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– ¡Oh, qué triste! -exclamó-. Todo es muy triste.

Francis fijó la mirada en el psicólogo, que intentaba recuperar el control de la sesión.

– El mundo es como ha sido siempre -sentenció-. Lo que tratamos aquí es nuestra parte en él.

No fue el comentario adecuado. Larguirucho se puso de pie de un brinco y empezó a agitar los brazos sobre la cabeza, como había hecho la primera vez que Francis lo había visto.

– ¡Es así! -gritó, sobresaltando a los miembros más tímidos del grupo-. ¡El mal está en todas partes! Tenemos que encontrar el modo de mantenerlo alejado. Tenemos que unirnos. Formar comités. Formar grupos de vigilantes. ¡Tenemos que organizamos! ¡Coordinarnos! Idear un plan. Levantar defensas. Proteger los muros. ¡Tenemos que trabajar mucho para mantenerlo fuera del hospital! -Inspiró hondo y dirigió la mirada a todos los presentes.

Algunas cabezas asintieron. Tenía sentido.

– Podemos contener el mal -dijo Larguirucho-. Pero sólo si estamos alertas.

Y, con el cuerpo aún temblando debido al esfuerzo que le había costado expresar su opinión, se sentó de nuevo y volvió a cruzar los brazos para guardar silencio.

Evans fulminó con la mirada a Peter, como si él tuviera la culpa del arrebato de Larguirucho.

– A ver, Peter, cuéntanos -dijo despacio-. ¿Crees que para mantener a Satán fuera del hospital quizá deberíamos ir todos a la iglesia con regularidad?

El Bombero se puso tenso en su asiento.

– No -respondió-. No creo que…

– ¿No deberíamos rezar? ¿Ir a misa? ¿Decir un ave maría y un padrenuestro? ¿Comulgar todos los domingos? ¿No deberíamos confesar nuestros pecados de forma casi constante?

– Puede que esas cosas te hagan sentir mejor. -La voz del Bombero bajó de tono y de intensidad-. Pero no creo que…

– Oh, perdona -lo interrumpió Evans por segunda vez con una nota de cinismo-. Ir a la iglesia y asistir a cualquier tipo de actividad religiosa organizada sería impropio del Bombero, ¿verdad? Porque el Bombero tiene un problema con las iglesias, ¿no es así?

Peter se revolvió en la silla. Francis detectó en su mirada una furia desconocida.

– No son las iglesias. Es una iglesia. Y tuve un problema. Pero lo resolví, ¿recuerda, señor Evans?

Los dos hombres se miraron un instante.

– Sí -asintió Evans-. Supongo que sí. Y mira adonde te ha llevado.

Durante la cena, las cosas parecieron empeorar para Larguirucho.

Esa noche se servía pollo a la crema, que consistía en una espesa crema grisácea y poco pollo, con unos guisantes tan hervidos que cualquier posible reivindicación en el sentido de que eran una verdura se había evaporado en la olla, y unas patatas al horno que tenían la misma consistencia de las congeladas, salvo que estaban tan calientes como brasas extraídas de una hoguera. Larguirucho estaba sentado solo, en una mesa del rincón; los demás pacientes se habían apiñado en las otras mesas para dejarlo solo. Uno o dos habían intentando sentarse con él al principio de la cena, pero Larguirucho los había echado con gestos hoscos y gruñidos de perro viejo al que molestan mientras duerme.

El murmullo habitual parecía apagado, el ruido de los platos y las bandejas más tenue. Había varias mesas separadas para los pacientes de más edad, seniles que necesitaban ayuda, pero incluso la tarea de alimentarlos, o de atender a los catatónicos de mirada vacía, apenas conscientes de nada, parecía más silenciosa, más contenida. Desde donde estaba sentado, masticando con tristeza la insípida comida, Francis veía cómo todos los auxiliares del comedor lanzaban miradas a Larguirucho para vigilarlo mientras seguían atendiendo a los demás. En cierto momento apareció Tomapastillas, observó a Larguirucho unos instantes y luego habló brevemente con Evans. Antes de marcharse, escribió una receta y se la entregó a una enfermera.

Larguirucho parecía ajeno a la atención que suscitaba.

Hablaba consigo mismo y discutía mientras movía la comida por el plato y formaba con ella una masa compacta. Se bebió el vaso de agua. Hacía gestos alocados y en un par de ocasiones señaló al frente clavando el dedo índice en el aire como si acusara a alguien. Luego agachaba la cabeza, contemplaba la comida y volvía a farfullar para sí mismo.

