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A la hora de la cita, Pierce eligió un teléfono público que estaba al lado de Smooth Moves y llamó al número de Robín. Dando la espalda al teléfono, vio que al otro lado de Lincoln había un gran complejo de apartamentos llamado Marina Executive Towers. Sólo que el edificio no podía calificarse de torre o torres. Era ancho y achaparrado: tres pisos de apartamentos encima de un garaje. El complejo ocupaba media manzana y su longitud quedaba disimulada por los tres tonos pastel diferentes en que estaba pintada la fachada: rosa, azul, amarillo. Una pancarta colgada del tejado anunciaba alquileres de corta duración para ejecutivos con servicio de asistencia gratuita. Pierce se dio cuenta de que era un lugar perfecto para el negocio de una prostituta. El complejo de apartamentos era tan grande y el desfile de inquilinos tan incesante que una procesión de hombres diferentes entrando y saliendo no sería advertido ni llamaría la atención de otros residentes.

Robín contestó después de tres timbrazos.

– Soy Henry. He llamado…

– Hola, pequeño. Deja que te eche un vistazo.

Sin tratar de resultar demasiado obvio, Pierce examino las ventanas del edificio que se alzaba al otro lado de la calle, en busca de alguien más que lo estuviera observando. No vio a nadie ni ningún movimiento en las cortinas, pero reparó en que varios apartamentos tenían cristal de espejo. Se preguntó si habría más de una mujer como Robin trabajando en el edificio.

– Veo que tienes mi batido -dijo ella-. ¿Lleva ese polvo energético?

– Sí, lo han llamado lanzacohetes. ¿Es lo que querías?

– Eso es. Vale, me gusta tu aspecto. No eres poli, ¿verdad?

– No, no lo soy.

– ¿Seguro?

– Sí.

– Pues dilo. Estoy grabando esto.

– No soy agente de policía, ¿vale?

– Muy bien, entonces sube. Cruza la calle hasta el edificio de apartamentos y en la puerta principal pulsa el timbre del doscientos tres. Te veo enseguida.

– De acuerdo.

Pierce colgó y siguió las instrucciones. Cuando pulsó el botón del 203, la cerradura de la puerta zumbó sin que Robin preguntara nada por el interfono. Dentro, Pierce no encontró las escaleras, así que subió en ascensor. El apartamento de Robin estaba a dos puertas del ascensor.

La joven abrió la puerta antes de que Pierce tuviera ocasión de llamar. Había una mirilla y probablemente ella había estado observando. Robin cogió el batido e invitó a Pierce a entrar.

La casa tenía pocos muebles y a primera vista carecía de cualquier objeto personal. Únicamente había un sofá, una silla, una mesita de café y una lámpara de pie. Pierce vio en la pared una reproducción de museo enmarcada. Parecía medieval: dos ángeles guiaban a los que acababan de fallecer hacia la luz que se abría al final del túnel.

Cuando Pierce entró vio que las puertas de cristal que daban al balcón tenían una película de espejo. Daban casi directamente a la tienda de Smooth Moves.

– Yo podía verte, pero tú a mí no -dijo Robin desde detrás de él-. He visto que mirabas.

Pierce se volvió hacia ella.

– Sentía curiosidad por la puesta en escena. Bueno, por cómo trabajabas esto.

– Pues ahora ya lo sabes. Siéntate.

Ella se sentó en un sofá y le hizo un gesto para que se acomodara a su lado. Pierce lo hizo. Trató de mirar en torno a sí. El lugar le recordaba a una habitación de hotel, aunque suponía que la atmósfera no era lo más importante para la actividad que normalmente se desarrollaba en el apartamento. Sintió que la mano de Robin le agarraba la mandíbula y le giraba la cara hacia ella.

– ¿Te gusta lo que ves? -preguntó.

Estaba casi seguro de que era la mujer de la foto de la página Web, aunque le costaba tener la certeza porque no la había estudiado durante tanto tiempo ni con tanta frecuencia como la foto de Lilly.

