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Todos estos pensamientos debieron de salir de algún punto del mundo vaporoso entre el sueño y la vigilia, porque de repente abrí los ojos en mi casa. Debía de haberme quedado dormido un momento, con la espalda apoyada contra la pared. Eran pensamientos que los medicamentos solían sofocar. Tenía tortícolis y me levanté vacilante. Una vez más, el día se había desvanecido a mi alrededor, y volvía a estar solo, salió por los recuerdos, los fantasmas y los murmullos familiares de esas voces tanto tiempo reprimidas. Parecían todas bastante entusiasmadas con volver a apoderarse de mi mente. En cierto sentido, era como si despertaran a mi lado, como imaginaba que haría una amante de verdad si alguna vez la tenía. Reclamaban atención, como un grupo feliz que pujara por diversos objetos en una subasta concurrida.

Me desperecé nervioso y me acerqué a la ventana. Contemplé cómo la oscuridad de la noche avanzaba por la ciudad como tantas veces antes, sólo que esta vez me fijé en una sombra tras una tienda de recambios de automóvil al final de la calle. Observé cómo se extendía y pensé que era algo inquietante, que cada sombra tenía sólo un leve parecido al edificio, al árbol o a la persona que la proyectaba. Adoptaba una forma propia que evocaba su origen pero se mantenía independiente. Igual pero distinta. Pensé que las sombras podían revelarme mucho sobre mi mundo. Quizás estaba más cerca de ser una de ellas que de estar vivo. De punto vi un coche patrulla que recorría despacio mi calle.

Tuve la impresión de que venía a vigilarme. Noté que los dos pares de ojos del interior oscuro del vehículo se alzaban y recorrían la fachada del edificio de pisos como unos focos hasta que localizaban mi ventana. Me aparté a un lado para que no me vieran.

Retrocedí y me acurruqué contra la pared.

Habían venido a buscarme. Lo sabía, igual que sabía que el día sigue a la noche y que la noche sigue al día. Recorrí el piso con la mirada en busca de un sitio donde esconderme. Contuve el aliento. Cada latido de mi corazón resonaba como una sirena de niebla. Me apreté más contra la pared, como si pudiera fundirme con ella. Notaba a los agentes al otro lado de la puerta.

Pero no ocurrió nada.

No aporrearon la puerta.

No sonaron voces fuertes con esa sola palabra, ¡Policía!, que lo dice todo de una vez.

El silencio me envolvía y, pasado un segundo, me incliné para espiar por la ventana. La calle estaba vacía.

Ningún coche. Ningún policía. Sólo más sombras.

Esperé un instante. ¿Había estado el coche ahí?

Exhalé despacio. Me dije que nada iba mal y que no tenía por qué preocuparme, lo que me recordó que eso era precisamente lo que había procurado decirme en todos aquellos años en el hospital.

Seguía recordando las caras, aunque a veces no los nombres. En el transcurso de ese día y del siguiente, Lucy había interrogado en su despacho, uno tras otro, a los hombres que, en su opinión, poseían algunos de los elementos del perfil que estaba elaborando en su cabeza. Hombres con rabia. Era, en cierto sentido, un curso intensivo sobre una parte de la humanidad que poblaba el hospital, una parte de la marginalidad. Toda clase de enfermedades mentales visitó ese despacho y se sentó en la silla frente a ella, unas veces con un leve empujoncito de Negro Grande y otras con sólo un gesto de Lucy o de Evans.

En cuanto a mí, guardaba silencio y escuchaba.

