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– Los otros, naturalmente, lo consideraban un empollón, un lameculos de los profesores. Se burlaban de su ropa, de su comportamiento, de su falta de sofisticación. El me hablaba de todo eso, supongo que me había convertido en algo así como un abuelo putativo, y yo le aseguraba que él estaba destinado a frecuentar una más noble compañía que la que Jedson le podía ofrecer. De hecho le animé a que solicitase el traslado a una universidad del este: Yale, Princeton… en donde pudiera lograr un crecimiento intelectual significativo. Con sus notas y una carta de recomendación mía, podría haberlo logrado. Pero no tuvo esa oportunidad: se quedó prendado de una jovencita, una de los Doscientos, bastante guapa, pero tonta. Esto, en sí, no era un error, pues el corazón y las gónadas también han de ser satisfechos. El error fue elegir una hembra que ya era anhelada por otro.

– ¿Por Tim Kruger?

Van der Graaf asintió, con gesto dolorido.

– Esto me resulta difícil, doctor. Me trae tantos recuerdos…

– Si le resulta demasiado difícil, profesor, puedo irme ahora y volver en otro momento.

– No, no. Eso no serviría de nada -inspiró profundamente-. La cosa se convierte en un relato que parece de serial lacrimógeno: Jeffrey y Kruger estaban interesados en la misma chica y tuvieron palabras altisonantes en público. Se enardecieron los ánimos, pero pareció que todo pasaba. Jeffrey me visitó y dejó ir todo lo que llevaba dentro. Yo jugué al psicólogo aficionado: a menudo se requiere que los profesores ofrezcan apoyo emocional a sus alumnos y, debo admitirlo, vaya un trabajo que hice. Le insté a que se olvidase de la chica, conociendo de qué tipo era ella, comprendiendo muy bien que Jeffrey sería el perdedor en cualquier enfrentamiento de voluntades. Los chicos de Jedson son como palomas mensajeras que, tan predeciblemente como lo hicieron sus antepasados, volverán al nido. La chica estaba destinada a aparearse con uno de los suyos. A Jeffrey le esperaban cosas mejores, cosas más elevadas, toda una vida de oportunidades y aventuras. No quiso escucharme. Era como uno de los caballeros de los viejos tiempos, investido por la nobleza de su misión. Derrotaría al Caballero Negro, rescataría a la doncella. Puras tonterías… pero él era inocente. Un inocente. Van der Graaf hizo una pausa, perdido el aliento. Su rostro se había tornado de un pálido verdoso, y tuve miedo por su salud.

– Quizá deberíamos dejarlo por el momento -le sugerí-. Puedo volver mañana.

– ¡Ni hablar de eso! ¡No me voy a quedar aquí, en reclusión solitaria, con ese bocado venenoso atragantado en mi garganta! -se la aclaró-. Seguiré con mi relato… así que continúe ahí sentado y preste buena atención.

– De acuerdo, profesor.

– Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? ¡Ah, sí! En lo de Jeffrey convertido en el Caballero Blanco. Chico tonto; la enemistad entre él y Timothy Kruger continuó y se fue infectando. Jeffrey fue ignorado por todos los demás, tratado como un leproso… Kruger era una de las luminarias del campus, con su posición social. Yo me convertí en el único apoyo de Jeffrey. Nuestras conversaciones cambiaron; ya no eran intercambios cerebrales, ahora estaba llevando a cabo una psicoterapia a tiempo completo… una actividad en la que me sentía muy poco a gusto, pero no creía que tuviese que abandonar al chico. Yo era lo único que él tenía. Todo culminó en un combate de lucha. Los dos chicos eran luchadores de grecorromana. Acordaron enfrentarse, a plena noche, en el gimnasio vacío, ellos dos solos para dirimir sus diferencias en un combate. Yo no soy ningún luchador, por razones obvias, pero sé que ese deporte está altamente estructurado, lleno de reglas, con unos criterios claramente definidos para conceder una victoria. A Jeffrey le gustaba justo por esa razón… estaba altamente disciplinado para alguien de su edad. Entró en ese gimnasio vivo y salió de él en camilla, con el cuello y la columna rotos, vivo únicamente en el más puro sentido vegetativo. Tres días más tarde murió.

