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Un hombre se cubrió la cabeza con la camisa y se tapó los oídos con las manos. Los demás se removieron en los asientos. Nadie contestó enseguida, y el silencio que se abatió sobre la sala dio a Francis la impresión de ser consistente e invisible como el viento que hincha las velas de un barco. Pasado un momento lo rompió al preguntar:

– ¿Dónde está Larguirucho? ¿Adonde lo han llevado? ¿Qué han hecho con él?

Evans se recostó en la silla, aliviado, al parecer, de que las primeras preguntas fueran tan fáciles de responder.

– Larguirucho fue transportado a la cárcel del condado. Estará veinticuatro horas en observación en una celda de aislamiento. El doctor Gulptilil fue a verlo esta mañana para asegurarse de que recibía la medicación adecuada en su dosis correcta. Está bien. Está un poco más tranquilo que antes del… incidente.

El grupo tardó un momento en asimilar esta afirmación. Fue Cleo quien planteó la siguiente pregunta.

– ¿Por qué no lo traen de vuelta aquí? Es aquí donde debe estar y no encerrado en una cárcel sin sol y puede que con un puñado de criminales. Cabrones. Violadores y ladrones, seguro. Pobre Larguirucho, en manos de la policía. Cabrones fascistas.

– Porque lo acusan de un delito -respondió el psicólogo con rapidez. A Francis le pareció extraño que evitara la palabra asesinato.

– Pero hay algo que no entiendo -terció Peter en una voz tan queda que todo el mundo se volvió hacia él-. Larguirucho está loco, y ayer estaba más loco aún. ¿Cuál es la palabra que a usted le gusta usar?

– Descompensado -respondió el señor del Mal con frialdad.

– Una palabra de lo más tonta -espetó Cleo, enfadada-. Una palabra tonta, idiota y totalmente inútil.

– Bien -prosiguió Peter-. Larguirucho atravesaba una crisis. Todos nos dimos cuenta. A lo largo del día fue empeorando y nadie hizo nada por ayudarlo. Hasta que explotó. Ahora bien, si estaba aquí, en el hospital, por ese motivo, ¿cómo le pueden acusar? ¿Un loco no es precisamente alguien que no sabe lo que hace?

Evans asintió, pero se mordió el labio antes de contestar.

– Ésa es una decisión que deberá tomar el fiscal del condado. Hasta entonces, Larguirucho se quedará donde está…

– Bueno, creo que deberían traerlo aquí, donde están sus amigos -insistió Cleo, enojada aún-. Ahora sólo nos tiene a nosotros. Somos su única familia.

Hubo un murmullo general de asentimiento.

– ¿No podemos hacer algo? -preguntó la mujer del pelo alborotado.

Ese comentario provocó también asentimientos farfullados.

– Bueno -dijo el señor del Mal-, creo que deberíamos seguir abordando los problemas que nos trajeron aquí. Si nos esforzamos por mejorar, quizás encontremos una forma de ayudar a Larguirucho.

– Malditos ineptos -gruñó Cleo con indignación-. Cabrones descerebrados.

Francis no sabía muy bien a quién se refería Cleo, pero estuvo de acuerdo con las palabras que había elegido. Cleo tenía la habilidad de una emperatriz de llegar al quid de la cuestión de una forma imperiosa. Empezaron a oírse improperios y juramentos.

– Estas palabras coléricas no ayudan a Larguirucho, ni a ninguno de nosotros. -El señor del Mal levantó la mano, exasperado-. Así que vamos a parar.

Hizo un gesto cortante con la mano. Era la clase de movimiento que Francis se había acostumbrado a ver en el psicólogo y que subrayaba una vez más quién estaba cuerdo y, por lo tanto, quién estaba al mando. Y, como de costumbre, tuvo un efecto intimidador; el grupo, refunfuñando, se recostó en las sillas y el breve instante que podía haber acabado en una abierta rebelión se disolvió en el aire viciado de la sala. Francis vio que Peter se mantenía firme, con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido.

– Pues yo creo que no hemos usado las suficientes palabras coléricas -soltó por fin, no en voz alta, pero con determinación-. Y no entiendo por qué eso no va a ayudar a Larguirucho. ¿Cómo saber qué podría ayudarlo o no en este momento? Creo que deberíamos protestar aún más.

