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La fiscal no respondió.

– Pues intentar imponerle la racionabilidad y la organización del mundo exterior. Este sitio es demencial, así que tenemos que hacer una investigación acorde con este mundo. Adaptarla al lugar donde estamos.

– ¿Te refieres a usar el entorno de alguna forma que se me escapa?

– Sí -asintió Peter-. No deberíamos actuar de una forma previsible -miró a Francis-, sino conforme al mundo en que estamos. En un sitio demencial, tenemos que efectuar una investigación demencial. Desenvolvernos con toda la locura que este sitio exige. Donde fueres, haz lo que vieres.

– ¿Y cuál sería el primer paso? -preguntó Lucy. Parecía dispuesta a escuchar pero no a acceder de inmediato.

– Los interrogatorios. Empiezas muy bien, de modo oficial y ciñéndote a las pautas. Y, después, aumentas la presión. Acusas a los interrogados de forma irracional. Tergiversas sus palabras. Les devuelves la paranoia. Actúa del modo más terrible, irresponsable e indignante que puedas. Desconcierta a todo el mundo. Eso causará desconcierto. Y cuanto más perturbemos el discurrir cotidiano del hospital, menos seguro se sentirá el ángel.

– Es un plan -asintió Lucy-. Puede que no demasiado estructurado, pero es un plan. Aunque no creo que Gulptilil lo acepte.

– Al cuerno -soltó Peter-. Por supuesto que no lo hará. Y tampoco el señor del Mal. Pero no dejes que eso sea un obstáculo.

Lucy reflexionó un momento.

– ¿Por qué no? -Sonrió y se volvió hacia Francis-. No dejarán que Peter esté presente en los interrogatorios, su pasado pesa demasiado. Pero tu caso es diferente, Francis. Creo que deberías asistir. Estaréis tú y Evans o el director médico, porque éste quiere que haya alguien; son las normas que estableció. Creemos bastante humo y quizá veamos algo de fuego.

Por supuesto, ellos no veían lo que Francis, es decir, los peligros de este método. Pero guardó silencio, acallado por sus voces interiores, que estaban nerviosas y recelosas, de modo que se limitó a agachar la cabeza ante el rumbo fijado.

A veces, durante la primavera, desde que me dieron de alta del Western y tras instalarme en mi ciudad, cuando iba a la escalera para peces para contar los salmones que regresaban para el Wildlife Service, detectaba las sombras plateadas y relucientes de los peces y me preguntaba si sabían que el hecho de volver al lugar donde habían nacido para renovar el ciclo de la naturaleza les iba a costar la vida. Con la libreta en la mano, contaba los peces y solía combatir el impulso de advertirles de algún modo. Me preguntaba si tendrían alguna pulsión profunda, genética, que les informara de que volver a casa los mataría, o si todo era un engaño que aceptaban con gusto ya que el deseo de aparearse era tan fuerte que ocultaba la inevitabilidad de la muerte. ¿O eran como soldados, a los que se daba una orden imposible y evidentemente mortal, y decidían que el sacrificio era más importante que la vida?

A veces la mano me temblaba cuando hacía las anotaciones en la hoja de cómputo, tanta muerte latente pasaba frente a mí. En ocasiones lo entendemos todo mal. Así, algo que parece peligroso, como el inmenso océano, es en realidad seguro. Lo que es conocido, como el hogar, es de hecho más amenazador.

La luz parecía desvanecerse a mi alrededor, y me alejé de la pared para dirigirme a la ventana del salón. Noté que la habitación se llenaba de recuerdos. Soplaba una brisa vespertina, una suave ráfaga de calidez. Pensé que la oscuridad nos definía a todos. Cualquiera puede representar cualquier cosa a la luz del día. Pero sólo por la noche, después de que el mundo se ha oscurecido, aparece nuestro yo real.

Ya no sabía si estaba o no agotado. Levanté los ojos y examiné la habitación. Era interesante verme solo y saber que no duraría. Tarde o temprano me invadirían. Y el ángel volvería. Sacudí la cabeza.