– Y se dictaminó que su muerte se debió a un accidente – dije en voz suave.

– Ésa fue la versión oficial; Kruger afirmó que ambos se habían metido en una serie complicada de llaves y que en el consiguiente entremezclarse de torsos, brazos y piernas, Jeffrey se había hecho daño. ¿Y quién iba a discutirlo…? En las peleas de lucha ocurren accidentes. En el peor de los casos parecía tratarse de dos personas inmaduras que actúan de un modo irresponsable. Pero aquellos de nosotros que conocíamos a Timothy, que comprendíamos lo profundo de la rivalidad existente entre ellos, para nosotros aquella explicación resultaba insuficiente. La universidad tuvo buen cuidado de acallarlo todo, la policía colaboró encantada… ¿para qué meterse con los millones de los Kruger, cuando hay cientos de pobres que cometen crímenes?

Rememoró. Y luego:

– Yo fui al funeral de Jeffrey, volé a Idaho, pero antes de irme me topé con Timothy en el campus. Y pensándolo ahora, supongo que debió de hacerse el encontradizo -la boca de Van der Graaf se apretó, con sus arrugas profundizándose, como si estuvieran siendo tiradas desde dentro por hilos-. Se me acercó junto a la estatua del Fundador. «He oído que va usted de viaje, profesor», me dijo. «Sí», le contesté, «vuelo a Boise esta noche». «¿A asisitir a los últimos ritos por su alumno?», me preguntó. Tenía una expresión de absoluta inocencia en su cara, inocencia fingida… ¡Cielos, era un actor, podía manipular sus facciones a su antojo! «¿Y qué le importa a usted eso?», le pregunté. Él se inclinó al suelo, tomó una ramita seca caída de un árbol y, mostrando una sonrisa arrogante, la misma sonrisa que uno puede ver en las fotografías de los guardas de los campos de concentración mientras estaban torturando a sus víctimas, partió la ramita entre sus manos y luego la dejó caer al suelo. Después se rió. Nunca en mi vida he estado tan a punto de cometer un asesinato, doctor Delaware. Si hubiera sido más joven, más fuerte, estado adecuadamente armado, lo hubiera hecho. Tal como eran las cosas, me quedé allí de pie, sin palabras por única vez en mi vida. «Que tenga buen viaje», me dijo y, aún sonriendo, se retiró. Mi corazón latía de tal modo que me dio un mareo, pero luché por mantener el equilibrio. Cuando lo hube perdido de vista me derrumbé y lloré.

Un largo momento de silencio pasó.

Cuando me pareció lo bastante compuesto, le pregunté:

– ¿Sabe Margaret esto? ¿Sabe lo de Kruger? Asintió con la cabeza.

– Se lo he dicho. Es mi amiga.

Así que la poco apta Relaciones Públicas era, después de todo, más araña que mosca. Por alguna razón, el saber esto me alegró.

– Una cosa más: la chica… la chica por la que se pelearon. ¿Qué pasó con ella?

– ¿Y qué cree usted? -resopló, y algo del viejo vitriolo volvió a su voz -. No quiso nada con Kruger… como hicieron la mayoría de los otros. Le tenían miedo. Siguió en Jedson durante tres años más, sin distinguirse en nada, y luego se casó con un banquero inversionista, yéndose a vivir a Spokane. No me cabe duda que es una mujercita de su casa muy propia, llevando a los niñitos en coche a la escuela, comiendo con las amigas en el club, follando con el chico de los recados.

– Los despojos de la batalla -dije. Él agitó la cabeza.

– ¡Qué gran desperdicio!

Miré a mi reloj. Había estado bajo la cúpula poco más de una hora, pero me parecía mucho más. Van der Graaf me había dejado caer encima una camionada de basura durante este tiempo, pero él era un historiador, y para eso es para lo que los educan. Me sentía cansado y en tensión, y ansiaba una bocanada de aire fresco.

– Profesor -le dije-, no sé cómo agradecérselo.

– El dar un buen uso a esta información sería dar un paso en la dirección correcta -los ojos azules brillaban como fanales de gas gemelos -. Y el partir algunas ramitas por su cuenta.

– Haré todo lo que pueda -me puse en pie.

– Espero que pueda salir por sí mismo.

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