– Seguramente tú lo harías -replicó el señor del Mal, girándose en su asiento.

Ambos hombres se observaron un momento y Francis vio que estaban al borde de un enfrentamiento físico. Pero, casi con la misma rapidez, todo cambió porque el señor del Mal se volvió y dijo:

– Deberías reservarte tus opiniones. Estás mejor callado.

Era una afirmación desdeñosa, y dejó helado al grupo.

Francis vio que el Bombero buscaba una réplica, pero en ese momento se oyó un ruido en la puerta de la sala.

Todas las cabezas se volvieron cuando se abrió. Negro Grande entró lánguidamente y por un instante llenó el umbral con su corpulencia, ocultando a quien le seguía. Se trataba de la mujer que Francis había visto por la ventana al principio de la sesión. Tras ella, a su vez, iba Tomapastillas y, por último, Negro Chico. Los auxiliares adoptaron posiciones de centinela junto a la puerta.

– Señor Evans -dijo Gulptilil-, lamento interrumpir la sesión.

– No se preocupe -respondió el señor del Mal-. Ya estábamos a punto de terminar.

Francis tenía la certeza de que estaban más al principio que al final de algo. Pero, de hecho, no escuchó el intercambio entre los dos terapeutas. En lugar de eso, observó a la mujer, que, ofreciéndole su perfil derecho, esperaba flanqueada por los hermanos Moses.

Tuvo la impresión de ver muchas cosas, todas a la vez. Era esbelta y muy alta, de casi metro ochenta, y rondaba los treinta años. Tenía la piel de color cacao, de una tonalidad parecida a las hojas de roble que caen en otoño, y sus ojos presentaban un aspecto ligeramente oriental. El cabello, de un negro azabache, le llegaba más abajo de los hombros. Debajo del impermeable color habano, llevaba un traje chaqueta azul. Sujetaba la cartera de piel con unos dedos largos y delicados, y contemplaba la sala con una determinación que habría calmado hasta al paciente más descompensado. Era casi como si su presencia silenciara los delirios y los temores que ocupaban cada asiento.

Al principio, Francis la consideró la mujer más hermosa del mundo, pero entonces ella se volvió un poco y él vio que tenía el lado izquierdo del rostro desfigurado por una larga cicatriz blanca que le partía la ceja y le recorría la mejilla en zigzag para terminar en la mandíbula. La cicatriz le causó el mismo efecto que el péndulo de un hipnotizador: no podía apartar los ojos de esa línea irregular que le bisecaba la cara. Se preguntó por un momento si no sería como mirar la obra de un artista desquiciado, que, abrumado ante una perfección inesperada, hubiera decidido tratar su propio arte con absoluta crueldad.

– ¿Quiénes son los dos hombres que encontraron el cadáver de la enfermera? -preguntó dando un paso al frente, y su ronca voz pareció atravesar a Francis.

– Peter, Francis -llamó el doctor Gulptilil-, esta señorita ha conducido desde Boston para haceros algunas preguntas. ¿Podríais acompañarnos a mi despacho para que pueda hablar con vosotros como es debido?

Francis se puso en pie y, en ese instante, fue consciente de que Peter observaba con la misma intensidad a la joven.

– Yo te conozco -musitó Peter como para sí.

Francis se percató de que la mujer se fijaba en su amigo y, por un segundo, arrugaba la frente en un gesto de reconocimiento. Luego, casi con la misma rapidez, volvió a su impasible belleza marcada.

Los dos hombres salieron del círculo de sillas.

– Cuidado -soltó Cleo de golpe. Y citó de su obra favorita-: «El claro día se apaga y nos dirigimos a las sombras.» -Se produjo un momento de silencio antes de que añadiera con voz ronca-: Cuidado con los cabrones. Sólo buscan perjudicarlo a uno.

Me alejé de la pared del salón y de todas las palabras que contenía, y pensé: Eso es. Ya estamos todos. A veces la muerte es como una ecuación algebraica, una larga serie de factores X y valores Y, multiplicados y divididos, sumados y restados hasta que se obtiene una solución simple pero espantosa: cero. Y en aquel momento la fórmula estaba escrita.

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