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Francis pensó que era cierto.

– ¿Estás diciendo que todos somos cautivos?

– Prisioneros. Por supuesto. Limitados por todo: las paredes, las medicaciones, nuestros pensamientos. -Golpeó la pelota con más fuerza, pero dejándola a su alcance-. Pero el hombre que vi, bueno, no estaba cautivo. O, si lo estaba, no piensa como los demás.

Francis falló un golpe y la red le devolvió la pelota.

– Punto para mí -anunció Cleo-. Saca tú.

Él lo hizo y de nuevo el repiqueteo llenó la sala.

– Cuando abrió la puerta de vuestro dormitorio no tenía miedo -dedujo Francis.

Cleo atrapó la pelota en el aire para interrumpir el punto en juego.

– Tiene llaves -sentenció inclinándose sobre la mesa-. ¿Qué abren esas llaves? ¿Las puertas del edificio Amherst? ¿O las puertas de las demás unidades? ¿Los almacenes? ¿Las oficinas del edificio de administración? ¿Los alojamientos del personal? ¿Abrirán sus llaves todas esas puertas? ¿La verja de entrada, quizá? ¿Puede abrir la verja de entrada y salir cuando quiera?

Puso otra vez la pelota en juego.

– Las llaves son poder -comentó Francis tras pensar un instante.

Clic, clic. La pelota resonaba contra la mesa.

– El acceso es siempre poder -sentenció Cleo-. Esas llaves son muy reveladoras -añadió-. Me gustaría saber cómo las obtuvo.

– ¿Por qué entró en vuestro dormitorio y se arriesgó a que alguien lo viera?

Cleo no contestó durante varios golpes.

– Quizá porque podía -dijo al cabo.

– ¿Estás segura de que no podrías reconocerlo si volvieras a verlo? -preguntó Francis tras reflexionar un momento-. ¿Recuerdas si era alto, o fornido? Cualquier cosa que pudiera distinguirlo. Algo que nos diese una pista…

Cleo sacudió la cabeza, inspiró hondo y pareció concentrarse en el juego, al que imprimió cada vez más velocidad. La pelota volaba de un lado a otro de la mesa. Le sorprendió poder seguirle el ritmo y devolverle los golpes, a izquierda y derecha, de derecho y de revés. Cleo sonreía, bailando de un lado a otro, moviendo el cuerpo con la gracia de una bailarina a pesar de su corpulencia.

– Pero tú y yo, Francis, no tenemos que verle la cara para reconocerlo -dijo tras un momento-. Sólo tenemos que ver esa actitud. Aquí dentro sería inconfundible. En este sitio, en nuestro hogar, nadie más tiene ese aspecto. ¿No crees, Pajarillo? En cuanto lo veamos, lo sabremos con exactitud, ¿verdad?

Francis golpeó la pelota demasiado fuerte, que cayó más allá de la mesa. Cleo la atrapó, antes de que saliera rebotada por la sala.

– Un golpe largo -comentó-, pero ambicioso.

«En un lugar lleno de temores, buscamos al hombre que no tiene ninguno», pensó Francis.

En un rincón de la sala varias voces empezaron a gritar. Un sollozo agudo, seguido de un chillido, rasgó el aire. Francis dejó la pala sobre la mesa y retrocedió unos pasos.

– Estás mejorando, Pajarillo -bromeó Cleo, y su risa se sobrepuso al alboroto de la pelea que aumentaba de intensidad-. Deberíamos volver a jugar algún día.

Cuando Francis llegó al despacho de Lucy, había tenido tiempo para pensar en lo que había averiguado. La encontró apoyada contra la pared, detrás de una sencilla mesa de metal gris. Estaba cruzada de brazos y observaba a Peter, que estaba sentado al escritorio con tres expedientes abiertos. Había esparcido una serie de fotografías en color de veinte por veinticinco, bocetos del escenario del crimen en blanco y negro, con flechas, círculos y anotaciones, y formularios escritos. Había informes de autopsias y fotografías de las ubicaciones. Peter levantó los ojos con brusquedad.

– Hola, Francis -dijo-. ¿Has tenido suerte?

– Puede que un poco. Hablé con Cleo.

– ¿Te dio una descripción mejor?

Francis meneó la cabeza y señaló el montón de documentos y fotografías.

