La misma cama. No sabía qué significaba eso, salvo quizá la confirmación de que las dos mujeres trabajaban juntas.
La principal diferencia que detectó en el anuncio era que Lilly sólo atendía clientes en su casa. Robin trabajaba también a domicilio. De nuevo, no sabía si esto tenía algún significado en el mundo en el que ellas vivían y trabajaban.
Se acomodó en la silla, observando la pantalla del ordenador y preguntándose qué hacer a continuación. Miró el reloj. Eran casi las once.
Abruptamente se inclinó y levantó el teléfono. Tras comprobar sus notas, llamó al número de la página de Robin. Se impacientó y ya estaba a punto de colgar cuando, después del cuarto timbrazo, contestó una mujer con voz ronca y de dormida.
– Eh, ¿Robin?
– Sí.
– Lo siento, ¿te he despertado?
– No, estoy despierta. ¿Quién es?
– Eh, me llamo Hank. Esto, te he visto en tu página de L. A. Darlings. ¿Te estoy llamando demasiado tarde?
– No, está bien. ¿Qué es Amedeo Techno?
Comprendió que ella tenía identificador de llamadas y tuvo una punzada de miedo. Miedo al escándalo, a que gente como Vernon conociera algo secreto de él.
– En realidad, es Amedeo Technologies. En tu pantalla no cabe el nombre completo.
– ¿Es ahí donde trabajas?
– Sí.
– ¿Eres el señor Amedeo?
Pierce sonrió.
– No, no hay ningún señor Amedeo. Ya no.
– ¿De veras? Lástima. ¿Qué le pasó?
– Amedeo era Amedeo Avogadro. Era un químico que hace unos doscientos años fue el primero en entender la diferencia entre moléculas y átomos. Era una distinción importante, pero no lo tomaron en serio durante al menos cincuenta años, hasta después de muerto. Simplemente era un hombre adelantado a su tiempo. La empresa se llama así por él.
– ¿A qué te dedicas? ¿Juegas con átomos y moléculas?
La escuchó bostezar.
– Más o menos. Yo también soy químico. Estamos construyendo un ordenador con moléculas. -Pierce bostezó.
– ¿ Ah sí? Genial.
Pierce sonrió otra vez. La joven no parecía ni impresionada ni interesada.
– Da igual, la razón por la que te llamo es porque veo que trabajas con Lilly. ¿La acompañante morena?
– Trabajaba.
– ¿Ya no?
– No, ya no.
– ¿Qué sucedió? He estado intentando llamarla y…
– No voy a hablar de Lilly contigo. Ni siquiera te conozco.
La voz de Robin había cambiado. Había adquirido un matiz más cortante. Pierce sabía por instinto que podía perderla si no jugaba bien sus cartas.
– Vale, lo siento. Sólo preguntaba porque me gustaba.
– ¿Estuviste con ella?
– Sí, un par de veces. Parecía buena chica y me preguntaba dónde se habrá ido. Eso es todo. La última vez propuso que tal vez podríamos estar los tres juntos. ¿Crees que puedes pasarle un mensaje?
– No. Se fue hace mucho y lo que le haya pasado… simplemente le ha pasado. Eso es todo.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué le pasó exactamente?
– ¿Sabes? Me estás empezando a asustar con tantas preguntas y el caso es que no tengo que hablar contigo. Así que por qué no pasas la noche con tus propias moléculas.
La chica colgó.
Pierce se quedó sentado con el auricular todavía pegado a la oreja. Estuvo tentado de volver a llamar, pero sabía que sería infructuoso tratar de obtener algo de Robin. Lo había estropeado por la forma en que había manejado el asunto.
Al final colgó y pensó en lo que había averiguado. Miró la foto de Lilly que continuaba en la pantalla de su ordenador. Pensó en el críptico comentario de Robin acerca de que a ella le había ocurrido algo.
– ¿Qué te pasó?
Retrocedió hasta la página principal del sitio Web e hizo clic en una pestaña llamada «Anúnciese con nosotros». Conducía a una página con instrucciones para colocar anuncios en el sitio. Podía hacerse a través de la Web, proporcionando un número de tarjeta de crédito, texto del anuncio y una fotografía digital, pero para recibir la cinta azul que indicaba que la foto había sido contrastada, la anunciante tenía que entregar todos los materiales en persona de manera que pudiera confirmarse que era la mujer de la fotografía. La dirección física del sitio Web estaba en Sunset Boulevard, en Hollywood. Aparentemente eso es lo que habían hecho Lilly y Robin. La página informaba de que el horario de oficina era de lunes a viernes, de nueve a cinco y los sábados de diez a tres.
Pierce escribió las direcciones y horarios en la libreta. Estaba a punto de desconectarse del sitio cuando decidió abrir otra vez la página de Lilly. Imprimió en color su foto en la Desk Jet. Acto seguido apagó el ordenador y desconectó la línea. De nuevo una voz interior le dijo que ya había ido demasiado lejos. Era hora de cambiar de número de teléfono y olvidarse del asunto.
Pero otra voz -una voz más fuerte del pasado- le ordenaba otra cosa.
– Luces -dijo.
La oficina quedó a oscuras. Pierce no se movió. Le gustaba la oscuridad. A oscuras era como mejor pensaba.
5
La escalera estaba oscura y el niño, asustado. Volvió a mirar a la calle y vio el coche que esperaba. Su padrastro advirtió la vacilación y sacó la mano por la ventanilla del coche. Le hizo una señal al chico para que siguiera adelante, para que entrara. El chico se volvió y miró hacia la oscuridad. Encendió la linterna y empezó a subir.
Mantuvo la linterna enfocada a los escalones, no quería anunciar que subía iluminando la habitación. A mitad de camino, uno de los peldaños crujió ruidosamente bajo su pie. Se quedó paralizado. Oía su propio corazón batiendo en su pecho. Pensó en Isabelle y en el miedo que probablemente ella llevaba en su corazón día tras día y noche tras noche. Cobró determinación con la idea y empezó a subir de nuevo.
Cuando sólo le faltaban tres peldaños, apagó la luz y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. En unos momentos pensó que distinguía una luz tenue en la habitación que tenía delante de él. La luz de las velas lamía el techo y las paredes. Se apretó contra la pared lateral y subió los últimos tres escalones.
La habitación era grande y estaba repleta. Vio las camas improvisadas alineadas junto a las dos paredes más largas. En cada una de ellas dormía una figura inmóvil, como una pila de ropa de oferta hurgada. Al fondo de la habitación ardía una única vela y una chica, unos años mayor que él y más suda, calentaba un tapón de botella en la llama. El chico estudió su cara a la luz irregular. No era Isabelle.
Empezó a moverse hacia el centro de la habitación, entre los sacos de dormir y los camastros hechos con diarios. Miró a uno y otro lado en busca de la cara familiar. Estaba oscuro, pero no importaba. La conocería en cuanto la viera.
Llegó al fondo, junto a la chica con el tapón. Isabelle no estaba allí.
– ¿A quién estás buscando?-preguntó la chica.
Estaba tirando del émbolo de la hipodérmica, succionando el líquido marrón oscuro del tapón a través del filtro de una colilla. En la luz tenue, el niño vio que la aguja se clavaba en el cuello a la chica.