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– Todo por mi culpa. Por Proteus.

Se quedó inmóvil un buen rato. Sabía que si Zeller iba a cometer su último error lo cometería entonces.

– En realidad…

Nada. Eso fue todo. Pierce miró entre sus manos.

– En realidad, ¿qué?

– Iba a decirte que no te fustigues demasiado por eso. Lilly…, digamos que las circunstancias dictaron que entrara en el plan.

– No sé qué quieres decir.

– O sea, míralo de esta manera. Lilly estaría muerta tanto si tú estuvieras metido en esto como si no. Pero ella está muerta. Y usamos todos los recursos disponibles para cerrar este trato.

Pierce se levantó y caminó hasta el fondo del laboratorio donde estaba sentado Zeller, con las piernas todavía apoyadas en la mesa de la estación experimental.

– Eres un hijo de puta. Lo sabes todo. La mataste tú, ¿no? La mataste y me tendiste una trampa.

Zeller no se movió un milímetro, pero sus ojos buscaron los de Pierce y su rostro adoptó una expresión extraña. El cambio era sutil, pero Pierce lo apreció. Era la mezcla incongruente de orgullo y vergüenza y aversión a sí mismo.

– Conocía a Lilly desde que llegó a Los Ángeles. Se podría decir que era parte de mi paquete de compensación por L. A. Darlings. Y por cierto, no me insultes con ese rollo de que yo hago el trabajo para Wentz. Wentz trabaja para mí, ¿entiendes? Todos trabajan para mí.

Pierce asintió para sus adentros. Debería haberlo supuesto. Zeller continuó espontáneamente.

– Tío, a Darling Lilly la elegí yo. Pero sabía demasiado sobre mí. No quieres que alguien conozca todos tus secretos. Al menos no esa clase de secretos. Así que la utilicé en un encargo que tenía. Lo llamé el plan Proteus.

Tenía la mirada perdida. Estaba mirando una película en su interior y le gustaba. Él y Lilly, quizá su última cita en la casa de Speedway. Eso incitó a Pierce a decir una frase más de Muerte entre las flores.

– Nadie conoce a nadie. No tan bien.

– Muerte entre las flores -dijo Zeller, sonriendo y asintiendo-. Supongo que eso significa que habías pillado mi «qué es este lío» de cuando entré.

– Sí, lo pillé, Cody.

Después de una pausa, Pierce continuó con voz tranquila.

– La mataste, ¿verdad? La mataste y si era necesario ibas a colgármelo a mí.

Al principio Zeller no contestó. Pierce estudió su rostro y supo que quería hablar, quería contarle todos los detalles de su ingenioso plan. Contarlo formaba parte de su forma de ser. Sin embargo, el sentido común le decía que no lo hiciera, le exigía que mantuviera la seguridad.

– Digámoslo de esta manera: Lilly cumplió un papel para mí. Y luego volvió a cumplir otro papel para mí. Nunca admitiré más que eso.

– Está bien. Acaba de hacerlo.

No lo había dicho Pierce, sino una nueva voz. Ambos hombres se volvieron al oír el sonido y vieron al detective Robert Renner en el umbral del laboratorio de electrónica. Sostenía una pistola en su costado.

– ¿Quién coño eres tú? -preguntó Zeller al tiempo que bajaba los pies al suelo y saltaba de la silla.

– Policía de Los Ángeles -dijo Renner.

Caminó desde la puerta del laboratorio hacia Zeller, con una mano en la espalda mientras avanzaba.

– Está detenido por homicidio. Eso para empezar. Después nos ocuparemos del resto.

El detective sacó la mano de la espalda, sosteniendo unas esposas. Se acercó más a Zeller, le dio la vuelta y lo dobló sobre la estación experimental. Se enfundó el arma y acto seguido le puso a Zeller los brazos a la espalda y empezó a esposarle. Trabajaba con la profesionalidad de quien lo ha hecho mil veces o más. En el proceso apretó la cara de Zeller contra la cubierta de acero del microscopio.

– Con cuidado -dijo Pierce-. Ese microscopio es muy sensible… y caro. Podría dañarlo.

– No quiero hacer eso -dijo Renner-. No con todos esos importantes descubrimientos que está haciendo aquí.

