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– ¿Robin? Ni siquiera conozco tu apellido.

– LaPorte. Y tampoco me llamo Robin.

– ¿Cómo te llamas?

– Lucy.

– Bueno, me gusta más. Lucy LaPorte. Sí, me gusta. Suena bien.

– Tuve que darles todo lo demás a esos tipos, así que decidí guardarme el nombre.

Parecía que había parado de llorar.

– Bueno… Lucy, si me dejas que te llame así. Guárdate mi número. Cuando estés preparada para dejar esta vida, me llamas y haré todo lo posible para ayudarte. Dinero, un trabajo, un apartamento, lo que necesites, llámame y lo tendrás. Haré lo que pueda.

– Lo haces por tu hermana, ¿verdad?

Pierce se lo pensó antes de contestar.

– No lo sé, probablemente.

– No me importa. Gracias, Henry.

– Muy bien, Lucy. Creo que voy a derrumbarme. Ha sido un día muy largo y estoy agotado. Lamento haberte despertado.

– No te preocupes por eso. Y no te preocupes por los polis. Me arreglaré.

– Gracias, buenas noches.

Pierce cortó la llamada y buscó los mensajes del buzón de voz. Tenía cinco. O mejor dicho, Lilly tenía tres y él dos. Borró los de Lilly en cuanto determinó que no eran para él. Su primer mensaje era de Charlie.

Sólo quería ver cómo te había ido hoy en el laboratorio y preguntarte si has tenido ocasión de revisar las solicitudes de patentes. Si ves algún problema, deberíamos comentarlo el lunes a primera hora para que tengamos tiempo de arreglarlo…

Borró el mensaje. Pensaba revisar las solicitudes de patentes por la mañana. Después de eso llamaría a Charlie. Escuchó el mensaje completo de Lucy LaPorte.

Hola, soy Robin. Oye, sólo quería decirte que siento lo que te dije al final. Últimamente he estado insoportable con todo el mundo. Pero la verdad es que sé que te preocupas por Lilly y quieres asegurarte de que está bien. Tal vez he actuado así porque me gustaría que hubiera alguien en el mundo que se preocupara por mí de esa forma. Bueno, da igual. Llámame algún día si quieres. Podemos salir. Y la próxima vez no te pediré que me compres un batido. Chao.

Por alguna razón guardó el mensaje y apagó el teléfono. Pensó que tal vez quisiera volver a escucharlo. Se dio golpecitos en la barbilla con el teléfono mientras pensaba en Lucy. Había una dulzura latente en ella que se abría paso entre su lenguaje brusco y la realidad de lo que hacía para abrirse camino en el mundo. Pensó en lo que le había dicho acerca de usar el nombre de Robín y guardarse para ella el de Lucy.

«Tuve que darles todo lo demás a esos tipos, así que decidí guardarme el nombre.»

Recordó al detective de policía sentado en la sala de estar, hablando con su madre y su padrastro. Su padre también estaba allí. Les dijo que Isabelle había estado usando otro nombre en la calle con los hombres con los que se iba por dinero. Recordó que el detective dijo que usaba el nombre de Ángel.

Pierce sabía que Renner lo había calado. Lo que había ocurrido tanto tiempo atrás siempre se había mantenido cerca de la superficie y había aflorado al presentarse el misterio de Lilly Quinlan. En su deseo de encontrar a Lilly, de intentar salvarla, estaba encontrando y salvando a su propia hermana perdida.

Pierce pensó que era sorprendente y horrible lo que las personas se hacían unas a otras, pero sobre todo lo que se hacían a ellas mismas. Pensó que tal vez ésta fuera la razón por la que se encerraba tantas horas en el laboratorio. Se encerraba del mundo, para no conocer cosas malas ni pensar en ellas. En el laboratorio todo era claro y simple. Cuantificable. La teoría científica se ponía a prueba y se aprobaba o desaprobaba. No había zonas grises. No había sombras.

De repente sintió la necesidad abrumadora de hablar con Nicole, de decirle que en los dos últimos días había aprendido algo que no sabía. Algo que era difícil de expresar con palabras, pero que era palpable en su pecho. Quería decirle que no iba a seguir obsesionado de ese modo con el trabajo.

