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Pierce se quedó sentado un momento, pensando en el aprieto en el que estaba metido. Se preguntó cuánto de lo que Renner había dicho acerca de ir a la fiscalía había sido amenaza y cuánto realidad. Trató de desembarazarse de esa idea y buscó un teléfono en la habitación. No había nada en la mesita, pero la cama tenía barandillas laterales con todo tipo de botones electrónicos para posicionar el colchón y controlar la televisión instalada en la pared opuesta. Encontró un teléfono en la barandilla derecha. Junto al aparato, en un bolsillo de plástico, también encontró un espejito de mano. Lo levantó y se miró la cara por primera vez.

Esperaba algo peor. Cuando se había palpado la herida con la mano en los momentos posteriores a la agresión, le había parecido que le habían abierto el rostro y que sería inevitable una gruesa cicatriz. En ese momento no le había importado, porque se daba por satisfecho con estar vivo. Ahora estaba un poco más preocupado. Al mirarse la cara, vio que la hinchazón se había reducido. Tenía el rostro abotagado en torno a las comisuras de los ojos y en la parte inferior de la nariz. Llevaba algodón en ambas narinas y tenía los dos ojos amoratados. La cornea izquierda estaba inundada de sangre a un lado del iris. Y en la nariz tenía los minúsculos rastros de la microcostura.

La costura formaba una K con una línea que subía desde el puente de la nariz y los brazos de la K que se curvaban por debajo del ojo izquierdo y por encima de su ceja. Le habían afeitado la mitad de la ceja para facilitar la cirugía y a Pierce eso le pareció el elemento más extraño del rostro que estaba mirando.

Bajó el espejo y se dio cuenta de que estaba sonriendo. Tenía la cara casi destruida. Tenía a un poli del Departamento de Policía de Los Ángeles tratando de encarcelarlo por un crimen que él había descubierto, pero no cometido. Tenía a un macarra virtual con un monstruo por mascota que era una amenaza viva y real para él y los que estaban próximos a él. Aun así, él estaba sentado en la cama y sonriendo.

No lo entendía, pero sabía que tenía algo que ver con lo que había visto en el espejo. Había sobrevivido y su cara mostraba lo cerca que había estado de no hacerlo. Ésa era la razón del alivio y la sonrisa inadecuada.

Levantó el teléfono y llamó a Jacob Kaz, el abogado de patentes de la empresa. Le pasaron al abogado de inmediato.

– Henry, ¿estás bien? He oído que te atacaron o algo. ¿Qué…?

– Es una larga historia, Jacob. Tendré que contártela en otro momento. Lo que necesito ahora mismo es un nombre. Necesito un abogado. Un abogado defensor criminalista. Alguien bueno, pero que no quiera que su cara salga en la tele o en los periódicos.

Pierce sabía que lo que estaba pidiendo era una rara avis en Los Ángeles, pero contener la situación iba a ser una labor tan urgente como la defensa ante una falsa acusación de asesinato. Tenía que manejarse rápida y discretamente, de lo contrario, las fichas de dominó cayendo que Pierce había imaginado momentos antes se convertirían en bloques de hormigón que lo aplastarían a él y a la empresa.

Kaz se aclaró la garganta antes de responder. No dio señal alguna de que la solicitud de Pierce fuera algo inusual o algo anormal en su relación profesional.

– Creo que tengo un nombre para ti -dijo-. Te va a gustar.

24

El miércoles por la mañana Pierce estaba hablando por teléfono con Charlie Condon cuando una mujer vestida con un traje de chaqueta gris entró en la habitación del hospital y le tendió una tarjeta que decía: «Janis Langwiser, abogada penal.» Pierce tapó con la mano el auricular y le dijo a Langwiser que ya terminaba.

– Charlie, he de dejarte. Acaba de entrar el médico. Dile que tendremos que hacerlo el fin de semana o la semana que viene.

– Henry, no puedo. Quiere ver Proteus antes de que enviemos la patente. No quiero retrasarlo, ni tú tampoco. Además, has de recibir a Maurice. No aceptará excusas.

– Tú vuelve a llamarlo y trata de retrasarlo.

– Está bien. Lo intentaré. Volveré a llamarte.