De pronto, recordé que Lucy había preparado una lista de casi setenta y cinco nombres. Eran los hombres a los que ella quería ver.

Lucy preparó una lista con unos setenta y cinco pacientes de todo el hospital que parecían poseer el potencial para asesinar. Eran hombres que habían mostrado hostilidad hacia las mujeres, ya fuera mediante golpes durante riñas domésticas, lenguaje amenazador o conducta obsesiva, que habían concentrado en una vecina o una familiar a la que culpaban de su locura. Ella aún creía que los asesinatos habían sido, en el fondo, delitos sexuales. La justicia penal consideraba que los delitos sexuales eran primero actos violentos y después catarsis sexual.

Además, ella había sido una víctima y en decenas de salas de justicia había visto en el banquillo de los acusados a hombres que le recordaban en mayor o menor medida al que la había agredido. Su índice de condenas era ejemplar y, a pesar de los obstáculos que encontraba en el hospital Western, esperaba volver a triunfar. La confianza era su principal baza.

Mientras cruzaba los terrenos del hospital hacia el edificio de administración, empezó a dibujar mentalmente un retrato del hombre que estaba buscando. Detalles, como la fuerza física necesaria para dominar a Rubita, la juventud suficiente para ser presa de un arrebato homicida, la edad adecuada para no cometer errores precipitados. Estaba convencida de que su hombre poseía los conocimientos prácticos así como la inteligencia innata que hacen que ciertos criminales sean difíciles de acorralar. Todos los elementos de esos crímenes se le arremolinaban en la cabeza, y se decía que cuando se encontrara frente a frente con el culpable, lo reconocería de inmediato.

La razón de su optimismo era la creencia de que el ángel deseaba ser conocido. Imaginaba que sería engreído y arrogante, y que querría vencerla en este duelo intelectual dentro de aquel hospital psiquiátrico.

Lo sabía de una forma más profunda que Peter o Francis, o de lo que nadie era consciente en el Western. Unas cuantas semanas después del segundo homicidio, su oficina había conseguido las dos falanges seccionadas del modo más normal: a través del correo. El autor las había colocado en una bolsa de plástico, que había metido en un sobre acolchado marrón, del tipo que se vendía en casi todas las tiendas de material de oficina de Nueva Inglaterra. La dirección del destinatario estaba mecanografiada en una etiqueta: JEFA DE LA UNIDAD DE DELITOS SEXUALES.

Se adjuntaba un folio con una pregunta también mecanografiada: «¿Los buscabais?» Nada más.

Lucy entregó los macabros souvenirs al equipo forense. No se tardó en confirmar que pertenecían a la segunda víctima y que se los habían extirpado post mortem. La escritura de la nota y la etiqueta correspondía a una máquina de escribir eléctrica Sears modelo 1.132 de 1975. El matasellos del paquete correspondía a la oficina principal de Boston Sur. Lucy y dos investigadores más de su oficina habían localizado todas las máquinas de escribir de ese modelo vendidas en Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y Vermont durante los seis meses anteriores al asesinato. También habían interrogado a todos los empleados de la oficina de correos para comprobar si alguno recordaba haber manejado ese paquete en concreto. Ninguna de las dos líneas de investigación había arrojado una pista razonable.

Los empleados de correos no habían ayudado nada. Si una máquina de escribir se había comprado con un cheque o con una tarjeta de crédito, Sears tenía constancia. Pero se trataba de un modelo barato, y más de una cuarta parte de las máquinas similares que se vendieron en ese lapso de tiempo se pagaron en efectivo. Además, los investigadores averiguaron que casi todos los más de cincuenta puntos de venta de Nueva Inglaterra tenían expuesto un modelo 1.132 nuevo que podía probarse. Habría sido relativamente sencillo ir un concurrido domingo por la tarde, poner una hoja de papel en el rodillo y escribir lo que se quisiera sin llamar la atención, ni siquiera de un vendedor.

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