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– Oh, sí. Era una chica encantadora.

– El doctor Towle tiene una foto de ella en su oficina

– Es un sentimental, ¿no?

– Supongo -bebí un poco de whisky-. ¿Comenzó a ver más a sus amigos tras la tragedia?

– Sí. Aunque, cuando le oigo usar esa palabra me doy cuenta de algo. En mi concepto de amistad viene implicada una relación de afecto, algún grado de admiración mutua. Y esos tres tenían un aspecto tan fúnebre cuando estaban juntos… no parecían disfrutar de la compañía de los otros dos. Nunca supe cuál era el nexo de unión entre ellos, pero desde luego existía. Willie se marchó a la Facultad de Medicina y Stuart le siguió. Edwin Hayden asistió a las clases de leyes en la misma universidad. Se aposentaron en la misma ciudad. Sin duda se pondrá en contacto con los otros dos para obtener citas laudatorias para su artículo. Si es que hay tal artículo.

Luché por permaner en calma.

– ¿Qué quiere decir?

– Oh, creo que ya sabe lo que quiero decir, muchacho. No le voy a pedir que me presente una identificación que pruebe que es usted lo que dice ser… de todos modos eso no probaría nada… No lo haré porque me parece usted un joven agradable e inteligente, y porque, ¿cuántos visitantes con los que pueda charlar cree que recibo? Y ya he dicho bastante.

– Le agradezco eso, profesor.

– Y vaya si tiene que hacerlo. Espero que tenga sus razones para quererme interrogar sobre Willie. Sin duda son muy aburridas y no quiero conocerlas. ¿Le he sido de alguna ayuda?

– Me ha sido de mucha ayuda -llené nuestros vasos y compartimos otro trago, sin que se cruzase conversación alguna entre nosotros.

– ¿Querría usted serme de un poco más de ayuda? -le pregunté.

– Depende.

– El doctor Towle tiene un sobrino, Timothy Kruger. Me pregunto si habrá algo de él que pueda decirme.

Van der Graaf se llevó el vaso a los labios con dedos temblorosos. Su rostro se ensombreció.

– Kruger – dijo el apellido como si fuera un insulto. – Sí.

– Primo. Primo lejano, no sobrino.

– Primo, pues.

– Kruger. Una vieja familia, prusianos hasta el último. Una poderosa familia, manejando los hilos del poder -su ironía había desaparecido y escupía las palabras con entonación mecánica-. Prusianos.

Dio unos pasos. El caminar de arácnido cesó de repente y dejó que sus manos cayeran a sus costados.

– Esto tiene que ser un asunto policial -dijo.

– ¿Por qué lo cree?

Su rostro se ennegreció con la ira y alzó un puño al aire, como un profeta hablando del día final.

– ¡No bromee conmigo, joven! ¿Qué otra cosa puede ser si tiene que ver con Timothy Kruger?

– Forma parte de una investigación criminal. No puedo entrar en más detalles.

– ¿Ah, no puede? He soltado mi lengua ante usted sin pedirle saber sus verdaderas intenciones. Hace un momento supuse que deberían ser aburridas, ahora he cambiado de opinión.

– ¿Qué es lo que hay en el apellido de Kruger que le aterra tanto, profesor?

– Maldad -afirmó-. La maldad me aterra. Dice usted que sus preguntas forman parte de una investigación criminal. ¿Cómo puedo saber de qué lado está usted?

– Trabajo con la policía, pero no soy un policía.

– ¡No soporto los acertijos! ¡Sea usted veraz o márchese! Consideré la elección.

– Margaret Dopplemeier -dije-. No quiero que ella pierda su empleo por algo que yo le pueda decir a usted.

– ¿Maggie? -resopló-. No se preocupe por ella, no tengo intención alguna de hacer saber que ella le trajo hasta mí. Es una muchacha triste y necesita algo de intriga para sazonar su vida. He hablado lo bastante con ella como para saber que se aferra a la Teoría Vital de la Conspiración. Si uno le coloca una ante la nariz, picará como una trucha lo hace con el cebo: los asesinatos de los Kennedys, los OVNIS, el cáncer, la descomposición dental… todo ello se debe a los complots de anónimos demonios. No me cabe duda de que usted se dio cuenta de ello y lo explotó en su favor.

Hizo que sonase a maquiavélico. No se lo discutí.

