Intentó levantar la cabeza del suelo y, a través de la niebla visual que le había provocado el impacto, vio cómo el auxiliar abría con calma la puerta del puesto. Hizo un gran esfuerzo para arrodillarse, pero no pudo. Quería gritar pidiendo ayuda, defenderse, hacer todo lo que había planeado y que antes parecía tan fácil de lograr. Pero sin darle ocasión de reunir la fuerza o la voluntad necesarias, él ya estaba a su lado. Un violento puntapié en las costillas le quitó el poco aliento que conservaba. Lucy gimió y el ángel se agachó y le susurró unas palabras que le provocaron un pánico paralizante.
– ¿Te acuerdas de mí? -siseó.
Lo realmente terrible de ese momento, lo que superó la salvaje agresión sufrida segundos antes, fue que, cuando oyó aquella voz tan cerca de ella y con una intimidad que sólo revelaba odio, fue como si el tiempo no hubiera pasado.
Peter espiaba con la cara pegada a la ventanita para intentar ver qué pasaba en el pasillo. Sólo consiguió ver la penumbra y unos rayos de luz tenue que no revelaban ningún signo de actividad. Pegó la oreja a la puerta para oír algo, pero su grosor se lo impidió. No sabía qué pasaba, si es que pasaba algo. Lo único seguro era que la puerta que tenía que estar abierta estaba cerrada, que fuera de su vista y su alcance quizás estaba pasando algo, y que, de repente, no podía hacer nada al respecto. Cogió el pomo y tiró frenéticamente de él, provocando un ruido tenue e impotente que ni siquiera era lo bastante fuerte para despertar a ninguno de los demás hombres, sedados, de la habitación. Maldijo y tiró de nuevo.
– ¿Es él? -oyó Peter a su espalda.
Se volvió y vio a Francis de pie, a poca distancia. Tenía los ojos desorbitados por el miedo y la tensión, y un haz de luz que se filtraba por una ventana hacía que su rostro pareciera más joven aún de lo que era.
– No lo sé -respondió Peter.
– La puerta…
– La han cerrado con llave. No entiendo cómo pudo ocurrir.
Francis inspiró hondo, absolutamente seguro de algo.
– Es él -afirmó con una determinación que lo sorprendió.
El dolor limitaba sus pensamientos y movimientos. Luchaba por mantenerse alerta porque sabía que su vida dependía de ello. La hinchazón ya le había cerrado un ojo, y creía que tenía la mandíbula rota. Intentó alejarse a rastras del ángel, pero él volvió a golpearla con el pie.
Luego se abalanzó sobre ella y, sentado a horcajadas, la inmovilizó contra el suelo. Lucy gimió y fue consciente de que el ángel tenía algo en la mano. Cuando le presionó con ello la mejilla, supo qué era: un cuchillo como el que había usado para desfigurar su belleza tantos años atrás.
– No te muevas -susurró como un implacable sargento de instrucción-. No te mueras demasiado deprisa, Lucy Jones. No después de todo este tiempo.
Ella estaba rígida de miedo.
El ángel se levantó, se acercó tranquilamente al mostrador y con dos movimientos rápidos y feroces cortó la línea telefónica y el intercomunicador.
– Ahora -le dijo-, una pequeña charla antes de que ocurra lo inevitable.
Lucy retrocedió sin contestar.
El ángel volvió a situarse sobre ella y la inmovilizó con las rodillas.
– ¿Tienes idea de lo cerca que he estado de ti y en tantas ocasiones que he perdido la cuenta? ¿Sabes que he estado a tu lado en cada paso que has dado, día tras día, semana tras semana hasta llegar a sumar años? ¿ Que siempre he estado ahí, tan cerca que podría haber alargado la mano para tocarte, tan cerca que aspiraba tu fragancia y te oía respirar? Siempre he estado a tu lado, Lucy Jones, desde la noche en que nos conocimos.
Acercó su cara a la de ella.
– Lo has hecho bien -añadió-. Aprendiste todas las lecciones en la facultad de Derecho, incluida la que yo te enseñé. -La miró con expresión de súbita cólera-. Pero ahora sólo queda tiempo para una última lección -le espetó, y le puso la hoja del cuchillo en el cuello.