– Parece mucho -comentó. Nunca había visto el volumen del papeleo asociado normalmente a la investigación de un homicidio, y estaba impresionado.

– Mucho que dice poco -replicó Peter. Lucy asintió-. Pero, bien mirado, también dice mucho -añadió Peter. Lucy hizo una mueca de escepticismo.

– No entiendo -dijo Francis.

– Bueno -empezó a explicar Peter-, tenemos tres crímenes, todos cometidos en jurisdicciones policiales distintas, quizá, porque los cadáveres fueron trasladados post mortem, de modo que nadie está exactamente al cargo del caso, lo que es siempre un jaleo burocrático, incluso cuando interviene la policía estatal. Y tenemos tres víctimas encontradas en diversos grados de descomposición, cuyos cuerpos habían estado expuestos a los elementos, lo que dificulta o casi imposibilita el análisis forense. Y estos crímenes, por lo que se deduce de los informes policiales, fueron elegidos al azar, me refiero a sus víctimas, porque hay pocas similitudes entre las mujeres asesinadas, aparte del tipo de cuerpo, el tipo de peinado y la edad. Cabellos cortos y figura esbelta. Una era camarera, otra estudiante universitaria y la tercera secretaría. No se conocían entre sí. No vivían cerca una de otra. No había nada que las relacionara entre sí, salvo el desafortunado hecho de que volvían solas a casa en medios de transporte público, como el metro o el autobús, y que todas tenían que caminar vanas manzanas mal iluminadas para llegar a su casa. Lo que las hacía sumamente vulnerables.

– Fáciles de elegir y acechar para un hombre paciente -concluyó Lucy.

Peter vaciló como si algo en las palabras de Lucy le suscitase una pregunta. A Francis le rondó una idea por la cabeza y vaciló en decirla en voz alta.

– Jurisdicciones distintas -dijo por fin-. Escenarios distintos. Organismos distintos. Todos reunidos aquí…

– Exacto -coincidió Lucy con cautela, como si de repente midiera sus palabras.

– Interesante -contestó Peter, y se inclinó para observar mejor los documentos depositados sobre la mesa. Cogió las tres fotografías de la mano derecha de las víctimas. Se fijó en los dedos mutilados-. Souvenirs -aseguró-. Es bastante clásico.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Francis.

– En los estudios efectuados sobre asesinos en serie -explicó Lucy en voz baja-, un rasgo común es la necesidad del asesino de quitar algo a la víctima para poder revivir después la experiencia.

– ¿Quitar?

– Un mechón de pelo. Una prenda de vestir. Una parte del cuerpo.

Francis se estremeció. En ese momento se sintió infantil y se preguntó cómo sabía tan poco del mundo y cómo Peter y Lucy, que no le llevaban más de ocho o diez años, sabían tanto.

– Has mencionado que todos esos papeles también te decían mucho -comentó-. ¿Como qué?

Peter miró a Lucy y sus ojos se encontraron un segundo. Francis observó a la joven fiscal, y pensó que su pregunta había cruzado de algún modo una especie de línea divisoria. Sabía que hay momentos en que las palabras establecen de repente puentes y conexiones, e intuyó que ése era uno.

– Lo que todo esto me dice, Francis -contestó Peter pero con los ojos puestos en la joven-, es que el ángel de Larguirucho sabe cometer crímenes de una forma que dificulta la investigación en grado sumo. Eso significa que posee cierta inteligencia. Y bastante educación, al menos sobre las formas de asesinar. Si lo piensas, sólo hay dos maneras de resolver un crimen, Pajarillo. La primera, y la mejor, es cuando se obtienen pruebas en el escenario del crimen que apuntan inexorablemente en una dirección. Huellas dactilares, fibras de ropa, sangre y armas cuya procedencia puede rastrearse, o puede que incluso un testigo ocular. Esas cosas se pueden unir a un móvil claro, como el dinero de un seguro, el robo o una discusión violenta entre una pareja.

– ¿Y la otra manera? -quiso saber Francis.

– Cuando tienes a un sospechoso y puedes vincularlo a los hechos.

– Es como ir al revés.

– Lo es -corroboró Lucy.

– ¿Es más difícil?

– ¿Difícil? -suspiró Peter-. Sí, lo es. ¿Imposible? No.

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