26
El sobre de FedEx estaba en su escritorio cuando Pierce entró en la oficina. Llegar allí había sido una odisea. Se había visto obligado a esquivar miradas y preguntas a cada paso. Cuando alcanzó la zona de despachos del tercer piso ya estaba dando respuestas de una sola palabra a todas las preguntas: «Accidente.»
– Luces -dijo mientras rodeaba el escritorio para tomar asiento.
Pero las luces no se encendieron y Pierce se dio cuenta de que su voz era diferente a causa de la inflamación de los pasajes nasales. Se levantó, encendió las luces manualmente y volvió a su escritorio. Se quitó las gafas de sol y las puso encima del monitor de su ordenador.
Cogió el sobre y verificó el remite. Cody Zeller le arrancó una sonrisa dolorosa. Como remitente había escrito el nombre de Eugene Briggs, el jefe del departamento de Stanford al que los Maléficos habían tenido por objetivo muchos años antes. La broma que les había cambiado la vida a todos ellos.
La sonrisa desapareció del rostro de Pierce cuando dio la vuelta al sobre para abrirlo. La solapa de apertura ya estaba rota: el sobre estaba abierto. Miró en el interior y vio un sobre más pequeño, blanco. Lo sacó y descubrió que éste también estaba abierto. El sobre, en cuyo anverso decía «Henry Pierce, personal y confidencial», contenía un pliego de documentos doblados. No tenía modo alguno de determinar si alguien los había sacado o no.
Se levantó y fue hasta la puerta donde estaban las secretarias. Se acercó al escritorio de Mónica con el sobre de FedEx y el sobre abierto que había estado en su interior en la mano.
– Mónica, ¿quién ha abierto esto?
La secretaria levantó la mirada.
– Yo, ¿porqué?
– ¿Cómo es que lo has abierto?
– Abro toda tu correspondencia. No te gusta ocuparte de eso, ¿recuerdas? La abro para saber qué es importante y qué no lo es. Si no quieres que lo haga, dímelo. No me importa, menos trabajo.
Pierce se calmó. Mónica tenía razón.
– No, está bien. ¿Lo has leído?
– No. Vi la foto de la chica que tenía tu número y decidí que no quería mirarlo. ¿Recuerdas el acuerdo al que llegamos el sábado?
Pierce asintió.
– Sí, muy bien. Gracias.
Pierce se volvió para regresar a su despacho.
– ¿Quieres que le diga a Charlie que estás aquí?
– No, sólo voy a quedarme unos minutos.
Cuando llegó a la puerta miró por encima del hombro a Mónica y la descubrió observándole con esa mirada suya, como si lo estuviera juzgando y lo considerara culpable de algo, de algún crimen del cual él no sabía nada.
Cerró la puerta y se situó tras el escritorio. Abrió el sobre y sacó un fajo de hojas impresas por Zeller.
La foto que Mónica había mencionado no era la misma imagen de Lilly Quinlan que aparecía en la página Web de L. A. Darlings, sino una instantánea sacada en Las Vegas tres años antes, cuando la habían detenido en una redada contra la prostitución. En la instantánea no parecía ni mucho menos tan atractiva como en la foto del sitio Web. Parecía cansada y enfadada y un poco asustada, todo en uno.
El informe de Zeller sobre Lilly Quinlan era breve. Le había seguido la pista desde Tampa a Dallas, de ahí a Las Vegas y por último a Los Ángeles. Tenía veintiocho años, no los veintitrés que anunciaba en la Web. En su historial constaban dos detenciones por ejercer la prostitución en Dallas y la de Las Vegas. Después de cada una de las detenciones había pasado unos días en la cárcel antes de ser puesta en libertad. Según los registros de las compañías de servicios públicos había llegado a Los Angeles tres años atrás. En California había evitado las detenciones y no había tenido contacto con la policía.
Eso era todo. Pierce volvió a mirar la foto y se sintió deprimido. La instantánea era la realidad. La foto que se había bajado de la Web y que había mirado con tanta frecuencia durante el fin de semana era fantasía. Su rastro de Tampa a Los Ángeles, pasando por Dallas y Las Vegas se había perdido en aquella cama de la casa unifamiliar de Venice. En algún sitio había un asesino suelto. Y mientras tanto, los polis se estaban centrando en él.