Pierce marcó su número de teléfono. Su antiguo número. Amalfi Drive. Ella contestó al tercer timbrazo. Su voz sonó alerta, pero Pierce supo que no estaba dormida.

– Nicole, soy yo.

– Henry… ¿qué…?

– Ya sé que es tarde, pero…

– No… ya lo hemos hablado. Me dijiste que no ibas a hacer esto.

– Lo sé, pero quiero hablar contigo.

– ¿Has estado bebiendo?

– No, sólo quería decirte algo.

– Es medianoche. No puedes hacer esto.

– Sólo esta vez. Necesito decirte algo. Déjame que vaya y…

– No, Henry, no. Estaba profundamente dormida. Si quieres hablar, llámame mañana. Ahora adiós.

Nicole colgó. Pierce sintió que se ponía colorado de vergüenza. Acababa de hacer algo que antes de esa noche estaba seguro de que nunca haría, algo que ni siquiera podía imaginarse haciendo.

Dejó escapar un gemido de dolor y se levantó para acercarse a la ventana. Más allá del muelle, hacia el norte, podía distinguir el collar de luces que trazaba la autopista del Pacífico. Las montañas que se alzaban sobre la ruta eran formas oscuras difíciles de discernir bajo el cielo nocturno. Oía el océano mejor de lo que lo veía. El horizonte se perdía en la oscuridad.

Se sintió deprimido y cansado. Su mente vagaba de Nicole a sus pensamientos sobre Lucy y lo que parecía el destino de Lilly. Cuando miró a la noche se prometió que no olvidaría lo que le había dicho a Lucy. Cuando ella decidiera que quería salir y estuviera lista para dar el paso, él estaría allí, aunque fuera por una razón egoísta. Quién sabe, pensó, tal vez resultara ser lo mejor que había hecho en su vida.

Justo cuando miró hacia allí, las luces de la noria se apagaron. Lo tomó como una señal y volvió a entrar en el apartamento. En el sofá cogió el teléfono y marcó el número de su buzón de voz. Escuchó una vez más el mensaje de Lucy y se fue a acostar. Todavía no tenía sábanas ni mantas ni almohadas. Colocó el saco de dormir sobre el colchón nuevo y se metió dentro. Entonces se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día. No recordaba que le hubiera ocurrido nunca, salvo cuando se pasaba el día entero en el laboratorio. Se durmió mientras componía mentalmente una lista de tareas para cuando se levantara por la mañana.

Pronto estuvo soñando con un pasillo oscuro con puertas abiertas a ambos lados. Mientras avanzaba por el pasillo iba mirando desde el umbral de cada puerta. Cada habitación que miraba parecía una habitación de hotel con una cama, un escritorio y una tele. Y todas las habitaciones estaban ocupadas. En su mayoría por gente que no reconocía y que no se fijaba en que él estaba mirando. Había parejas que discutían, follaban y gritaban. A través de un umbral reconoció a sus padres. Su madre y su padre, no su padrastro, aunque tenían una edad en la que ya estaban divorciados. Se estaban vistiendo para salir a un cóctel.

Pierce continuó por el pasillo y en otra habitación vio al detective Renner. Estaba solo y paseaba a lo largo de la cama. Las sábanas y las mantas estaban retiradas y se veía una gran mancha de sangre en el colchón.

Pierce siguió avanzando y en otra habitación estaba Lilly Quinlan, tan quieta como un maniquí. La habitación estaba oscura. Ella estaba desnuda y tenía la mirada fija en la televisión. Aunque Pierce no veía la pantalla desde el ángulo en el que se encontraba, el brillo azul que proyectaba en el rostro de Lilly la hacía parecer muerta. Dio un paso hacia el interior de la habitación para ver cómo estaba y ella lo miró. Lilly sonrió y él sonrió y se volvió para cerrar la puerta, pero descubrió que no había puerta en la habitación. Cuando se volvió hacia ella en busca de una explicación, la cama estaba vacía y sólo la televisión permanecía encendida.

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