pandilla con otros dos tontarrones de la isla. Los tres iban muy chulos, como si fueran unos pequeños dictadores. Los Tres Cabezas de Estado, les llamaban a sus espaldas… chicos pretenciosos, muy pagados de sí mismos. Willie, Stu y Eddy.
– ¿Stu y Eddy?
– Sí, eso es lo que que he dicho: Stuart Hickle y Edwin Hayden.
Al oír mencionar esos nombres tuve un sobresalto involuntario. Luché por neutralizar mi expresión, esperando que el anciano no se hubiera fijado en mi reacción. Felizmente, así parecía, pues siguió perorando con aquella voz reseca:
– …y Hickle era un monstruito enfermizo, con un temperamento fantasmal. No decía una sola palabra que no tuviera que ser censurada por los otros dos. Hayden era un pequeño tramposo, con muy mala leche. Lo cacé copiando en un examen y trató de sobornarme para que no lo suspendiese a base de ofrecerme los servicios de una prostituta hindú de supuestos talentos exóticos…¡se imagina tamaña caradura, como si no fuera yo capaz de arreglármelas por mí mismo en los asuntos de la lujuria! Naturalmente le suspendí, y escribí una carta muy dura a sus padres. Nunca tuve respuesta… seguro que jamás la leyeron, estarían de viaje por Europa o algo así. ¿Y sabe cómo acabó? – me preguntó, retoricamente.
– No -mentí.
– Pues ahora es juez… en Los Ángeles. De hecho, creo que los tres, los gloriosos Cabezas; se fueron a vivir a Los Ángeles. Hickle es una especie de farmacéutico… quería ser doctor, igualito que Willie, y creo que incluso empezó en la Facultad de Medicina, pero era demasiado'estúpido para acabar.
Hizo una pausa.
– Un juez -repitió-. ¿Qué dice esto acerca de nuestro sistema judicial?
La información estaba llegando en cascada y, tan cual un pobre al que de repente le cae encima una aceptable herencia, no sabía cómo apañármelas con ella. Deseaba abandonar mi disfraz y arrancar hasta la última brizna de información del viejo, pero tenía que pensar en el caso… y en mis promesas a Margaret.
– Soy un malvado viejo malhablado, ¿no es cierto? – se carcajeó Van der Graaf.
– Me parece usted alguien muy perceptivo, profesor.
– ¿Oh, si? – sonrió con astucia -. ¿Alguna otra habladuría que quiera que le revele?
– Sé que el doctor Towle perdió a su mujer y a su hijo hace ya unos años. ¿Qué me puede decir de eso?
Me miró, luego volvió a llenar su vaso y dio un sorbito.
– ¿Todo eso forma parte de la historia?
– Todo eso forma parte del ir rellenando el retrato -le dije. No muy convincentemente.
– Ah, sí. Rellenándolo. Claro. Bueno, fue una tragedia, de eso no hay duda alguna y su doctor era demasiado joven para aquello. Se casó en el primer curso con una chica encantadora de una buena familia de Portland. Encantadora, pero no pertenecía al clan… los Doscientos tendían a casarse entre ellos. El casamiento fue toda una sorpresa, pero seis meses más tarde la chica dio a luz y se disiparon todas las dudas. Durante un tiempo pareció que el trío se fuera a quebrar… Hickle y Hayden hacían sus truhanerías juntos, mientras que Willie atendía a sus obligaciones como hombre casado. Luego la mujer y el hijo murieron y los Cabezas se volvieron a reunir. Supongo que es natural que un hombre busque el consuelo de sus amigos tras una pérdida como ésa.
– ¿Cómo sucedió?
Atisbo al interior de su vaso y se acabó las últimas gotas.
– La muchacha, la madre, llevaba al crío al hospital. Se había despertado con el garrotillo o alguna enfermedad así. El lugar para emergencias más cercano estaba en el Hospital Ortopédico para Niños, en la Universidad. Era de madrugada, aún a oscuras. El coche cayó por el Puente Evergreen al lago. No lo encontraron hasta ya amanecido.
– ¿Dónde estaba el doctor Towle?
– Estudiando. Haciendo una empollada para un examen. Naturalmente esto le hizo coger un gran complejo de culpabilidad, se quedó totalmente hundido. No había duda de que se culpaba a sí mismo por no haber estado allí y ahogarse él también. Ya conoce el tipo de autoflagelación que acostumbran a adoptar los enamorados fustrados.
– Un asunto trágico.