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– Sólo queremos hacerle unas preguntas.

Tuve problemas en mantener la cara seria al oír aquello, pero esa frase tan hecha pareció satisfacer al gerente.

– No está aquí ahora. Viene a las dos treinta, trabaja en el otro turno.

– Volveremos. Por favor, no le diga que hemos estado aquí.

Milo le dio su tarjeta. Cuando nos fuimos, la estaba estudiando cual si fuera el mapa de un tesoro enterrado.

El viaje hasta Northridge fue un paseo de media hora por la Autopista Este de Ventura. Cuando llegamos al campus de la Universidad del Estado de California, nos dirigimos directamente a la oficina del registro. Milo obtuvo una copia de los horarios de clase de Michael Penn. Armado con esto y con la foto de carnet que le habían dado, logró localizarlo en sólo veinte minutos, mientras caminaba por un ancho campo de césped triangular, acompañado por una chica.

– ¿El señor Penn?

– ¿Si? -era un tipo de buen aspecto, estatura mediana, con anchas espaldas y largas piernas. Su cabello, color marrón claro, estaba cortado muy corto, a la moda estudiantil. Vestía una camisa Izod azul claro y tejanos, mocasines sin calcetines. Sabía por su historial que tenía veintiséis años, pero parecía cinco años más joven. Tenía un rostro placentero, sin arrugas, el verdadero tipo puramente americano. No parecía la clase de persona que tratara de arrollarle a uno con un Pontiac Firebird.

– Policía -de nuevo la placa-. Nos gustaría hablar con usted unos momentos.

– ¿Sobre qué? -los ojos castaños se estrecharon y la boca se contrajo.

– Preferiríamos hablarle a solas.

Penn miró a la chica. Era joven, de no más de diecinueve, baja, morena, con un corte de cabello a lo Dorothy Hamill.

– Permíteme un minuto, Julie -le hizo una caricia en la barbilla.

– Mike…

– Sólo será un minuto.

La dejamos allá y caminamos hasta un área de cemento en la que había mesas y bancos de piedra. Los estudiantes iban de un lado a otro como si estuvieran en una cinta transportadora. No había muchos parados por allí. Aquél era un campus de transeúntes: la mayor parte de los estudiantes trabajaban en empleos parte de su tiempo y apretaban las clases durante su tiempo libre. Era un buen sitio en el que obtener un título en ciencia de ordenadores o en empresariales, el de maestro o de contable. Si lo que uno quería era divertirse o unos tranquilos debates intelectuales bajo la sombra de un roble centenario, más valía irse a otra parte.

Michael Penn parecía furioso, pero estaba tratando de ocultarlo con todas sus fuerzas.

– ¿Qué es lo que quieren?

– ¿Cuándo fue la última vez que vio al doctor Morton Handler?

Penn echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír a carcajadas.

– ¿A ese tonto del culo? He leído sobre su muerte. No se ha perdido nada.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

Ahora, Penn mostraba una sonrisa irónica.

– Hace años, agente -hizo que la palabra sonase a insulto- cuando estaba en terapia.

– Creo entender que no tenía usted un gran concepto de él.

– ¿De Handler? Era un médico del coco -como si eso lo explicase todo.

– Entonces no tiene usted un gran concepto de los psiquiatras.

Penn alzó las manos, con las palmas hacia arriba.

– Hey, escuchen. Todo aquello fue un gran error. Yo perdí el control de mi coche y un idiota paranoico afirmó que había tratado de matarlo con el auto. Me ficharon, me presionaron y luego me ofrecieron la libertad provisional si iba a ver a un comecocos. Me hizo pasar por toda esa basura de tests.

Esa basura de tests incluía el Inventorio Multifásico de Personalidad de Minnesota y un puñado de proyectivos. Aunque estén muy lejos de ser perfectos, son lo bastante fiables cuando se trataba de alguien como Penn. Yo había leído su perfil IMPM y de cada uno de los índices rezumaba la psicopatía.

– ¿No le gustaba a usted el doctor Handler?

– No ponga palabras en mi boca -Penn bajó la voz. Movía los ojos de un lado a otro, inquieto, nervioso. Tras el apuesto rostro había algo oscuro y peligroso. Handler no había equivocado el diagnóstico en este caso.