Charlie colgó y Pierce guardó el teléfono de nuevo en la barandilla de la cama. Trató de sonreír a Langwiser, pero su rostro estaba más dolorido que el día anterior y le dolía de sólo intentarlo. La abogada le tendió la mano y Pierce se la estrechó.

– Janis Langwiser. Encantada de conocerle.

– Henry Pierce. No puedo decir que las circunstancias hagan que conocerla sea un placer.

– Normalmente es así en el trabajo de la defensa criminal.

Pierce ya había leído el curriculum de la abogada que le había proporcionado Jacob Kaz. Langwiser se ocupaba de la defensa criminal en el pequeño pero influyente bufete del centro Smith, Levin, Colvin amp; Enriquez. Según Kaz el bufete era tan exclusivo que no constaba en ningún listín telefónico. Sus clientes eran de la élite, porque incluso la gente de la élite necesitaba abogados criminalistas de vez en cuando. Allí era donde entraba Janis Langwiser. La habían contratado de la oficina del fiscal del distrito un año antes, tras una carrera en la que había participado en algunos de los casos de más altos vuelos de la ciudad de los últimos años. Kaz le explicó a Pierce que el bufete lo aceptaba como cliente como un medio para establecer una relación con él, una relación que sería mutuamente beneficiosa cuando Amedeo Technologies saliera a bolsa en los años venideros. Pierce no le dijo a Kaz que no habría ninguna eventual oferta pública ni siquiera un Amedeo Technologies si la situación no se manejaba apropiadamente.

Tras interesarse educadamente por las lesiones de Pierce y su pronóstico, Langwiser le preguntó por qué creía que necesitaba un abogado defensor.

– Porque hay un detective de policía que cree que soy un asesino. Me dijo que iba a ir a la fiscalía para tratar de acusarme de una serie de crímenes, incluido el asesinato.

– ¿Un policía de Los Ángeles? ¿Cómo se llama?

– Renner. Creo que no me dijo su nombre. O no lo recuerdo. Tengo su tarjeta, pero no he mirado su…

– Robert. Lo conozco. Trabaja en la División del Pacífico. Lleva muchos años.

– ¿Lo conoce de un caso?

– Antes trabajaba en la fiscalía y llevaba casos a juicio. Llevé varios que presentó él. Parecía un buen poli. Creo que la palabra que usaría es concienzudo.

– De hecho es la palabra que usa él.

– ¿Va a solicitar que la fiscalía presente cargos de asesinato?

– No estoy seguro. No hay ningún cadáver. Pero dijo que primero iba a acusarme de otras cosas. Allanamiento de morada, dijo. Obstrucción a la justicia. Supongo que después tratará de preparar un caso de asesinato. No sé hasta qué punto son estupideces y amenazas ni qué es lo que puede hacer. Pero yo no he matado a nadie, así que necesito un abogado.

Ella frunció las cejas y asintió en ademán reflexivo. Hizo una señal hacia el rostro de Pierce.

– ¿El caso con Renner está relacionado de algún modo con sus lesiones?

Pierce dijo que sí con la cabeza.

– ¿Por qué no empezamos por el principio?

– ¿Tenemos una relación abogado-cliente?

– Así es. Puede hablar con libertad.

Pierce pasó los siguientes treinta minutos contándole la historia con todo el detalle que fue capaz de recordar. Le habló libremente de todo lo que había hecho, incluidos los delitos que había cometido. No se dejó nada en el tintero.

Mientras él hablaba, Langwiser se apoyó contra la mesa donde estaba el equipo médico. La abogada tomó notas con una pluma de aspecto caro en un bloc amarillo que sacó de una bolsa negra de piel, que o bien era un bolso enorme o un maletín pequeño. Todo su aspecto inspiraba una confianza cara. Cuando Pierce hubo terminado de contarle la historia, ella volvió a la parte de lo que Renner había calificado como reconocimiento de los hechos por su parte. Planteó diversas preguntas, como cuál era el tono de la conversación en ese punto, qué medicación estaba tomando Pierce en ese momento y qué efectos de la agresión y la cirugía estaba sintiendo. Después la abogada le preguntó específicamente qué quería decir con que era su culpa.

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