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– ¿Qué…? -consiguió articular.

De repente el duro hombro donde se había apoyado su estómago ya no estaba y Pierce empezó a caer cabeza abajo. Sus músculos se tensaron y abrió la boca para emitir el último sonido furioso de su vida. Entonces, en el último instante, sintió que las enormes manos lo sujetaban por los tobillos. Su cabeza y hombros golpearon con fuerza el áspero hormigón de la fachada del edificio.

Pero al menos ya no seguía cayendo.

Pasaron unos segundos. Pierce se llevó las manos a la cara y se tocó la nariz y los ojos. Tenía la nariz partida vertical y horizontalmente y estaba sangrando profusamente. Consiguió frotarse los ojos y abrirlos parcialmente. Doce pisos por debajo veía el césped verde del parque contiguo a la playa. Había gente tumbada en mantas, la mayoría vagabundos. Vio que su sangre caía en gruesas gotas sobre los árboles que tenía justo debajo. Escuchó una voz por encima de él.

– Hola, ¿puedes oírme?

Pierce no dijo nada y entonces las manos que lo sujetaban por los tobillos se sacudieron violentamente, haciéndolo rebotar de nuevo en la pared exterior.

– ¿Me prestas atención?

Pierce escupió sangre en el muro exterior y dijo:

– Sí, te oigo.

– Bueno. Supongo que ahora ya sabes quién soy.

– Eso creo.

– Bien. Entonces no hace falta que mencionemos nombres. Sólo quería asegurarme de que nos vamos a entender.

– ¿Qué quieres?

Era difícil hablar cabeza abajo. La sangre se estaba acumulando en el fondo de su garganta y en el paladar.

– ¿Qué quiero? Bueno, en primer lugar quería verte.

Cuando un tipo se pasa dos días oliéndote el culo tienes ganas de ver qué aspecto tiene, ¿no? Eso ya está. Y luego quería darte un mensaje. Dosmetros.

Pierce fue alzado de repente. Todavía cabeza abajo, su cara había subido hasta la altura de la barandilla. A través de los barrotes vio que quien hablaba se había agachado de manera que estaban cara a cara, con las barrotes entre ambos.

– Lo que quería decirte es que no sólo tienes el número equivocado, tienes el mundo equivocado, socio. Y te doy treinta segundos para decidir si quieres volver al sitio de donde saliste o quieres irte al otro barrio. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Pierce asintió y empezó a toser.

– En… iendo. Está claro.

– Debería pedirle a mi amigo que te soltara ahora mismo. Pero no necesito escándalos, así que no voy a hacerlo. Pero tengo que decirte, Lumbreras, que si te pillo hurgando otra vez, vas a caerte. ¿De acuerdo?

Pierce asintió. El hombre que Pierce estaba convencido de que era Billy Wentz pasó una mano por entre los barrotes y le dio una bofetada a Pierce.

– Ahora sé bueno.

Wentz se levantó e hizo una señal a Dosmetros. Éste izó a Pierce por encima del balcón y lo dejó caer en el suelo. Pierce frenó la caída con las manos y luego se arrastró hasta la esquina. Miró a sus dos agresores.

– Tienes una bonita vista -dijo el más bajo de los hombres-. ¿Cuánto pagas?

Pierce miró al océano. Escupió una gruesa flema de sangre al suelo.

– Tres mil.

– Joder. Por ese precio te puedo conseguir tres putos apartamentos.

Pierce pensó en los apartamentos donde trabajaban las prostitutas. Trató de sacudirse las nubes que lo invadían y pensó que al margen de la amenaza a él mismo, era importante que tratara de proteger a Lucy LaPorte.

Escupió más sangre en el suelo del balcón.

– ¿Qué pasa con Lucy? ¿Qué vais a hacer?

– ¿Lucy? ¿Quién coño es Lucy?

– Me refiero a Robin.

– Ah, nuestra pequeña Robin. Es una buena pregunta, Henry. Porque Robin es una buena empleada. He de ser prudente. Tengo que calmarme con ella. Quédate tranquilo, hagamos lo que hagamos no le quedarán marcas y en dos o tres semanas como máximo estará de vuelta, como nueva.