– Es él -repitió Francis-. Está aquí.
Peter volvió a mirar por la ventanita de la puerta.
– No he oído la señal. Los hermanos Moses deberían estar aquí…
Dirigió un último vistazo a la mezcla de miedo y perseverancia que Francis lucía en la cara, y se volvió para intentar abrir la puerta con el hombro. A continuación, retrocedió y se lanzó contra el grueso metal, del que sólo pudo arrancar un ruido sordo. El pánico lo invadía, consciente de repente de que, en un sitio donde el tiempo parecía casi irrelevante, ahora los segundos importaban.
Retrocedió y dio un fuerte puntapié a la puerta.
– Francis -dijo-, tenemos que salir de aquí.
Pero Francis ya estaba tirando del bastidor de la cama, intentando arrancar un montante. Peter no tardó en comprender lo que el joven pretendía, y se situó junto a él para ayudarlo a liberar alguna parte de hierro que sirviese de palanca improvisada para forzar la puerta. Entonces una idea insólita se abrió paso entre su miedo y sus dudas: era probable que la sensación que sentía fuera la misma que la de un hombre atrapado en un edificio en llamas al enfrentarse a una pared de fuego que amenaza con devorarlo. Tiró con más fuerza y gruñó del esfuerzo.
En el puesto de enfermería, Lucy luchaba desesperadamente por conservar la calma. En las horas, los días y los meses posteriores a la agresión que había sufrido tantos años atrás, había revivido de modo inevitable todos los «¿y si…?» y «tal vez si…» Ahora procuraba reunir todos esos recuerdos, sentimientos de culpa y recriminaciones, miedos y horrores para revisarlos a fin de encontrar el que pudiera ayudarla, porque este momento era igual que aquél. Sólo que esta vez iban a arrebatarle algo más que la juventud, la inocencia y la belleza. Se ordenó buscar por encima del dolor y la desesperación una forma de defenderse.
Se enfrentaba sola al ángel en un edificio lleno de gente, tan aislada y abandonada como en una isla desierta o en un bosque impenetrable. La ayuda estaba a un tramo de escaleras de distancia. La ayuda estaba al fondo del pasillo, tras una puerta cerrada con llave. La ayuda estaba en todas partes. La ayuda no estaba en ninguna parte.
La muerte era un hombre con un cuchillo que la sujetaba contra el suelo. Él detentaba todo el poder; una fuerza surgida de la planificación, la obsesión y la expectativa de ese momento debía de haber alimentado al ángel. Años de compulsión y deseo sólo para alcanzar ese momento. Entonces supo, de un modo que trascendía todo lo aprendido en la universidad, que tenía que volver su victoria en su contra, así que, en lugar de decir «¡Para!», «¡Por favor!» o siquiera «¿Por qué?», pronunció con los labios hinchados una frase tan arrogante como falsa:
– Siempre supimos que eras tú.
El ángel dudó. Y le apretó el cuchillo contra la mejilla.
– Mientes -siseó. Pero no la cortó, todavía no. Y Lucy supo que había ganado unos segundos. No una oportunidad de vivir, sino un momento que había hecho dudar al ángel.
El ruido que Peter y Francis hacían al pelearse con el bastidor de la cama empezó por fin a despertar a los pacientes. Como zombis surgidos de un cementerio, uno tras otro se fueron desperezando, combatieron el profundo embotamiento de sus sedantes y se levantaron penosamente, parpadeando ante el frenesí de Peter, que forcejeaba con el metal con todas sus fuerzas.
– ¿Qué está pasando, Pajarillo?
Francis oyó la pregunta de Napoleón y se detuvo, sin saber muy bien qué responder. Los demás hombres formaban un grupo irregular y amorfo detrás de Napoleón, asombrados por los esfuerzos de él y Peter, que estaban logrando un modesto avance. Casi habían conseguido soltar un trozo de unos noventa centímetros de bastidor.
– Es el ángel -contestó al fin-. Está ahí fuera.
Se oyó un murmullo, mezcla de sorpresa y miedo. Un par de hombres se acobardaron al pensar que el asesino de Rubita estaba tan cerca.