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Gruñó y aumentó la presión. Parecía que me iba a estallar la cabeza. Se me desenfocó la visión. Le golpeé sin resultados. Con una extraña delicadeza bailaba apartándose de mi alcance, sin por eso dejar de apretarme. Luego empezó a empujar mi cabeza hacia atrás. Un poco más y sabía que mi cuello se iba a partir. Experimenté un súbito compañerismo con Jeffry Saxon, encontré una reserva de energía y dejé caer mi tacón con toda la fuerza posible sobre el empeine de su pie. Gritó y, en un acto reflejo, me soltó; luego trató de retomar la llave, pero ya era demasiado tarde. Le largué una patada que le echó la cabeza hacia un lado y seguí con una serie de puñetazos, cortos y rápidos, a su estómago bajo. Cuando se dobló, le di un golpe con el canto de la mano en el lugar en que la cabeza, se une al cuello. Se hundió de rodillas, pero no corrí riesgos… era fuerte y hábil. Otra patada en la cara. Ahora ya estaba en el suelo. Coloqué un pie bajo el arco de su nariz. Un rápido movimiento hacia adelante y quedaría lobotomizado por astillas de hueso. Resultó ser una precaución innecesaria. Había perdido el sentido.

Hallé un rollo de gruesa cuerda de nailon en la mochila de montañero y lo empaqueté mientras yacía sobre su abdomen, con los pies doblados hacia arriba por detrás, atados y asegurados con otro trozo de cuerda que alzaba sus brazos de un modo similar. Comprobé los nudos, los apreté aún más y lo arrastré lejos de todo lo que pudiera ser empleado como arma. Recogí la 38, la así con una mano, fui hacia su cocina y empapé una toalla en agua fría.

Cuando varios minutos de abofetearlo con la toalla no lograron sacarle más que un gruñido semiconsciente hice otro viaje a la cocina, tomé una cacerola de un escurreplatos, la metí en la pica, la llené de agua y la vacié sobre su cabeza. Esto le devolvió el sentido.

– Oh, Jesús -gimió. Intentó esos movimientos por liberarse que tratan de llevar a cabo todos los prisioneros, chirrió los dientes, al fin se dio cuenta de la situación en que se encontraba, y se desplomó, jadeante.

Hurgué en la parte trasera de una de sus piernas con el cañón de la 38.

– ¿Te gustan los deportes, Tim? Eso es bueno para ti, porque en prisión te dejarán ejercitarte. Y, sin el ejercicio, el tiempo te iba a pasar muy lento. Pero voy a hacerte unas preguntas y si no me das respuestas satisfactorias, voy a dejarte inválido, trocito a trocito. Primero te dispararé aquí -apreté el frío acero contra la cálida carne-. Después de esto, quizá tu pierna te sirva para llegar hasta el retrete, pero poco más. Luego haré lo mismo con la otra pierna. Desde ahí pasaremos a los dedos, las muñecas, los codos. Cumplirás tu condena hecho un vegetal, Tim.

Me escuché a mí mismo hablar, y oía a un desconocido. Y aún hoy en día no sé si hubiera llevado a cabo mis amenazas. Nunca tuve que averiguarlo.

– ¿Qué es lo que quiere? -sus palabras salían a borbotones, constreñidas por el miedo, e impedidas por la poco confortable posición.

– ¿Dónde está Melody Quinn?

– En La Casa.

– ¿Dónde de La Casa?

– En los almacenes. Cerca del bosque.

– ¿Aquellos edificios color ceniza… aquellos que se cuidó en evitar cuando me acompañó a la visita?

– Aja. Sí.

– ¿Cuál de ellos? Había cuatro.

– El último… el más alejado.

Una mancha se fue agrandando en la moqueta, a mis pies. Se había orinado encima.

– Jesús -dijo.

– Siga así, Tim. Lo está haciendo muy bien. Asintió, aparentemente ansioso de oír alabanzas.

– ¿Sigue aún con vida?

– Sí. Al menos que yo sepa. El primo Will… el doctor Towle, quería mantenerla con vida. Gus y el juez estuvieron de acuerdo. Pero no sé por cuánto tiempo.

– ¿Qué hay de la madre?

Cerró los ojos y no dijo nada.

– Hable, Tim, o despídase de su pierna.

– Está muerta. La mató el tipo al que mandaron a por ella y la niña. La enterraron en el prado.

Recordé la extensión de campos al norte de La Casa. Este verano plantaremos aquí una huerta, me había dicho…

– ¿Quién es ese tipo?

– Un tío loco. Deforme… como paralizado de un costado. Gus le llamaba Earl.