Robin iba descalza y llevaba una camiseta corta y unos shorts de pana rojos, tan minúsculos, que un bañador habría sido más recatado. No llevaba sujetador y tenía pechos grandes, probablemente como resultado de implantes. Los pezones se dibujaban claramente bajo la camiseta. El pelo rubio, con la raya al medio, le caía a los lados de la cara en rizos. No llevaba maquillaje, a juicio de Pierce.

– Sí, me gusta -contestó.

– La gente me dice que me parezco a Meg Ryan.

Pierce asintió, aunque no veía el parecido. La estrella de cine era mayor, pero su mirada era mucho más suave.

– ¿Me has traído algo?

Al principio pensó que ella estaba hablando del batido, pero luego se acordó del dinero.

– Sí, lo tengo aquí.

Se recostó en el sofá para buscar en el bolsillo. Tenía los cuatrocientos preparados en billetes de veinte, tal y como habían salido del cajero. Ésta era la parte que se había preparado. No le importaba perder los cuatrocientos, pero no quería dárselos a Robin y que luego ella lo echara cuando le explicara la verdadera razón que lo había llevado hasta allí.

Sacó el dinero para que pudiera verlo y sabía que estaba lo bastante cerca de ella para que lo cogiera.

– ¿Es la primera vez, pequeño?

– ¿Perdona?

– ¿Con una chica de compañía? ¿La primera vez?

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque se supone que has de ponerlo en un sobre para mí. Como un regalo. Es un regalo, ¿no? No me estás pagando para que haga nada.

– Sí, eso es. Un regalo.

– Gracias.

– ¿Es eso lo que significa la R en RN, regalo?

Ella sonrió.

– De verdad que eres nuevo en esto. Significa relación de novia, cariño. Una relación de novia absolutamente positiva. Significa que consigues lo que quieres, como con tu novia antes de que fuera tu mujer.

– No estoy casado.

– No importa.

Ella se estiró para alcanzar el dinero mientras lo decía, pero Pierce apartó la mano.

– Eh, antes de que te dé este… regalo, he de decirte algo.

Todas las luces de alarma se encendieron al mismo tiempo en el rostro de Robin.

– No te preocupes, no soy poli.

– Entonces, ¿qué?, ¿no quieres usar goma? Olvídalo ésa es la regla número uno.

– No, no es eso. De hecho, ni siquiera quiero tener relaciones sexuales contigo. Eres muy atractiva, pero lo único que quiero es información.

Robin se tensó. A Pierce le pareció más alta, pese a que estaba sentada.

– ¿De qué coño estás hablando?

– He de encontrar a Lilly Quinlan. Tú puedes ayudarme.

– ¿Quién es Lilly Quinlan?

– Vamos, la nombras en la página Web. ¿Dobla tu placer? Ya sabes de quién estoy hablando.

– Tú eres el tío de anoche. Llamaste anoche.

Pierce asintió.

– ¡Lárgate de aquí!

La joven se levantó con rapidez y caminó hacia la puerta.

– Robin, no abras esa puerta. Si no hablas conmigo, hablarás con la poli. Ése es mi próximo paso.

Ella se volvió.

– A la poli no le importa una mierda.

Pero no abrió la puerta. Se limitó a quedarse allí, enredada y esperando, con una mano en el pomo.

– Quizá ahora no, pero se preocuparán si yo acudo a ellos.

– ¿Por qué? ¿Quién eres tú?

– Tengo influencia -mintió-. Es cuanto necesitas saber. Si yo acudo a la poli, ellos vendrán a verte. No serán tan amables como yo… y no te pagarán cuatrocientos dólares por tu tiempo.

Pierce dejó el dinero en el sofá donde estaba sentada ella. Vio que sus ojos iban hacia los billetes.

– Sólo información, es lo único que quiero. Es sólo para mí.

Esperó y después de un largo silencio Robin se acercó al sofá y agarró el dinero. De algún modo encontró sitio para guardarlo en sus minúsculos shorts. Cruzó los brazos y se quedó de pie.

– ¿Qué información? Apenas la conocía.

– Sabes algo. Hablas de ella en pasado.

– No sé nada. Lo único que sé es que se ha ido. Ella simplemente… desapareció.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace más de un mes. De repente desapareció sin más.

– ¿Por qué todavía mantienes su nombre en tu página si hace tanto que se fue?

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