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Exactamente a mediodía del domingo el sonido del teléfono despertó a Pierce. Un hombre dijo:

– ¿Es demasiado temprano para hablar con Lilly?

– No, en realidad es demasiado tarde -dijo Pierce.

Colgó y miró el reloj. Pensó en el sueño que había tenido y empezó a interpretarlo, pero de pronto dejó escapar un gemido cuando se entrometió en sus pensamientos el primer recuerdo del resto de la noche: la llamada a Nicole. Salió del saco de dormir y bajó de la cama para darse una larga ducha mientras pensaba en si debía volver a llamarla para disculparse. Pero ni siquiera el agua caliente podía borrar la vergüenza que sentía. Decidió que lo mejor sería no volver a llamarla ni tratar de explicarse. Intentaría olvidarse de lo que había hecho.

Para cuando terminó de vestirse, su estómago ya le exigía comida a gritos. El problema era que no había nada en la cocina, no tenía dinero y su tarjeta del cajero automático estaba agotada hasta el lunes. Sabía que podía ir a un restaurante o una tienda de comestibles y utilizar una tarjeta de crédito, pero eso le llevaría demasiado tiempo. Había salido de la vergüenza de la llamada a Nicole y el bautismo de la ducha con el deseo de dejar atrás el episodio de Lilly Quinlan y permitir que la policía se hiciera cargo del asunto. Tenía que volver al trabajo. Y sabía que cualquier retraso en llegar a Amedeo podía minar su resolución.

A la una en punto estaba entrando en las oficinas. Hizo una señal con la cabeza al vigilante de seguridad, pero no se dirigió a él por su nombre. Era uno de los nuevos contratados de Clyde Vernon y siempre había tratado con frialdad a Pierce, que esta vez se sintió satisfecho de devolverle el favor.

Pierce tenía una taza de café llena de cambio en el escritorio. Antes de ponerse a trabajar, dejó la mochila en el escritorio, cogió la taza y bajó por la escalera hasta la segunda planta, donde había máquinas de snacks y refrescos en el comedor. Casi vació la taza para comprarse dos coca colas, dos bolsas de patatas fritas y un paquete de Oreo. Luego miró en la nevera de la sala para ver si alguien se había dejado algo comestible, pero no había nada que robar. Por regla general los conserjes vaciaban la nevera todos los viernes por la noche.

Cuando llegó a la cocina ya había dado buena cuenta de una bolsa de patatas. Pierce abrió la otra y también una de las latas de coca cola antes de llegar al despacho. Sacó la nueva tanda de solicitudes de patentes de la caja fuerte de debajo de su escritorio. Jacob Kaz era un excelente abogado de patentes, pero siempre necesitaba que los científicos volvieran a leerse las presentaciones y los resúmenes de los formularios legales. Pierce siempre tenía que dar el visto bueno final a las patentes.

Hasta la fecha, las patentes que Pierce y Amedeo Technologies habían solicitado y obtenido durante los últimos seis años giraban en torno a proteger legalmente diseños de arquitectura de complejos biológicos. La clave para el futuro de la nanotecnología estaba en crear nanoestructuras capaces de contenerlos y transportarlos. Hacía mucho tiempo que Pierce había decidido cimentar en este sector su posición en el campo de la informática molecular.

En el laboratorio, Pierce y los otros miembros de su equipo diseñaban y construían una amplia variedad de interruptores que se enlazaban delicadamente en cadena para crear puertas lógicas, el umbral básico de la computación. La mayoría de las patentes de Pierce y Amedeo pertenecían a este ámbito o al área complementaria de la RAM molecular. Un número reducido de otras patentes se centraban en el desarrollo de puentes moleculares, el entramado de robustos tubos de carbono que algún día conectarían los cientos de miles de nanointerruptores que juntos formarían un ordenador tan pequeño como una moneda de diez centavos y tan poderosa como un camión Mack digital.

Antes de iniciar su revisión del nuevo conjunto de patentes, Pierce se reclinó en la silla y miró a la pared que tenía detrás del monitor, donde había una caricatura suya levantando un microscopio, con la cola de caballo levantada y los ojos tan abiertos como si acabara de hacer un descubrimiento fantástico. El pie decía: «¡Henry escucha a Quién!»

Se lo había regalado Nicole. Le había pedido a un caricaturista del muelle que lo dibujara después de que Pierce le contara la historia de su recuerdo infantil preferido: su padre leyendo y explicando cuentos a su hermana y a él. Antes de que sus padres se separaran. Antes de que su madre se trasladara a Portland y fundara una nueva familia. Antes de que las cosas empezaran a torcerse para Isabelle.

Su libro favorito de entonces era uno del doctor Seuss ¡Horton escucha a Quién! Era la historia de un elefante que descubre la existencia de todo un mundo en una mota de polvo. Un nanomundo mucho antes de que nadie pensara en los nanomundos. Pierce todavía se sabía de memoria muchas de las frases del libro. Y pensaba en ellas con frecuencia mientras trabajaba.

En el cuento, Horton es marginado por una sociedad selvática que no cree en su descubrimiento. Sobre todo lo persiguen los monos -conocidos como la banda de Wickersham-, pero en última instancia Horton salva de los monos el minúsculo mundo de la mota de polvo y demuestra su existencia al resto de la sociedad.

Pierce abrió las Oreo y se comió dos galletas enteras, con la esperanza de que la dosis de azúcar le ayudara a centrarse.

Empezó a revisar las solicitudes con nerviosismo y expectativa. Esa tanda de patentes pondría a Amedeo en una nueva situación y a la ciencia en un nivel superior. Pierce sabía que sacudiría el mundo de la nanotecnología. Y sonrió al pensar en la reacción que tendrían sus competidores cuando sus agentes de espionaje industrial les copiaran las páginas no propietarias de los formularios o cuando leyeran la fórmula de Proteus en las revistas científicas.

El paquete de solicitudes pretendía proteger una fórmula de conversión de energía celular, según se decía en los términos profanos utilizados en el resumen de la primera solicitud del paquete. Amedeo estaba buscando protección de patente para un «sistema de suministro energético» que proporcionaría energía a los robots biológicos que un día patrullarían los torrentes sanguíneos de los seres humanos y destruirían los patógenos que amenazaban a sus huéspedes.

Llamaron a la fórmula Proteus en un guiño a la película Viaje alucinante. En la película de 1966 se coloca un equipo médico en un submarino llamado Proteus, que luego se miniaturiza con un rayo y se inyecta en un cuerpo humano para buscar y destruir un coágulo inoperable en el cerebro.

La película era ciencia ficción y probablemente los rayos miniaturizadores siempre formarían parte del ámbito de la imaginación. Sin embargo, la idea de atacar patógenos en el organismo con robots celulares o biológicos, algo no muy distante del Proteus en la imaginación, estaba en el horizonte de la investigación científica.

Desde los albores de la nanotecnología, las aplicaciones médicas potenciales siempre habían sido la cara más atractiva de la ciencia. La posibilidad de curar el cáncer, el sida o cualquier otra enfermedad era más fascinante que un salto cuántico en la potencia de los ordenadores. La posibilidad de crear dispositivos que patrullaran en el organismo para encontrar, identificar y eliminar patógenos a través de una reacción química era el Santo Grial de la ciencia.

No obstante, el cuello de botella -aquello que mantenía este lado de la ciencia en la teoría mientras que un sinfín de investigadores trabajaba en el desarrollo de RAM y circuitos integrados moleculares- era la cuestión del abastecimiento de energía: cómo mover estos submarinos moleculares a través de la sangre mediante una fuente de energía que fuera natural y compatible con el sistema inmunitario humano.

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