No era el nombre que yo me había esperado, pero la descripción concordaba perfectamente.

– ¿Y por qué lo hizo?

– Para dejar los menos cabos sueltos posibles.

– ¿Por orden de McCaffrey?

Se quedó en silencio. Hice algo de presión con la pistola. Su cadera tembló.

– Sí, él lo ordenó. Earl no actuaba por su cuenta.

– ¿Y dónde está ahora ese tal Earl?

Más dudas, sin pensarlo le di con el cañón de la 38 en el hueso de la rodilla. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa y el dolor, luego cayeron lágrimas de ellos.

– ¡Oh, Dios!

– No se ponga religioso, limítese a hablar.

– Se acabó… está muerto. Gus y Halstead se lo cargaron. Después de que enterrasen a la mujer. Estaba llenando la tumba y Halstead le golpeó con la pala, lo empujó dentro con ella y los cubrió a ambos con tierra. Luego él y Gus se reían al recordarlo. Halstead decía que, cuando le dio en la cabeza a Earl, sonó a hueca; hablaban así del tipo ese, a sus espaldas… le llamaban tarado, medio hombre…

– Un mal bicho, ese Halstead.

– Aja. Lo es -el rostro de Kruger se iluminó, dispuesto a complacerme-. También anda tras usted. Usted andaba husmeando por allí y Gus no sabía qué era lo que le habría contado la chica. Se lo aconsejo, amigo, ándese con tiento.

– Gracias, amigo, pero Halstead ya no es una amenaza. Para nadie.

Alzó la vista hacia mí. Contesté la pregunta no hecha con un rápido movimiento afirmativo.

– Jesús -dijo, derrumbándose.

No le di tiempo a reflexionar.

– ¿Por qué mató usted a Handler y a la Gutiérrez?

– Ya le he dicho que yo no lo hice. Fueron Halstead y Earl. Gus les dijo que lo hicieran de modo que pareciese un crimen sexual. Luego, Halstead me dijo que Earl era más que adecuado para el trabajo: los estuvo haciendo picadillo; se le notaba que lo estaba disfrutando. Sobre todo hizo un trabajo a conciencia con la maestra. Halstead la agarraba y él usó el cuchillo.

Dos hombres, quizá tres, había dicho Melody.

– Usted también estaba allí, Tim.

– No. Bueno, yo… yo los llevé allí en coche. Con los faros apagados. Era una noche oscura, sin luna ni estrellas. Me quedé dando vueltas al aparcamiento, luego pensé que quizá me vieran, así que fui hasta las Palisades y regresé. Aún no habían acabado… recuerdo que me pregunté qué estarían haciendo para tardar tanto. Me marché de nuevo, di unas cuantas vueltas, regresé y justo entonces estaban saliendo. Iban vestidos de negro, como demonios. Y podía ver la sangre, incluso sobre el negro. Olían a sangre. Estaba por todas partes, cubriéndoles, oscura como su ropa, pero con una textura diferente… ya sabe, brillante. Húmeda.

Hombres negros. Dos, quizá tres. Se detuvo.

– Eso no es el final de la historia, Tim.

– Lo es. Se desnudaron en el coche, guardaron el cuchillo en una bolsa de lona. Lo quemamos en uno de los cañones: la ropa, la bolsa, todo. Y lo que quedaba lo tiramos al agua en el muelle de Malibú -hizo otra pausa, sin aliento-. Yo no maté a nadie.

– ¿Dijeron algo en el coche?

– Halstead estaba callado como una estatua. Me preocupó, por lo ido que se le veía, porque es un mal bicho… esa historia de que un chico le amenazó con una navaja es una pura memez. Le expulsaron de la Escuela de Artes Manuales por haber dado una buena paliza a un par de estudiantes. Y antes de eso lo habían echado de la Infantería de Marina. Le encantaba la violencia. Pero, fuera lo que fuese que hubiera pasado en aquel apartamento le había impactado… estaba muy callado.

– ¿Y qué hay de Earl?

– Earl era… diferente… era como si, le fuese aquello, ¿me entiende? Estaba lamiéndose los labios y acunándose adelante y atrás, como uno de esos crios autistas. Murmurando. Diciendo «hija de puta», una y otra vez. Era raro. Loco. Al fin Halstead le dijo que se callara de una jodida vez, y él le gritó algo en respuesta… en español. Halstead también gritó, y yo pensé que los dos se iban a hacer pedazos allá mismo. Era como ir conduciendo con dos bestias enjauladas. Los calmé, usando el nombre de Gus… eso siempre funcionaba con Earl. Aquella noche no podía aguantar el estar más tiempo con esos dos. Ambos eran el prototipo del psicópata.

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