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Siguió a Moses por el pasillo de la tercera planta del edificio Amherst. Había media docena de celdas acolchadas, con un sistema de doble llave y ventanitas de observación. No sabía si estaban ocupadas o no, excepto una, pues al pasar oyó tras la puerta cerrada un torrente de palabrotas apagadas que desembocó en un grito largo y doloroso. Una mezcla de agonía y odio. Se apresuró a seguir el ritmo del corpulento auxiliar, que no pareció inmutarse al oír ese grito desgarrador y siguió bromeando sobre la distribución del edificio y su historia mientras cruzaban una serie de puertas dobles que daban a una amplia escalera central. Francis apenas recordaba haber subido esos peldaños dos días antes, en lo que le parecía un pasado distante y cada vez más fugaz, cuando todo lo que pensaba sobre su vida era totalmente diferente.

El diseño del edificio le pareció a Francis tan demencial como sus ocupantes. Los pisos superiores tenían oficinas que lindaban con trasteros y celdas de aislamiento. En la planta baja y en el primer piso, había dormitorios amplios, repletos de sencillas camas metálicas, con algún que otro arcón para guardar pertenencias. Dentro de los dormitorios había pequeños aseos y duchas, con compartimientos que, como vio de inmediato, no proporcionaban demasiada intimidad. Había otros baños en los pasillos, repartidos por la planta, con la palabra HOMBRES o MUJERES señalada en las puertas. En una concesión al pudor, las mujeres se alojaban en un extremo del pasillo y los hombres en el otro. Un amplio puesto de enfermería separaba las dos áreas. Estaba rodeado de rejilla metálica, con una puerta igualmente metálica y cerrada con llave. Todas las puertas tenían dos, a veces tres, cerrojos dobles que se abrían desde el exterior; una vez cerradas, era imposible que alguien las abriera desde dentro, a menos que tuviera llave.

La planta baja tenía una gran zona abierta, la principal sala de estar común, así como una cafetería y una cocina lo bastante grande para preparar y servir comidas a los ocupantes del edificio tres veces al día. También había varias habitaciones pequeñas, que se usaban para las sesiones de terapia de grupo. Por todas partes había ventanas que llenaban de luz el edificio, pero cada una de ellas tenía una contraventana de barrotes y tela metálica cerrada con llave por la parte exterior, de modo que la luz del día penetraba a través de un entramado y proyectaba unas extrañas sombras con forma de rejilla sobre el suelo pulido o las relucientes paredes blancas. Había puertas que parecían situadas al tuntún, en ocasiones cerradas con llave, de modo que Moses tenía que usar el grueso llavero que llevaba colgado del cinturón, pero otras veces estaban abiertas y sólo había que empujarlas. Francis no consiguió descifrar qué principio regía el cierre de las puertas con llave.

Pensó que era una prisión de lo más curiosa.

Estaban recluidos pero no encarcelados. Sujetos pero no esposados.

Como Moses y su hermano pequeño, con quien se cruzaron en el pasillo, las enfermeras y los ayudantes vestían ropa blanca. También se cruzaron con algún que otro médico, asistente social o psicólogo. Estos llevaban chaquetas y pantalones informales, o vaqueros. Francis observó que casi todos llevaban sobres, tablillas y carpetas marrones bajo el brazo, y que todos parecían andar por los pasillos con decisión y sentido de la orientación, como si al tener una tarea específica entre manos pudieran diferenciarse de los pacientes.

Éstos abarrotaban los pasillos. Había grupos apiñados, mientras que algunos permanecían hurañamente solos. Muchos lo miraron con recelo al pasar. Algunos lo ignoraron. Nadie le sonrió. Apenas tuvo tiempo de observarlos mientras seguía el paso rápido impuesto por Moses. Sólo vio una especie de reunión variopinta y desordenada de gente de todas las edades y condiciones. Pelos que parecían explotar del cráneo, barbas que colgaban alborotadas como las que se veían en fotografías descoloridas de un siglo atrás. Parecía un lugar de contradicciones. Había miradas alocadas que se fijaban en él y lo evaluaban al pasar, y también, en contraste, miradas apagadas y huidizas que se volvían hacia la pared y evitaban el contacto. Oía palabras y fragmentos de conversación mantenida con otros o con un yo interno. Algunos pacientes llevaban camisones y pijamas holgados del hospital y otros vestían prendas más de calle, unos lucían albornoces o batas y otros vaqueros y camisas de cachemir. Todo era un poco incongruente, desbaratado, como si los colores no estuvieran seguros de cuál combinaba con cuál, o las tallas no existieran: camisas demasiado holgadas, pantalones demasiado ajustados o demasiado cortos. Calcetines dispares. Rayas junto con cuadros. En casi todas partes se respiraba un olor acre a humo de cigarrillo.