– Entonces le caía bien – Milo actuaba como un pez raya que ataca incansable.

– Ni me caía bien ni mal. No me servía de nada. No estoy loco. Y no lo maté.

– ¿Puede usted decirnos dónde se encontraba en la noche en que fue asesinado?

– ¿Cuándo fue eso?

Milo le dio la fecha y la hora.

Penn hizo chasquear sus nudillos y miró a través nuestro, como si estuviera fijándose en un blanco muy lejano.

– Seguro. Estuve toda la noche con mi chica.

– ¿Con Julie? Penn se rió.

– ¿Con ella? No, tengo una mujer madura, agente. Una mujer bien situada -su frente se llenó de arrugas y su expresión pasó de autocomplacida a agria -. Van a tener que hablar con ella, ¿no es así?

Milo asintió con la cabeza.

– Eso me joderá el plan.

– Vaya, Mike. Qué pena me da eso.

Penn le lanzó una mirada de odio, que luego cambió a suave inocencia. Podía manejar su rostro como si fuera un mazo de cartas, barajándolo, dando desde abajo, mostrando un naipe nueve a cada segundo.

– Mire, agente, todo aquel incidente quedó atrás, en mi pasado. Tengo un trabajo, voy a la universidad… voy a graduarme dentro de seis meses. No quiero que todo esto se eche a perder sólo porque mi nombre estaba en los archivos de Handler.

Sonaba como uno de esos personajes de las series de dibujos animados, el bueno, todo él pureza e inocencia.

– Tendremos que comprobar su coartada, Mike.

– De acuerdo, de acuerdo, háganlo. Pero no le expliquen demasiadas cosas, ¿de acuerdo? Sólo generalidades.

Sólo generalidades para que yo pueda inventarme algo. Uno podía casi ver las ruedas girando tras la alta y bronceada frente.

– Seguro, Mike – Milo sacó su lápiz y se dio con él golpecitos en los labios.

– Sonya Magary. Es la propietaria de la boutique para niños Puff n'Stuff de la Plaza del Oro en Encino.

– ¿Tiene a mano su número de teléfono? – le preguntó Milo con aire placentero.

Penn apretó las mandíbulas y se lo dio.

– Nosotros la llamaremos, Mike. Y no la llame usted primero, ¿eh? Nos gusta mucho la espontaneidad – Milo guardó su lápiz y cerró el bloc de notas-. Y que tenga un buen día.

Penn me miró a mí y luego a Milo, luego de nuevo a mí, como buscando un aliado. Luego se alzó y se marcho, caminando con largos y musculosos pasos.

– ¡Hey, Mike! -le llamó Milo. Penn se dio la vuelta.

– ¿En qué se va a graduar?

– En Marketing.

Mientras salíamos del campus lo pudimos ver, caminando con Julie. La cabeza de ella estaba sobre el hombro de él, el brazo de él alrededor de la cintura de ella. Estaba sonriéndole y hablando muy de prisa.

– ¿Qué piensas? -me pregutó Milo, mientras se colocaba tras el volante.

– Pienso que es inocente en lo que a este caso se refiere, pero me apostaría algo a que tiene en marcha algún tipo de negocio sucio. Se sintió verdaderamente descansado cuando descubrió el motivo real por el que estábamos aquí.

Milo asintió con la cabeza.

– Estoy de acuerdo. Pero, ¡que infiernos…! Ese dolor de cabeza le tocará a otro.

Volvimos a la autopista, dirigiéndonos hacia el este. Salimos en Sherman Oaks, fuimos a un pequeño restaurante francés cercano a Woodman, en Ventura, y allí comimos. Milo usó el teléfono para llamar a Sonya Magary. Volvió a la mesa agitando la cabeza.

– Ella le ama. «Ese buen chico, ese niño encantador… espero que no esté en problemas» – imitó el fuerte acento húngaro-. Confirma que estuvo con ella en la trágica noche. Sonaba muy orgullosa de ello. Casi esperé que me fuera a contar como era su vida sexual… con todo lujo de detalles y en technicolor.

Volvió a agitar la cabeza y casi hundió la cara en su plato de mejillones al vapor.

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