Fue hacia los postres, unos cuadrados de gelatina de lima, cuando Larguirucho alzó por fin la vista, como si de repente fuera consciente de dónde estaba. Se volvió en la silla con una expresión de sorpresa y asombro. El pelo hirsuto, que solía caerle en delgados rizos grises sobre los hombros, parecía ahora cargado eléctricamente, como un personaje de dibujos animados que ha metido el dedo en un enchufe, salvo que en su caso no era de broma y nadie reía. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de miedo, igual que cuando Francis lo había conocido pero multiplicado por cien, como si la pasión lo acelerara. Francis vio cómo se fijaban en Rubita, quien, cerca de donde Larguirucho estaba sentado, ayudaba a una anciana cortándole el pollo a trocitos y llevándoselos a la boca como si fuera una niña en su trona.

Larguirucho apartó hacia atrás la silla con un horrible chirrido. En el mismo movimiento, levantó un índice cadavérico y señaló a la joven enfermera en prácticas.

– ¡Tú! -bramó con furia.

Rubita lo miró confundida. Se señaló a sí misma y con los labios formó la palabra «¿Yo?». No se movió de su sitio. Francis creyó que podía deberse a su escasa formación. Cualquier veterano del hospital habría reaccionado más deprisa.

– ¡Tú! -gritó Larguirucho de nuevo-. ¡Tienes que ser tú!

Del otro lado del comedor, Negro Chico y su hermano intentaron acercarse deprisa. Pero las hileras de mesas y sillas y la cantidad de pacientes obstaculizaban su avance. Rubita se puso de pie mirando a Larguirucho, que se dirigía hacia ella con rapidez, con el índice acusador señalándola. La enfermera retrocedió un paso hacia la pared.

– ¡Eres tú, lo sé! -gritó- ¡Tú eres nueva! ¡Eres la única que no ha sido comprobada! ¡Eres tú! ¡Tienes que serlo! ¡La encarnación del mal! Te dejamos entrar. ¡Vete! ¡Vete! ¡Tened todos cuidado! ¡No sabemos qué podría hacer!

Sus advertencias frenéticas daban a entender a los demás pacientes que Rubita estaba enferma o era peligrosa. Todos retrocedieron asustados.

Rubita reculó más y levantó una mano. Francis pudo ver pánico en sus ojos cuando el anciano se lanzaba hacia ella aleteando los brazos.

– ¡No os preocupéis! -gritó con voz aguda y furiosa mientras hacía señas para que todo el mundo se alejara-. ¡Yo os protegeré!

Negro Grande apartaba mesas y sillas a su paso, y Negro Chico saltó por encima de un paciente que se había arrodillado, aterrado. Francis vio cómo el señor del Mal se dirigía hacia ellos, y la señorita Caray avanzaba también junto con otra enfermera entre los pacientes que se apiñaban sin saber si huir u observar.

– ¡Eres tú! -bramó Larguirucho acorralando a la joven enfermera.

– ¡No! -chilló Rubita con su voz aguda.

– ¡Si lo eres!

– ¡Larguirucho! ¡Detente! -gritó Negro Chico. Su hermano se acercaba deprisa con una expresión resuelta.

– ¡No soy yo, no soy yo! -dijo Rubita, que, encogida de miedo, se deslizó pared abajo.

Y entonces, con Negro Grande y el señor del Mal aún a metros de distancia, se produjo un súbito silencio. Larguirucho se estiró como si fuera a abalanzarse sobre Rubita. Francis oyó cómo el Bombero gritaba, aunque no estaba seguro desde dónde.

– ¡No, Larguirucho! ¡Detente ahora mismo!

Y, para sorpresa de Francis, Larguirucho obedeció.

Miró a Rubita con ojos socarrones, casi como si inspeccionara el resultado de un experimento fallido. Su rostro adoptó una expresión de curiosidad. Contempló a Rubita ya más sereno y, casi con educación, le preguntó:

– ¿Estás segura?

– Sí, sí, sí-dijo la enfermera-. Estoy segura.

– Me siento confundido -repuso él con abatimiento y sin dejar de mirarla atentamente. Era un desinflamiento instantáneo. Un segundo atrás era una fuerza vengadora, preparada para atacar, y un instante después era como un niño, empequeñecido, asaltado por un mar de dudas.

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