Entonces miró a Pierce con lo que probablemente para él era una sonrisa con todas las letras.

39

Zeller no dijo nada mientras lo esposaban. Sólo se volvió hacia Pierce, que le sostuvo la mirada. Cuando Zeller estuvo esposado, Renner empezó a registrarle y encontró algo en la pierna derecha. Levantó el dobladillo del pantalón de Zeller y sacó una pistola de pequeño calibre que éste llevaba en una cartuchera de tobillo. Se la mostró a Pierce y luego la dejó en la mesa.

– Es para protección -protestó Zeller-. Todo esto es una chorrada. No se sostiene.

– ¿De verás? -preguntó Renner afablemente.

Apartó a Zeller de la mesa y volvió a sentarlo rudamente en la silla.

– Quédese aquí.

Se acercó a Pierce y le señaló el pecho con la cabeza.

– Adelante.

Pierce empezó a desabotonarse la camisa, revelando el paquete de baterías y transmisor, sujeto con cintas en su costado izquierdo.

– ¿Cómo se ha oído? -preguntó Pierce.

– Perfecto. Tenemos hasta la última palabra.

– Hijo de puta -dijo Zeller con un silbido acerado en la voz.

Pierce lo miró.

– Vaya, así que yo soy el hijo de puta por llevar un micrófono. Me quieres colgar un asesinato y te pones hecho una furia porque llevo un micrófono. Cody, no puedes…

– Vale, vale, calma-dijo Renner-. Cállense los dos.

Como para recalcar sus palabras, el detective arrancó de un fuerte tirón la cinta adhesiva que sujetaba el equipo de vigilancia al torso de Pierce. Pierce estuvo a punto de gritar, pero fue capaz de contenerse y dejarlo en un «joder, eso duele».

– Bien. Siéntese ahí, señor Honrado. Estará mejor en un minuto. -Se volvió hacia Zeller-. Antes de sacarle de aquí, voy a leerle sus derechos. Así que cállese y escuche.

Metió la mano en uno de los bolsillos interiores de la cazadora y sacó una pila de tarjetas. Rebuscó entre ellas hasta que encontró la tarjeta magnética que Pierce le había dado antes. Se estiró y se la tendió a Pierce.

– Usted delante. Abra la puerta.

Pierce cogió la tarjeta, pero no se levantó. Todavía le ardía el costado. Renner encontró la tarjeta que buscaba y empezó a leerle los derechos a Zeller.

– Tiene derecho a…

Se oyó un fuerte clac metálico cuando se desbloqueó la cerradura de la trampa. La puerta se abrió y Pierce vio al vigilante de seguridad de la entrada. Estaba despeinado y sin brillo en los ojos. Mantenía una mano a la espalda, como si escondiera algo.

En su visión periférica Pierce vio que Renner se tensaba. Soltó la tarjeta que estaba leyendo y buscó la cartuchera en el interior de su cazadora.

– Es mi vigilante de seguridad -espetó Pierce.

En el mismo instante en que lo decía vio que el agente de seguridad, un hombre llamado Rudolpho Gonsalves, era empujado al laboratorio desde atrás. El vigilante se estrelló contra la estación informática y cayó al suelo. El monitor le cayó en el pecho. Entonces apareció la familiar imagen de Dosmetros entrando en el laboratorio, agachándose al pasar el umbral.

Billy Wentz entró tras él. Empuñaba una pistola negra y grande en la derecha y sus ojos se aguzaron cuando vio a los tres hombres al otro lado del laboratorio.

– ¿Por qué tarda…?

– ¡Polis! -gritó Zeller-. Es un poli.

Renner ya estaba sacando la pistola de la cartuchera, pero Wentz llevaba ventaja. Con la máxima economía de movimiento, el gángster bajito apuntó y empezó a disparar. Fue avanzando mientras disparaba, moviendo el cañón del arma en un arco de cinco centímetros. El sonido era ensordecedor.

Pierce no lo vio, pero sabía que Renner había comenzado a responder al ataque. Oyó ruido de disparos a su derecha e instintivamente se tiró al suelo a la izquierda. Rodó y se volvió para ver que el detective caía, salpicando de sangre la pared que tenía detrás. Wentz seguía avanzando por el otro lado. Estaba atrapado. Wentz estaba justo entre él y la puerta de la trampa.

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