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– De acuerdo.

– Una cosa sería que fuéramos un concesionario de coches o un negocio por el estilo. Pero creo que tenemos una oportunidad de cambiar el mundo. El equipo que he reunido en el laboratorio no tiene nada que envidiar a nadie. Tenemos la…

– He dicho que de acuerdo. Pero si todo esto es tan importante, tal vez deberías pensar en lo que estás haciendo tú. Yo sólo he hablado de ello. Eres tú el que va a su casa y hace cosas turbias.

Pierce sintió que se encendía y esperó a que su ira remitiera.

– Mira, tenía curiosidad por esto y quería asegurarme de que la mujer estaba bien. Si eso es ser turbio, entonces de acuerdo, fui turbio. Pero ahora he terminado. El lunes quiero que me cambies el número y con suerte será el final de este asunto.

– Bueno. ¿Puedo irme ya?

Pierce asintió. Se rendía.

– Sí, puedes irte. Gracias por esperar por los muebles. Espero que tengas un buen fin de semana, lo que queda de él, y te veré el lunes.

No la miró al decirlo ni cuando ella se levantó de la silla. Mónica se fue sin pronunciar una palabra más y Pierce se quedó enfadado. Decidió que una vez que las cosas se olvidaran se buscaría otra secretaria personal y Mónica volvería al grupo de las secretarias generales de la compañía.

Pierce se sentó en el sofá durante un rato, pero el teléfono lo sacó de su ensueño reflexivo. Otra llamada para Lilly.

– Llega tarde -dijo Pierce-. Ha dejado el negocio y ha entrado en la universidad. -Colgó.

Al cabo de un rato levantó de nuevo el teléfono y llamó a Información de Venice para solicitar el número de James Wainwright. Un hombre contestó su siguiente llamada y Pierce se levantó y caminó hasta la ventana mientras hablaba.

– Estoy buscando al casero de Lilly Quinlan -dijo-. Por la casa de Altair en Venice.

– Ése vendría a ser yo.

– Me llamo Pierce. Estoy tratando de localizar a Lilly y quería saber si había tenido algún contacto con ella en el último mes.

– Bueno, en primer lugar, no creo que lo conozca, señor Pierce, y no hablo de mis inquilinos con extraños a no ser que me expliquen qué desean y me convenzan de que debo actuar de otro modo.

– Me parece muy bien, señor Wainwright. No tengo problema en ir a verle en persona si lo prefiere. Soy un amigo de la familia. La madre de Lilly, Vivian, está preocupada por su hija porque no ha tenido noticias suyas desde hace ocho semanas. Me pidió que hiciera algunas averiguaciones. Puedo darle el número de Vivian en Florida por si quiere llamar y preguntar por mí.

Era un riesgo, pero Pierce pensó que valía la pena correrlo para convencer a Wainwright de que hablara. De todos modos, no estaba muy lejos de la verdad. Era ingeniería social. Gira un poquito la verdad y ponía a trabajar para ti.

– Tengo el número de su madre en los formularios. No necesito llamar porque no tengo nada que pueda ayudarle. Lilly Quinlan ha pagado hasta final de mes. No tengo ocasión de verla o hablar con ella a no ser que tenga un problema y no he hablado con ella ni la he visto desde hace al menos dos meses.

– ¿Hasta final de mes? ¿Está seguro?

Pierce sabía que eso no cuadraba con los registros de cheques que había examinado.

– Eso es.

– ¿Cómo pagó el último alquiler, con un cheque o en efectivo?

– Eso no es asunto suyo.

– Señor Wainwright, sí es asunto mío. Lilly ha desaparecido y su madre me ha pedido que la busque.

– Eso dice usted.

– Llámela.

– No tengo tiempo para llamarla. Me ocupo de treinta y dos apartamentos y casas. Si cree que…

– Oiga, ¿hay alguien que cuide el césped con quien pueda hablar?

– Ya lo está haciendo.

– ¿Entonces no la ha visto cuando ha ido a cortar el césped?

