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– Hemos de empezar de nuevo -dijo Pierce-. Hay que encontrar un nuevo inversor.

Condon lo miró incrédulo.

– ¿Estás de broma? ¿Después de esto? ¿Quién iba a…?

– Seguimos en el negocio, Charlie. Lo importante sigue siendo la ciencia, la patente. Habrá inversores que lo saben. Tienes que ir a por ellos y hacer de Ajab. Encuentra otra ballena.

– Es más fácil decirlo que hacerlo.

– En este mundo todo es más fácil de decir que de hacer. Lo que me ha ocurrido anoche y esta última semana es más fácil de decir que de hacer. Pero está hecho. Lo he superado y eso me da más fuerza que nunca.

Condon asintió.

– Ahora nadie nos detendrá -dijo.

– Eso es. Hoy vamos a tener una tormenta de fuego con los medios, y probablemente seguirá durante las próximas semanas. Pero hemos de buscar la manera de volverlo en nuestro favor, de atraer inversores y no asustarlos. No estoy hablando de los diarios. Estoy hablando de las revistas científicas, de la industria.

– Me pondré a ello, pero ¿sabes dónde estamos completamente jodidos?

– ¿Dónde?

– Con Nicki. Ella era nuestra portavoz. La necesitamos. Conoce a esa gente, a los periodistas. ¿Quién va a manejar a los medios en esto? Estarán encima durante los próximos días, al menos, o hasta que los aparte la siguiente gran noticia.

Pierce consideró un momento lo que acababa de decirle Condon. Miró al cartel enmarcado que mostraba al submarino Proteus moviéndose por un mar de diferentes colores. El mar humano.

– Llámala y vuelve a contratarla. Puede quedarse la indemnización. Lo único que ha de hacer es volver.

Condon hizo una pausa antes de responder.

– Henry, ¿ cómo va a funcionar con vosotros dos? No creo que lo considere.

Pierce de repente se sintió entusiasmado con la idea. Le diría que la relación sería estrictamente profesional, que no tendrían ningún contacto extralaboral. Entonces le mostraría cuánto había cambiado.

Pensó en el libro de caracteres chinos que había dejado abierto en la mesita del café. Perdón. Lograría que funcionara. Se la ganaría de nuevo y no cometería los mismos errores.

– Si quieres, yo la llamo. He de…

Sonó su línea directa y Pierce contestó de inmediato.

– Henry, soy Jacob. Es muy temprano ahí. Pensaba que iba a salirme tu buzón de voz.

– No, he estado aquí toda la noche. ¿Lo has presentado?

– Lo he presentado hace veinte minutos. Proteus está protegido. Estás protegido, Henry.

– Gracias, Jacob. Me alegro de que viajaras anoche.

– ¿Va todo bien allí?

– Todo salvo que perdimos a Goddard.

– Oh, Dios, ¿qué ha pasado?

– Es una larga historia. ¿Cuándo vuelves?

– Voy a ir a visitar a mi hermano y a su familia en Owings, en el sur de Maryland. Volaré el domingo.

– ¿Tienen cable en Owings?

– Sí, estoy casi seguro de que sí.

– Mira la CNN. Tengo la sensación de que vamos a armarla.

– ¿Ha…?

– Jacob, ahora estoy ocupado. He de irme. Ve a ver a tu hermano y duerme un poco. Aborrezco los vuelos nocturnos.

Kaz estuvo de acuerdo y ambos colgaron. Pierce miró a Condon.

– Estamos en juego. Ha presentado el paquete.

El rostro de Condon se encendió.

– ¿Qué?

– Envié a Kaz anoche. Ahora no pueden tocarnos, Charlie.

Condon pensó en esto unos segundos y luego asintió.

– ¿Por qué no me dijiste que ibas a enviarlo?

Pierce se limitó a mirarlo. Vio en el rostro de Condon que finalmente comprendía que Pierce no había confiado en él.

– No lo sé, Charlie. No podía hablar con nadie hasta que lo supiera.

Condon asintió, pero el dolor permanecía en su rostro.

– Tiene que ser duro vivir con esa sospecha. Tiene que ser duro estar tan solo.

Esta vez era el turno de Pierce de limitarse a asentir. Condon dijo que iba a buscar café y lo dejó solo en el despacho.

Pierce no se movió durante unos minutos. Pensó en Condon y en lo que éste había dicho. Sabía que las palabras de su socio eran cortantes pero ciertas. Sabía que era el momento de cambiar todo eso.

Todavía era temprano, pero Pierce no quería esperar más. Cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Amalfi Drive.

Agradecimientos

No podría haber escrito este libro sin la ayuda del doctor James Heath, catedrático de química en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y de Carolyn Chriss, investigadora extraordinaria. Aunque esta historia es ficción, la información científica que se menciona es real. La carrera para construir el primer ordenador molecular es real. Cualquier error o exageración no intencionada son únicamente responsabilidad del autor.

Por su ayuda y consejo el autor está en deuda con Terrill Lee Lankford, Larry Bernard, Jane Davis, Robert Connelly, Paul Connelly, John Houghton, Mary Lavelle, Linda Connelly, Philip Spitzer y Joel Gotler.

Muchas gracias asimismo a Michael Pietsch y Jane Wood por ir más allá de la llamada del deber como editores de este manuscrito, y también a Stephen Lamont por su excelente corrección.

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