Apoyándose en la pared, llamó en primer lugar a Información de Venice y lo intentó con el nombre de Lucy LaPorte, pidiéndole a la telefonista que comprobara varias formas distintas de escribir el apellido. Pero no había ningún número.
Resbaló por la pared hasta el suelo, al lado de la cama. Empezó a sentir pánico. Tenía que contactar con ella, pero no podía. Pensó en algo y llamó al laboratorio. Los domingos eran sacrosantos para los investigadores del laboratorio. Trabajaban muchas horas y normalmente seis días a la semana, pero rara vez lo hacían en domingo. Trató con el número de la oficina de Charlie Condon y en su casa, pero en ambos casos le saltó el contestador.
Pensó en Cody Zeller, pero sabía que nunca contestaba al teléfono. La única manera de contactar con él era mediante el busca, y luego quedaría a merced de que le devolviera la llamada.
Sabía lo que tenía que hacer. Marcó el número y esperó. Al cuarto timbrazo contestó Nicole.
– Soy yo. Necesito tu ayuda. Puedes ir a…
– ¿Quién es?
– Yo, Henry.
– Suenas raro. ¿Qué estás…?
– ¡Nicki! -gritó-. Escúchame. Es una emergencia y necesito tu ayuda. Después podemos hablar de todo. Puedo explicártelo después.
– Bueno -dijo en un tono que indicaba que no estaba convencida-. ¿Cuál es la emergencia?
– Todavía tienes el ordenador conectado, ¿no?
– Sí, todavía no he puesto en venta la casa. No…
– Está bien. Ve al ordenador. ¡Corre!
Pierce sabía que Nicole tenía ADSL. Él siempre había sido paranoico al respecto, pero esta vez le serviría para acceder a la Web con más rapidez.
Cuando ella llegó al ordenador cambió a un auricular de casco que tenía en el escritorio.
– Bueno, necesito que vayas a un sitio Web. Se llama ele-a-guión-darlings punto com.
– ¿Estás de broma? ¿Es alguna clase de…?
– Hazlo. O alguien puede morir.
– Vale, vale. Ele a guión darlings…
Pierce aguardó.
– Muy bien, ya estoy.
Pierce trató de visualizar mentalmente la pantalla.
– Haz doble clic en la carpeta chicas de compañía y abre Rubias. -Esperó-. ¿Ya está?
– Estoy yendo lo más rápido que… vale, ¿ahora qué?
– Baja por las fotos y haz clic en la de una chica que se llama Robin.
Pierce aguardó de nuevo. Se dio cuenta de que su respiración era pesada. De su garganta salía un silbido.
– Muy bien, tengo a Robin. Estas tetas tienen que ser falsas.
– Tú dame el número.
Nicole leyó el número y Pierce lo reconoció. Era el de Robin.
– Te volveré a llamar.
Apretó el botón del teléfono, lo aguantó tres segundos y lo soltó, para obtener un nuevo tono. Marcó el número de Robin. La cabeza le daba vueltas. Lo que le quedaba de visión empezaba a nublársele por los bordes. Después de cinco timbrazos su llamada fue a un buzón de voz.
– ¡Mierda!
No sabía qué hacer. No podía enviarle a la policía. Ni siquiera sabía dónde vivía. La señal para dejar el mensaje pitó después de la bienvenida. Mientras hablaba empezó a sentir que tenía una lengua demasiado grande para su boca.
– Lucy, soy yo. Soy Henry. Ha venido Wentz. Me ha dado una paliza y creo que tú serás la siguiente. Si escuchas este mensaje sal de ahí. ¡Ahora mismo! Lárgate de ahí y llámame cuando estés en un lugar seguro.
Añadió su número al mensaje y colgó.
Sostuvo la camisa ensangrentada en la cara y se apoyó en la pared. El flujo de adrenalina y endorfinas que habían inundado su organismo durante el ataque de Wentz estaba refluyendo, y el profundo dolor punzante estaba llegando como el invierno, penetrando en todo su cuerpo. Era como si le dolieran todos y cada uno de sus músculos y articulaciones. Sentía la cara como un letrero de neón que se encendía con estallidos rítmicos de fuego desgarrador. No creía que pudiera volver a moverse. Sólo quería desmayarse y despertarse cuando estuviera curado y todo fuera mejor.