Era un desfile de imposibilidades. Algunos hombres eran solapados y miraban a uno y otro lado, esquivos en todas sus respuestas. Algunos parecían aterrados, se encogían en la silla con la frente sudorosa y la voz temblorosa como si cada pregunta de Lucy, por muy rutinaria, benévola o insignificante que fuera, los golpeara. Otros eran agresivos, levantaban la voz enseguida, gritaban con rabia y, en más de una ocasión, daban puñetazos en la mesa, llenos de una indignación justificada. Unos cuantos se mantuvieron mudos, con la mirada en blanco, como si cada frase que salía de los labios de Lucy, cada pregunta que quedaba suspendida en el aire, ocurriera en un plano totalmente distinto al suyo, algo que no significaba nada en ningún lenguaje que ellos conocieran y que, por tanto, les era imposible responder. Algunos hombres contestaron con sandeces, algunos con fantasías, otros con rabia y unos cuantos con miedo. Dos hombres se quedaron mirando al techo, y otros dos hicieron gestos de estrangulamiento con las manos. Algunos observaron las fotografías del escenario del crimen con temor, otros con una fascinación inquietante. Un hombre confesó al instante, lloriqueando, «Yo lo hice, yo lo hice» una y otra vez, sin dejar que Lucy le hiciera ninguna pregunta. Un hombre no dijo nada, pero sonrió y se llevó la mano a los pantalones para excitarse hasta que la mano de Negro Grande en el hombro lo obligó a parar. A lo largo de los interrogatorios, el señor del Mal se sentaba junto a Lucy, y cuando Negro Grande se llevaba al paciente se apresuraba a explicar por qué uno u otro debía descartarse por este o aquel motivo. Su actitud era irritante: se suponía que prestaba ayuda e informaba cuando, en realidad, ponía trabas y confundía. El señor del Mal no era tan inteligente como él creía, ni tan estúpido como alguno de nosotros opinaba, lo que desde luego era una combinación de lo más peligrosa.

A mi me ocurrió algo muy curioso: empecé a ver cosas. Era como si pudiera deducir de dónde procedía cada dolor. Y cómo todos esos dolores acumulados habían evolucionado con los años hacia la locura.

Sentí que una oscuridad me invadía el corazón.

Hasta la última fibra de mi ser me gritó que me levantara y saliera corriendo, que me marchara de esa habitación, que todo lo que veía, oía averiguaba era terrible, era información que no tenía ningún derecho a poseer, que no necesitaba tener, que no deseaba reunir. Pero me quedé paralizado, incapaz de moverme, tan asustado de mí mismo como de los hombres que entraban en el despacho y que habían hecho algo terrible.

Yo no era como ellos. Y, sin embargo, lo era.

La primera vez que Peter el Bombero salió del edificio Amherst se sintió abrumado y tuvo que agarrarse a la barandilla para no tropezar. La brillante luz del sol pareció inundarlo, una brisa cálida de finales de primavera le alborotó el pelo, la fragancia del hibisco en flor que bordeaba los caminos le inundó el olfato. Vaciló tambaleante en lo alto de la escalinata un poco como un borracho, mareado, como si hubiera girado sobre sí mismo durante semanas en el interior del edificio y ése fuera el primer momento en que su cabeza no daba vueltas. Oyó el tráfico de la calzada en el exterior del hospital y a algunos niños jugando delante de una de las viviendas del personal. Escuchó con atención y, más allá de las voces felices, captó una radio. Creyó reconocer el sonido Motown. Algo con un ritmo muy pegadizo y unas armonías melodiosas en el estribillo.

Negro Chico y su hermano flanqueaban a Peter, pero fue el más pequeño de los dos quien le susurró, apremiante:

– Agacha la cabeza, Peter. No dejes que nadie te vea bien.

El Bombero iba vestido con el uniforme blanco, como los dos auxiliares, aunque ellos llevaban los gruesos zapatos negros reglamentarios, mientras que él calzaba unas zapatillas de deporte, y cualquier persona atenta se habría percatado de esa diferencia. Asintió y se encorvó un poco, pero le costaba mantener la mirada en el suelo. Hacía semanas que no salía, y más aún sin que las limitaciones de las esposas y de su pasado le obstaculizaran los pasos.

A su derecha, vio un reducido y variopinto grupo de pacientes trabajando en el jardín, y sobre el decrépito asfalto que había sido una pista de baloncesto, media docena de pacientes deambulando alrededor de los restos de una red de voleibol, mientras dos auxiliares fumaban un cigarrillo y observaban algo distraídos al grupo, cuya mayoría tenía la cara levantada hacia el sol de la tarde. Una mujer enjuta de mediana edad bailaba describiendo amplios giros con los brazos en un vals sin ritmo ni propósito, pero tan refinado como en un salón vienes.

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