Pierce movió las piernas desesperadamente en un intento de ponerse de pie, pero estaba demasiado débil y desorientado.

– Dejadla en paz -dijo con la máxima energía posible-. La he utilizado y ella ni siquiera lo sabía.

Los ojos oscuros de Wentz parecieron adquirir una nueva luz. Pierce vio que la ira se abría paso en ellos. Vio que Wentz ponía una mano encima de la barandilla como para apoyarse.

– Dice que la dejemos en paz.

Sacudió la cabeza otra vez como para conjurar una idea.

– Por favor -dijo Pierce-. Ella no ha hecho nada. Fui yo. Dejadla en paz.

El hombre bajo miró a Dosmetros y sonrió, después negó con la cabeza.

– ¿ Crees lo que estás viendo? ¿Tú oyes cómo me habla?

Se volvió de nuevo hacia Pierce, dio un paso hacia él y velozmente levantó el otro pie para darle una violenta patada. Pierce la estaba esperando y pudo poner el antebrazo para desviarla en gran parte, pero la puntera de la bota le impactó en el lado derecho de su caja torácica. Sintió que al menos le había roto dos costillas.

Pierce resbaló en la esquina y trató de cubrirse, esperando más y tratando de controlar el ardiente dolor que se extendía por su pecho. Pero Wentz se agachó delante de él. Le gritó a Pierce de manera que la baba cayó sobre él junto con las palabras.

– No se te ocurra decirme cómo he de manejar mis negocios. No se te ocurra, cabrón.

Se levantó y se sacudió las manos.

– Y otra cosa más. Si le hablas a alguien de esta pequeña discusión habrá consecuencias. Consecuencias nefastas. Para ti, para Robin y para la gente que quieres. ¿Entiendes lo que te digo?

Pierce asintió débilmente.

– No te he oído.

– Entiendo las consecuencias.

– Bien. Vámonos, Dosmetros.

Pierce se quedó solo, tratando de respirar y de centrar la vista, pugnando por permanecer en la luz cuando sentía que la oscuridad se cerraba en torno a él.

20

Pierce cogió una camiseta de una caja del dormitorio y se la llevó a la cara para tratar de contener la hemorragia. Se incorporó y fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño. La cara ya empezaba a hinchársele y estaba cambiando de color. La inflamación de la nariz le estaba nublando la visión y ampliando las heridas de la nariz y alrededor del ojo izquierdo. La mayor parte de la hemorragia parecía ser interna, un chorro continuo de sangre que circulaba por el fondo de su garganta. Sabía que tenía que ir a un hospital, pero primero debía advertir a Lucy LaPorte.

Encontró el teléfono en el suelo de la sala de estar. Trató de buscar el directorio de llamadas, pero la pantalla no se encendía. Lo intentó con el botón de encendido, pero no había tono. El teléfono estaba roto, ya fuera por el impacto en su rostro o cuando Wentz lo había lanzado al suelo.

Aguantándose la camiseta en la cara y con lágrimas fluyendo involuntariamente de sus ojos, Pierce miró por el apartamento en busca de la caja que contenía el kit de supervivencia para terremotos que había solicitado con los muebles. Mónica le había mostrado una lista del inventario del kit antes de pedirlo. Sabía que contenía un botiquín de primeros auxilios, linternas, pilas, cinco litros de agua, numerosos productos de comida liofilizada y otros artículos. También contenía un teléfono básico que no necesitaba electricidad. Sólo hacía falta conectarlo a la toma de la pared para que funcionara.

Encontró la caja de cartón en el armario del dormitorio y la puso perdida de sangre mientras utilizaba desesperadamente ambas manos para abrirla. Perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer. Se dio cuenta de que se estaba mareando por la pérdida de sangre y el agotamiento de la adrenalina. Al final encontró el teléfono y lo conectó en la caja de al lado de la cama. Consiguió tono. Lo único que le hacía falta era el número de Robin.

Lo había anotado en la libreta, pero ésta estaba en la mochila, en el coche. No creía que pudiera llegar hasta allí sin desmayarse por el camino. Ni siquiera estaba seguro de dónde estaban sus llaves. La última vez que las había visto las tenía Billy Wentz.

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