Sin mover nada más que el brazo, levantó el teléfono de nuevo para poder mirar el teclado. Marcó con el pulgar el botón de rellamada y aguardó. La llamada volvió a terminar en el buzón de voz de Lucy. Quiso maldecir en voz alta, pero sólo mover la boca le provocaba un dolor insoportable. Buscó a tientas el soporte del teléfono y colgó.
Sonó cuando todavía tenía la mano en él y se lo puso en la oreja.
– ¿Sí?
– Soy Nicki. ¿Puedes hablar? ¿Estás bien?
– No.
– ¿Llamo en otro momento?
– No, yo to… no bien.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué hablas así? ¿Para qué necesitabas el teléfono de esa mujer?
A pesar del dolor, del miedo y de todo lo demás, Pierce se sintió soliviantado por la forma en que ella dijo «esa mujer».
– Es lar… de contar y no pue… yo…
Sintió que se desvanecía, pero cuando empezó a rodar de la pared al suelo, el ángulo que formó su cuerpo le provocó un fuerte dolor en las costillas que se extendió a su pecho y le hizo gritar.
– ¡Henry! ¿Estás herido? ¡Henry! ¿Me oyes?
Pierce deslizó las caderas por la alfombra hasta que logró quedar tumbado boca arriba. De algún modo percibió una alerta interior. Sabía que podía ahogarse en su propia sangre si permanecía en esa posición. Por su mente pasaron pensamientos de estrellas del rock que se habían ahogado en su propio vómito. Se le había caído el teléfono y lo tenía en la alfombra, al lado de la cabeza. En su oído derecho percibía el sonido débil de una voz que gritaba su nombre. Creyó que reconocía la voz, y eso le hizo sonreír. Pensó en Jimi Hendrix ahogándose en su vómito y decidió que era mejor ahogarse en sangre. Trató de cantar, y su voz salió como un susurro húmedo.
– 'Suze me why I iss the sy…
Por alguna razón no podía articular la k. Era extraño. Pero pronto dejó de importarle. La vocecita de su oído derecho se fue apagando y enseguida hubo un sonido estridente en la oscuridad. E incluso ese sonido no tardó en desvanecerse y sólo hubo oscuridad en torno a él. Y le gustó la oscuridad.
21
Una mujer a la que Pierce no había visto nunca le estaba pasando los dedos por el cabello. Parecía extrañamente distante y mecánica para estar llevando a cabo una acción tan íntima. La mujer se acercó más y Pierce pensó que iba a besarle. Pero lo que hizo fue ponerle la mano en la frente. A continuación levantó algún tipo de instrumento, una linterna, y le iluminó un ojo y luego el otro. Entonces oyó una voz masculina.
– Las costillas -dijo-. La tercera y la cuarta. Podría haber una perforación.
– Si le ponemos una mascarilla en la nariz verá las estrellas -dijo la mujer.
– Le daré algo.
Pierce vio al hombre. Entró en su campo de visión cuando levantó una jeringuilla hipodérmica con una mano enguantada y pulverizó un poco de líquido en el aire. Después sintió el pinchazo en el brazo y muy pronto el calor y el discernimiento fluyeron por su cuerpo, cosquilleándole en el pecho. Sonrió y estuvo a punto de echarse a reír. Calor y discernimiento en una aguja. Las maravillas de la química. Había elegido bien.
– Más correas -dijo la mujer-. Vamos en vertical.
Significara lo que significase, a Pierce se le estaban cerrando los ojos. Lo último que vio antes de evadirse en la calidez fue a un policía.
– ¿Se salvará? -preguntó el agente.
Pierce no oyó la respuesta.
La siguiente vez que recobró la conciencia estaba de pie. Bueno, no exactamente. Abrió los ojos, y allí estaban todos apiñados en torno a él. La mujer con la linterna y el hombre con la jeringuilla. Y el poli. Y Nicole también estaba allí. Lo estaba mirando con lágrimas en sus ojos verdes. Aun así, a Pierce le pareció hermosa con su piel morena y suave, el pelo recogido en una coleta y el brillo de los reflejos rubios.
El ascensor empezó a bajar y Pierce pensó de repente que podría vomitar. Trató de avisar, pero no consiguió mover la mandíbula. Era como si estuviera atado con fuerza a la pared. Trató de debatirse, pero no logró moverse. Ni siquiera podía mover la cabeza.