Pierce colgó. Se preguntó si Lilly había pasado por el proceso de solicitar plaza para la universidad cuando había desaparecido. Tal vez estaba tratando de dejar el oficio. Tal vez ésa era la razón de su desaparición.
Puso la agenda a un lado y abrió la factura de la Visa. No había ninguna compra con tarjeta correspondiente al mes de agosto y se fijó en que había un plazo vencido de 354,25 dólares. El pago debía haberse hecho efectivo el 10 de agosto.
El extracto del Washington Savings amp; Loan era el documento siguiente. Se trataba de un extracto combinado que mostraba los saldos en cuenta corriente y en cuentas de ahorro. Lilly Quinlan no había hecho ningún depósito en el mes de agosto, pero no andaba corta de fondos. Tenía 9.240 dólares en la cuenta corriente y 54.542 en las de ahorros. No bastaba para cuatro años en la USC, pero habría sido un sólido punto de partida si Lilly estaba cambiando de rumbo.
Pierce revisó el extracto y la colección de cheques que el banco le había cargado en cuenta. Se fijó en uno a Vivian Quinlan por 2.000 dólares y supuso que ésa era la cuota mensual de mantenimiento materno. Otro cheque, éste de 4.000 dólares, había sido extendido a James Wainwright y en la línea de comentarios Lilly había escrito «Alquiler».
Pierce se golpeó suavemente la mejilla con el cheque mientras pensaba en el posible significado de este dato. Le parecía que 4.000 dólares era una suma excesiva para el bungaló de Altair. Se preguntaba si había pagado por más de un mes con el cheque.
Volvió a poner el cheque en la pila y terminó de revisar los registros bancarios. No hubo nada más que captara su interés y volvió a poner los cheques y el extracto en el sobre.
La sala de fotocopias del tercer piso estaba cerca del despacho de Pierce. La sala, además de una copiadora y un fax, contenía una trituradora de documentos. Pierce entró, abrió su mochila y echó la correspondencia de Lilly Quinlan a la trituradora. El silbido de la máquina le pareció lo bastante audible como para llamar la atención del servicio de seguridad. Pero no vino nadie. Sintió que lo invadía una sensación de culpa. No sabía nada de las leyes de robo de correspondencia federal, pero estaba seguro de que probablemente había agravado el delito al destruir el correo.
Cuando hubo finalizado se asomó al pasillo y verificó que estaba solo en la planta. Entonces volvió y abrió uno de los archivadores donde se almacenaban las resmas de papel de copia. Sacó de la mochila la agenda de Lilly Quinlan y la dejó detrás del papel apilado. Creía que podría quedarse allí un mes sin que nadie la descubriera.
Una vez que concluyó con la ocultación y destrucción de las pruebas de su delito, Pierce cogió el ascensor al sótano y pasó por la trampa hasta el complejo de laboratorios. Se fijó en la lista de entrada y vio que esa mañana había estado Grooms, así como Larraby y algunas otras ratas de laboratorio de un nivel más bajo en el escalafón laboral. Todos habían entrado y salido. Pierce cogió el bolígrafo y estaba a punto de firmar cuando se lo pensó mejor.
En la consola de ordenadores, Pierce introdujo las tres claves en el orden correcto para un sábado y se conectó. Abrió los protocolos de pruebas del proyecto Proteus. Empezó a leer los resúmenes de los tests más recientes de índices de conversión de energía celular, que había realizado Larraby esa mañana.
Pero entonces se detuvo. Seguía sin poder concentrarse en el trabajo. Estaba consumido por otras ideas, y sabía por experiencia del pasado -y el proyecto Proteus era un ejemplo- que tendría que terminar con aquello que le absorbía si quería volver al trabajo.
Apagó el ordenador y salió del laboratorio. De regreso en su despacho, sacó la libreta de la mochila y marcó el número del detective privado Philip Glass. Como esperaba, teniendo en cuenta que era sábado por la tarde, le salió el contestador. Dejó un mensaje.
– Señor Glass, me llamo Henry Pierce. Me gustaría hablar con usted lo antes posible acerca de Lilly Quinlan. Su madre me dio su nombre y dirección. Espero hablar con usted pronto. Puede llamarme en cualquier momento.
Dejó el número de su apartamento y el de la línea directa de su oficina y colgó. Se dio cuenta de que Glass podría reconocer que el número de su apartamento era el que había pertenecido a Lilly Quinlan.
