Ninguno de los pacientes se sentaba con ella, al principio ni siquiera Francis o el Bombero. Había sido una sugerencia de Peter. Había dicho a Lucy que no convenía dejar que demasiada gente supiera que trabajaban con ella, aunque no tardarían demasiado en deducirlo. Así que, los primeros días, Francis y Peter la ignoraban en el comedor.
No fue el caso de Cleo, cuando Lucy llevaba la bandeja a la zona de recogida.
– ¡Sé por qué está aquí! -le espetó en voz alta y acusadora, y de no haber sido por el habitual ruido de platos, bandejas y cubiertos, habría llamado la atención de todo el mundo.
– ¿De veras? -respondió Lucy con calma. Siguió adelante y empezó a tirar las sobras de su plato al contenedor de la basura.
– Ya lo creo -afirmó Cleo con naturalidad-. Es evidente.
– Vaya.
– Sí -insistió Cleo, con la peculiar bravuconería que imprime a veces la locura, cuando desinhibe la conducta.
– Entonces quizá podría decirme lo que piensa.
– Por supuesto. ¡Quiere apoderarse de Egipto!
– ¿Egipto?
– Sí, Egipto -repitió Cleo, y agitó la mano para señalar todo el comedor, con cierta exasperación ante lo evidente que era ese hecho-. Mi Egipto. Y seducirá a Marco Antonio, y al cesar también, sin duda. -Carraspeó, cruzó los brazos, cerró el paso a Lucy y añadió su muletilla preferida-: Cabrones. Son todos unos cabrones.
Lucy la observó divertida y meneó la cabeza.
– Se equivoca -dijo-. Egipto está a salvo en sus manos. Jamás me atrevería a rivalizar con nadie por esa corona, ni por los amores de su vida.
– ¿Por qué debería creerla? -repuso Cleo con los brazos en jarras.
– Tendrá que confiar en mi palabra.
La corpulenta mujer vaciló y se rascó la cabeza.
– ¿Es usted una persona íntegra y sincera? -le preguntó.
– Eso dicen.
– Tomapastillas y el señor del Mal dirían lo mismo, pero no confío en ellos.
– Yo tampoco -aseguró Lucy en voz baja, inclinándose hacia ella-. En eso estamos de acuerdo.
– Pero si no quiere conquistar Egipto, ¿por qué está aquí? -quiso saber Cleo, de nuevo recelosa.
– Creo que hay un traidor en su reino.
– ¿Qué clase de traidor?
– De los peores.
– Tiene que ver con la detención de Larguirucho y con el asesinato de Rubita, ¿verdad? -preguntó Cleo.
– Sí.
– Yo lo vi. No muy bien, pero lo vi. Esa noche.
– ¿A quién? ¿A quién vio? -preguntó Lucy, alerta de repente.
Cleo esbozó una sonrisa de complicidad, antes de encogerse de hombros.
– Si necesita mi ayuda -dijo con una repentina altivez regia-, debería solicitarla de la forma oportuna, en el momento y el sitio adecuados.
Dicho esto y tras encender un cigarrillo con una floritura, se volvió para marcharse muy ufana. Lucy pareció algo confundida y dio un paso tras ella, pero Peter, que llevaba su bandeja a la zona de recogida en ese momento aunque apenas había tocado la comida, la detuvo. Mientras limpiaba el plato y lanzaba los cubiertos a través de una abertura hacia la cuba de lavado, le dijo a Lucy:
– Es verdad. Esa noche vio al ángel. Nos contó que el ángel entró al dormitorio de las mujeres, se quedó allí un momento y luego se marchó, cerrando con llave al salir.
– Un hecho curioso -comentó Lucy, aun sabiendo que su comentario resultaba bastante superfluo en un hospital psiquiátrico donde todo era más que curioso y a veces espantoso. Miró a Francis, que se había acercado a ellos-. Pajarillo -le dijo-, ¿por qué alguien que acaba de cometer un asesinato se esforzaría tanto para que otra persona sea culpada del crimen, y en lugar de huir o esconderse entra en un dormitorio lleno de mujeres que podrían reconocerlo?
Francis sacudió la cabeza. Se preguntó si esas mujeres podrían reconocerlo. Varias de sus voces lo retaron a que respondiera la pregunta, pero las ignoró y fijó la mirada en Lucy. Ésta se encogió de hombros.