– Hay demasiada gente -comentó Moses cuando se acercaban a un puesto de enfermería-. Tenemos unas doscientas camas, pero hay casi trescientas personas. Deberían haberse dado cuenta de eso, pero no, todavía no.

Francis no respondió.

– Pero tenemos una cama para ti -añadió Moses, y se detuvo al llegar al puesto-. Estarás bien. Buenos días, señoras -saludó. Dos enfermeras de blanco situadas en su interior se volvieron hacia él-. Estáis preciosas esta mañana.

Una era mayor, de cabello canoso y una cara demacrada y arrugada que aun así esbozó una sonrisa. La otra era una negra fornida, mucho más joven que su compañera, que resopló su respuesta como una mujer harta de oír palabras bonitas que se las lleva el viento.

– Tan adulador como siempre. A ver, ¿qué necesitas ahora? -dijo en un tono entre bronco y burlón que arrancó sonrisas socarronas a ambas mujeres.

– Sólo trato de imprimir algo de alegría y felicidad a nuestras vidas -replicó el auxiliar-. ¿Qué más puedo necesitar?

Las enfermeras soltaron una carcajada.

– No hay ningún hombre que no busque algo más -aseguró la enfermera negra.

– Acabas de decir una verdad como un templo, amiga mía -añadió la enfermera blanca.

Moses también rió, mientras Francis se sentía incómodo de repente, ya que no sabía qué hacer.

– Me gustaría presentaros al señor Francis Petrel, que estará con nosotros. Pajarillo, esta joven tan guapa es la señorita Wright, y su encantadora compañera, la señorita Winchell. -Les entregó el expediente-. El médico le ha recetado unos medicamentos, nada del otro mundo.

– ¿Qué opinas, Pajarillo? -dijo a Francis-. ¿Crees que el médico puede haberte recetado una taza de café por la mañana y una cerveza y un plato de pollo frito y pan de maíz al acabar la jornada? ¿Crees que es eso lo que te recetó?

Francis se quedó sorprendido, y el auxiliar añadió:

– Sólo estoy bromeando. No hablo en serio.

Las enfermeras echaron un vistazo al expediente y lo dejaron junto a un montón que había en una esquina de la mesa. Winchell, la mayor, alargó la mano bajo el mostrador y sacó una pequeña maleta de tela escocesa, de las baratas.

– Su familia dejó esto para usted, señor Petrel -dijo, y la pasó por la ventanilla de la rejilla metálica. Se volvió hacia el auxiliar-. Ya la he registrado.

Francis tomó la maleta y contuvo el impulso de echarse a llorar. La había reconocido al instante. Se la habían regalado unas Navidades, cuando era pequeño, y como no había viajado nunca, la había usado siempre para guardar cosas especiales o inusuales. Una especie de lugar secreto portátil para los objetos que había coleccionado durante la niñez, porque cada uno de ellos era, a su propio modo, una especie de viaje en sí mismo. Una pina recogida un otoño, unos soldaditos de juguete, un libro de poesía infantil que no había devuelto a la biblioteca local. Las manos le temblaron al recorrer la tela hasta tocar el asa. La cremallera de la maleta estaba abierta, y vio que todo lo que había contenido en su día había desaparecido, sustituido por parte de su ropa. Supo de inmediato que habían vaciado todo lo que había guardado en esa maleta y lo habían tirado. Era como si sus padres hubieran puesto en ella la poca opinión que tenían de su vida y se la hubieran mandado para enviarlo lejos también a él. Le tembló el labio inferior y se sintió total y absolutamente solo.

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