Dejó los papeles en el escritorio y cogió el teléfono. Después de sacar la tarjeta de visita de la billetera, llamó a Janis Langwiser. Estuvo al menos cinco minutos en espera antes de que ella se pusiera.
– Lo siento, estaba al teléfono con otro cliente. ¿Qué está pasando con usted?
– ¿Conmigo? Nada. Estoy en el trabajo. Sólo quería saber si ha oído alguna cosa.
Lo que quería decir: ¿sigo teniendo a Renner tras de mí?
– No, nada nuevo. Creo que estamos a la expectativa. Renner sabe que los hemos calado y que no va a poder acosarle. Vamos a tener que esperar a ver qué surge y partir de ahí.
Pierce miró la foto de su escritorio. Por la luz severa y las sombras en la cara bien podría pasar por la foto de un depósito de cadáveres.
– ¿Se refiere a que aparezca un cadáver?
– No necesariamente.
– Bueno, hoy he recibido una llamada de Lucy LaPorte.
– ¿De veras? ¿Qué dijo?
– De hecho era un mensaje. Me dijo que le habían hecho daño y que no quería que volviera a ponerme en contacto con ella.
– Bueno, al menos sabemos que está viva. Es posible que la necesitemos.
– ¿Por qué?
– Si esto va adelante tal vez podamos usarla como testigo de sus motivos y acciones.
– Sí, bueno, Renner cree que todo lo que hice con ella era parte de mi plan. El buen samaritano y todo eso.
– Es sólo su punto de vista. En un tribunal de justicia siempre hay dos lados.
– ¿Un tribunal de justicia? Esto no puede llegar a…
– Tranquilícese, Henry. Sólo estoy diciendo que Renner sabe que por cada elemento de supuesta prueba que presenta, tendremos la misma oportunidad de presentar nuestro punto de vista y nuestras pruebas. Y el fiscal también lo sabe.
– Bueno. ¿Ha averiguado qué le dijo Lucy?
– Conozco a un supervisor de la brigada. Me dijo que no la habían encontrado. La habían llamado por teléfono, pero ella no se había presentado. No se va a presentar.
Pierce estaba a punto de decirle que tenía a Cody Zeller buscando a Lucy cuando hubo un golpe seco en la puerta y ésta se abrió antes de que pudiera reaccionar. Charlie Condon asomó la cabeza. Estaba sonriendo hasta que vio la cara de Pierce.
– ¡Jesús!
– ¿ Quién es? -preguntó Langwiser.
– Mi socio. He de colgar. Manténgame informado.
– Lo haré. Adiós, Henry.
Pierce colgó y miró el rostro herido de Condon. Sonrió.
– De hecho, Jesús está la final del pasillo a la izquierda. Yo soy Henry Pierce.
Condon sonrió incómodo y Pierce disimuladamente puso boca abajo los documentos del paquete de Zeller. Condon entró y cerró la puerta.
– Tío, ¿cómo estás? ¿Estás bien?
– Sobreviviré.
– ¿Quieres hablar de eso?
– No.
– Henry, siento mucho no haber ido al hospital, pero esto ha sido una locura preparando lo de Maurice.
– No te preocupes. Entonces entiendo que todavía tenemos la presentación mañana.
Condon asintió.
– Ya está en la ciudad esperándonos. Sin retrasos. O lo hacemos mañana o se va… y se lleva su dinero. He hablado con Larraby y Grooms y dicen que estamos…
– … preparados. Lo sé. Les llamé desde el hospital. El problema no es Proteus. No es eso lo que quiero retrasar. Es mi cara. Parezco el primo de Frankenstein y mañana no tendré mucho mejor aspecto.
– Le dije que has tenido un accidente de coche. No va a importar qué aspecto tengas. Lo que importa es Proteus. Quiere ver el proyecto y le prometimos una première. Antes de que enviemos las patentes. Oye, Goddard es el tipo de tío capaz de firmar un cheque aquí mismo. Hemos de hacerlo, Henry. Acabemos con esto.
Pierce levantó las manos en ademán de rendición. El dinero siempre era la mejor baza.
– Aun así hará un montón de preguntas cuando me vea la cara.