– Un enigma -dijo-. Pero es una respuesta que tarde o temprano conseguiré. ¿Crees que podrías ayudarme a averiguarlo, Francis?
El joven asintió.
– Pajarillo se ve seguro de sí mismo -sonrió ella-. Eso está bien.
Y a continuación los llevó hacia el pasillo. Iba a decir otra cosa, pero Peter terció.
– Pajarillo, nadie más debe saber lo que Cleo vio. -Se volvió hacia Lucy-. Cuando Cleo le contó a Francis que el hombre al que estamos buscando había entrado en el dormitorio de las mujeres, no supo aportar ninguna descripción coherente del ángel. Todo el mundo estaba bastante alterado. Quizás ahora que ha tenido más tiempo para reflexionar sobre esa noche, se haya percatado de algo importante. Francis le cae bien. Creo que sería bueno que él volviera a hablar con ella. Eso también tendría la ventaja de no atraer la atención hacia ella, porque si usted la interroga, la gente pensará que está relacionada con esto.
– Tiene sentido -admitió Lucy tras considerar las palabras de Peter-. ¿Podrás encargarte tú solo y contármelo después, Francis?
– Sí -afirmó Francis, nada seguro de sí mismo a pesar de lo que ella había dicho antes. No recordaba haber interrogado a nadie para sonsacarle información.
Noticiero pasó junto a ellos en ese instante y se detuvo haciendo una pirueta de ballet, de modo que los zapatos le chirriaron contra el suelo pulido al girar.
– Union-News: El mercado se hunde ante las malas noticias económicas.
Y dio otro giro con una floritura antes de marcharse por el pasillo con un periódico abierto delante de él como si fuera una vela.
– Si yo vuelvo a hablar con Cleo -preguntó Francis-, ¿qué harás tú, Peter?
– ¿Qué haré? Más bien di qué me gustaría hacer. Me gustaría que la señorita Jones fuera más explícita sobre los expedientes que ha traído.
Lucy no respondió y Peter insistió.
– Nos iría bien conocer algo mejor los detalles que la trajeron aquí, si es que vamos a ayudarla en su investigación.
– ¿Por qué cree…? -empezó vacilante, pero Peter la interrumpió, sonriendo de ese modo despreocupado tan suyo que, por lo menos para Francis, significaba que algo le había resultado divertido y curioso.
– Trajo los expedientes por la misma razón que lo habría hecho yo. O cualquier otra persona que investigara un caso que apenas es algo más que una suposición. Para comprobar las similitudes. Y porque en alguna parte tiene un jefe que pronto le exigirá progresos. Quizás un jefe, como todos, con poca paciencia o con un sentido muy exagerado sobre cómo deberían pasar el tiempo de modo rentable sus jóvenes ayudantes. De modo que nuestra prioridad es encontrar características comunes entre lo que pasó en los anteriores asesinatos y lo que pasó aquí. Por eso me gustaría ver esos expedientes.
– Muy interesante -repuso Lucy tras inspirar hondo-. El señor Evans me pidió lo mismo esta mañana aduciendo las mismas razones.
– Las grandes mentes piensan de modo parecido -comentó Peter con sarcasmo.
– Me negué a su petición -dijo Lucy.
– Eso es porque todavía no sabe si puede confiar en él -repuso Peter, divertido.
– Se lo he dicho a Cleo -sonrió Lucy.
– Pero Pajarillo y yo, bueno, estamos en otra categoría, ¿no?
– Sí. Un par de inocentes. Pero si le enseño a usted…
– El señor Evans se enfadará. Lo sé y no me importa.
Lucy hizo una pausa antes de preguntar:
– Peter, ¿tan poco le importa a quién cabrea? ¿Ni siquiera si se trata de alguien cuya opinión sobre su salud mental actual podría ser crucial para su futuro?
Peter pareció a punto de soltar una carcajada, y se mesó el cabello antes de encogerse de hombros y sacudir la cabeza con la misma sonrisa socarrona.
– La respuesta es sí. Me importa muy poco a quién cabreo. Evans me detesta. Y da igual lo que yo haga o diga, me seguirá detestando, y no por lo que soy sino por lo que hice. Así que no tengo ninguna esperanza de que cambie su opinión. Quizá tampoco sería justo que le pidiera que lo hiciera. Y puede que no sea el único que no me soporta, sólo es el más evidente y, podría añadir, el más detestable. Nada de lo que yo haga va a cambiar eso. Así que, ¿por qué debería preocuparme por él?