– Ahora que lo pienso, muchas veces salía a saludarme cuando estaba allí cortando el césped o poniendo en marcha los aspersores. O me traía una Pepsi o una limonada. En una ocasión me trajo una cerveza fría. Pero las últimas veces no estaba. Y el coche tampoco. No pensé nada al respecto. La gente tiene su vida, ¿sabe?

– ¿Qué coche era?

– Un Lexus dorado. No conozco el modelo, pero sé que era un Lexus. Bonito coche. Y ella lo cuidaba bien.

A Pierce no se le ocurrían más preguntas. Wainwright no era de gran ayuda.

– Señor Wainwright, ¿buscará el número y llamará a la madre? Necesito que me vuelva a llamar.

– ¿La policía está metida en esto? ¿Hay algún informe de personas desaparecidas?

– Su madre ha hablado con la policía, pero no cree que le estén ayudando mucho. Por eso me ha pedido ayuda a mí. ¿Tiene algo para escribir?

– Claro.

Pierce dudó al comprender que si le daba el número de su casa, Wainwright podría darse cuenta de que era el mismo que el de Lilly. Le facilitó el de su línea directa de Amedeo. Después le dio las gracias y colgó.

Se quedó allí sentado, mirando el teléfono, repasando mentalmente la llamada y llegando cada vez a la misma conclusión. Wainwright estaba siendo evasivo. O bien sabía algo o estaba ocultando algo, o ambas cosas.

Abrió la mochila y sacó la libreta en la que había escrito el número de Robin, la chica que trabajaba con Lilly.

Cuando llamó en esta ocasión, trató de engolar la voz cuando ella contestó. Tenía la esperanza de que no lo reconociera de la noche anterior.

– Me preguntaba si podríamos vernos esta noche.

– Bueno, estoy abierta, cariño. ¿Nos hemos visto alguna vez? Me suenas familiar.

– Ah, no. Es la primera vez.

– ¿En qué estabas pensando?

– Eh, podríamos ir a cenar y luego a tu casa. No sé.

– Bueno, cielo, cobro cuatrocientos la hora. La mayoría de los tíos prefieren saltarse la cena y venir a verme directamente. O voy yo a verlos.

– Entonces iré directamente a verte.

– Vale, muy bien. ¿Cómo te llamas?

Sabía que tenía identificador de llamadas, de modo que no podía mentir.

– Henry Pierce.

– ¿Y a qué hora pensabas?

Pierce miró el reloj, eran las seis en punto.

– ¿Qué te parece a las siete?

Eso le daría tiempo para concebir un plan y sacar dinero del cajero automático. Tenía algo de efectivo, pero no suficiente. Con la tarjeta sólo podía retirar cuatrocientos dólares por vez.

– Un especial madrugador -dijo-. Por mí no hay problema, pero no tengo tarifa especial.

– Bueno. ¿Adonde voy?

– ¿Tienes un lápiz?

– En la mano.

– Estoy segura de que tienes un lápiz bien duro.

Robín se rió y le dio una dirección de la tienda de Smooth Moves en Lincoln, Marina del Rey. Le dijo que entrara en el establecimiento y comprara un Strawberry Blitz y después la llamara desde el teléfono público que había enfrente de la tienda a las siete menos cinco. Cuando le preguntó por qué lo hacía de esta forma, ella dijo:

– Precauciones. Quiero echarte un vistazo antes de dejarte subir. Y además me gustan esas cosas de fresa. Es como traerme flores, dulzura. Diles que le echen polvo energético, ¿quieres? Tengo la impresión de que voy a necesitarlo contigo.

Ella se rió de nuevo, pero a Pierce le sonó a risa demasiado ensayada y hueca. Le dio una sensación extraña. Dijo que le llevaría el batido y haría la llamada y le dio las gracias, y eso fue todo. Al colgar el teléfono sintió que le recorría una oleada de temor. Pensó en el discurso que le había dado a Mónica y en cómo ella lo había vuelto adecuadamente contra él.

– Eres un idiota -se dijo.

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