Pierce tamborileó con los dedos en el borde del escritorio. Trató de pensar en cuál debía ser el siguiente paso. Decidió que iría a ver a Cody Zeller. Pero primero llamó al número de su apartamento y Mónica contestó con voz brusca.
– ¿Qué?
– Soy yo, Henry. ¿Aún no han llegado mis muebles?
– Acaban de llegar. Por fin. Lo primero que van a subir es la cama. Oye, no me eches la culpa si no te gusta dónde ponen las cosas.
– Dime una cosa, ¿les has pedido que pongan la cama en el dormitorio?
– Claro.
– Entonces seguro que me parecerá bien. ¿Por qué estás tan brusca?
– Es este maldito teléfono. Cada quince minutos llama algún asqueroso preguntando por Lilly. Te diré una cosa: no sé dónde está, pero seguro que es rica.
Pierce tenía cada vez más la sensación de que allá donde estuviera el dinero no importaba. Pero no lo dijo.
– ¿Sigue habiendo llamadas? Me dijeron que a las tres en punto habrían quitado el número de la página Web.
– Bueno, acaban de llamarme hace cinco minutos. Antes de que pudiera decirle que no era Lilly, el tío ya me había preguntado si hacía masajes de próstata, sea lo que sea. Le colgué. Es completamente asqueroso.
Pierce sonrió. Él tampoco sabía lo que era. Pero trató de que su voz no trasluciera humor.
– Lo siento. Con un poco de suerte no tardarán mucho en subirlo todo y tú podrás irte en cuanto hayan terminado.
– Gracias a Dios.
– Tengo que ir a Malibú, de lo contrario volvería ahora.
– ¿Malibú? ¿Qué pasa en Malibú?
Pierce lamentó haberlo mencionado. Había olvidado su anterior interés y desaprobación por lo que estaba haciendo.
– No te preocupes, no tiene nada que ver con Lilly Quinlan -mintió-. Voy a ver a Cody Zeller por un asunto.
Sabía que era una mala excusa, pero no tenía otra. Colgaron y Pierce empezó a guardarse la libreta en su mochila.
– Luces -dijo.
10
El trayecto hacia el norte por la autopista del Pacífico era lento, pero bonito. La autopista bordeaba el océano, y el sol estaba bajo por el lado izquierdo de Pierce. Hacía calor, pero tenía las ventanas bajadas y el techo solar abierto. No recordaba la última vez que había hecho ese recorrido. Quizá fue la vez que él y Nicole se habían escapado de Amedeo para comer tranquilamente y habían ido en coche hasta Geoffrey's, el restaurante con vistas al Pacífico y popular escenario de películas de Malibú.
Cuando llegó a las primeras construcciones de la población playera y las casas que se agolpaban al borde de la costa le robaban la visión del océano, redujo la marcha y buscó la vivienda de Zeller. No tenía la dirección a mano, de manera que tendría que reconocer la casa, en la que no había estado desde hacía más de un año. Las residencias de esa zona estaban adosadas y todas parecían iguales. Sin césped, construidas hasta el límite de la calle, planas como cajas de zapatos.
Le salvó ver el Jaguar XKR negro de Zeller que estaba estacionado enfrente del garaje cerrado de su casa. Ya hacía tiempo que Zeller había convertido su garaje en sala de trabajo y tenía que alquilar el garaje a un vecino para proteger su coche de noventa mil dólares. Que el coche estuviera fuera indicaba que o bien Zeller acababa de llegar a casa o estaba a punto de salir. Pierce llegaba justo a tiempo. Dio un giro de ciento ochenta grados y aparcó detrás del Jaguar, con cuidado de no abollar el automóvil que Zeller trataba como a una hermanita pequeña.
La puerta delantera de la casa se abrió antes de que Pierce llegara; o Zeller lo había visto a través de una de las cámaras montadas bajo el tejado o Pierce había activado un sensor de movimiento. Zeller era la única persona a la que conocía cuya paranoia rivalizaba con la suya. Probablemente era eso lo que los había unido en Stanford. Recordó que cuando cursaban el primer año de carrera Zeller tenía la teoría, a menudo citada, de que el presidente Reagan había caído en coma tras el intento de asesinato en el primer año de su presidencia y que había sido sustituido por un doble que era una marioneta de la extrema derecha. La teoría daba para unas risas, pero Zeller creía seriamente en ella.