– No -me dijo-. No tengo ninguna intención de aplastar a Maggie. Ella ha sido una buena amiga. Aparte de esto, mi lealtad por este lugar no llega a la ceguera; detesto ciertos aspectos de este sitio… que se podría decir que es mi verdadero hogar.

– ¿Cosas como los Kruger?

– Como el medio ambiente que permite florecer a los Kruger y a los de su especie.

Se tambaleó, con la demasiado grande cabeza oscilando sobre la deforme peana.

– Usted elige, joven. O canta o se larga.

Canté.

– No hay nada en su historia que me sorprenda -me dijo-. No tenía noticia de la muerte de Stuart Hickle ni de sus tendencias sexuales, pero nada de eso me asombra. Doctor Delaware, él era un mal poeta, muy malo… y no hay nada que no pueda hacer un mal poeta.

Recordé el verso bajo el obituario dedicado a Lilah Towle en el anuario. Ahora estaba claro quién era aquel «S».

– Cuando mencionó usted a Timothy me alarmé, porque no sabía si estaba usted a sueldo de los Kruger. Y la credencial que me ha enseñado está muy bien, pero esos jueguecitos pueden ser falsificados fácilmente.

– Llame al detective Delano Hardy en la División Oeste de la Policía de Los Ángeles. Él le dirá de qué lado estoy – esperé que no me tomase al pie de la letra… ¿quién sabía que reacción podía tener Hardy?

Me miró pensativamente.

– No, eso no será necesario. Es usted un malísimo mentiroso. Creo que puedo saber de un modo intuitivo cuando está diciendo la verdad.

– Gracias.

– De nada. Desde luego lo he dicho como un cumplido.

– Hábleme de Timothy Kruger.

Se quedó parpadeante, igualito que un gnomo. Parecía el resultado del trabajo de uno de los laboratorios de efectos especiales de Hollywood.

– La primera cosa que desearía enfatizar es que la maldad de los Kruger no tiene nada que ver con el que sean ricos. Podrían haber sido unos pordioseros malvados… y me imagino que eso es lo que fueron, hace un tiempo. Y si esto suena a estar defendiéndome, lo estoy.

– Le comprendo.

– Los muy ricos no son malvados, diga lo que diga la propaganda bolchevique. Son una gente inerme… superprotegidos, reticentes, destinados a la extinción -dio un paso atrás, como retirándose de su propia predicción.

Esperé.

– Timothy Kruger -dijo al fin-, es un asesino, así de simple. El hecho de que jamás fuera detenido, juzgado y condenado no disminuye su culpabilidad ante mis ojos. La historia se remonta a siete… no, ocho años atrás. Había aquí un estudiante, un chico campesino de Idaho. Agudo como un clavo, con el tipo de un adonis. Se llamaba Saxon, Jeffrey Saxon. Vino aquí a estudiar; era el primero de su familia que acababa los estudios secundarios, y soñaba con ser escritor. Lo aceptaron por una beca de atletismo: equipo de náutica, pelota base, fútbol americano, lucha… y logró ser excelente en todo ello, al tiempo que mantenía un promedio de sobresaliente. Su especialidad era Historia y yo fui su profesor consejero, aunque para aquel entonces ya no daba clases. Tuvimos muchas charlas, aquí arriba en esta habitación. Era un placer conversar con aquel chico. Tenía un verdadero entusiasmo por la vida y una tremenda sed de conocimientos.

Una lágrima se formó en el rabillo de uno de sus caídos ojos azules.

– Perdóneme -el viejo sacó un pañuelo de lino y se secó la mejilla -. Está esto lleno de polvo, tendré que hacer que vengan los de la limpieza.

Dio un trago a su whisky y, cuando habló, su voz estaba debilitada por los recuerdos.

– Jeffrey Saxon tenía el temperamento curioso, buscador, del verdadero intelectual, doctor Delaware. Me acuerdo de la primera vez que vino aquí y vio todos estos libros. Era como un chiquitín al que dejan suelto dentro de una tienda de juguetes. Le presté mis mejores libros de anticuario… todo, desde la edición de Londres de las Crónicas de Josefus hasta tratados de antropología. Los devoraba. «Por Dios, Profesor», me decía, «se necesitarían varias vidas para aprender una pequeña fracción de lo que hay que conocer»… Esto, desde mi punto de vista, es la prueba de que uno es un intelectual, el darse cuenta de lo insignificante que es uno en relación con la masa acumulada del conocimiento humano. Suspiró.

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